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lunes, 26 de octubre de 2009

Demos gracias a Dios que nos da su Espíritu que nos hace hijos

Rom. 8, 12-17
Sal. 67
Lc. 13, 10-17


‘Y toda la gente se alegraba por los milagros que hacía’, termina diciendo el texto del evangelio. Jesús había curado a una mujer encorvada y había mantenido sus más y sus menos con el jefe de la sinagoga que les decía a la gente ‘seis días tenéis para trabajar: venid esos días a que os curen, y no los sábados…’ Y Jesús le había razonado que el día del Señor, el día para santificar al Señor tenía que ser un día también para hacer lo bueno, para hacer el bien a los demás, que era la mayor gloria de Dios. Esos rigorismos de cumplimientos rituales no tienen sentido cuando se trata del amor.
Por eso ‘la gente se alegraba por los milagros que hacía’. Sólo veían sus milagros y aún no habían contemplado todo lo que Jesús iba a hacer por nosotros, entregando su vida por amor nuestro. No veremos milagros a la manera de la gente de aquella época pero sí tenemos nosotros muchas más razones para alegrarnos con el Señor y darle gracias. Por su amor, por entrega por nosotros muriendo en la cruz nos ganó nueva vida, nos hizo hijos de Dios.
Es de lo que nos habla hoy san Pablo en la carta a los Romanos. ‘Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios’, nos dice. Nos recuerda aquello que se nos dice en el principio del evangelio de Juan: ‘A cuantos le recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, sino de Dios’.
Creemos en Jesús y por la fuerza de su Espíritu nos hacemos hijos de Dios. ‘Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ¡Abba!, Padre’. Como nos decía san Juan en su carta: ‘Mirad qué amor nos ha tenido para llamarnos hijos de Dios: pues ¡lo somos!’
Cristo nos ha liberado, nos ha comprado con su sangre para pertenecer a El. Pero ser de Cristo no nos hace esclavos, sino libres; siendo de Cristo no cabe en nosotros el temor, sino el amor; siendo posesión de Cristo en Cristo nos hacemos hijos también nosotros porque nos da la fuerza de su Espíritu.
Somos hijos de Dios. Cuánto tenemos que pensarlo una y otra vez y no nos podemos cansar nunca de darle gracias a Dios. Es la primera conclusión que tendríamos que sacar de esta reflexión que en torno a la Palabra hoy nos hacemos. Darle gracias a Dios que ha querido hacernos sus hijos; darle gracias a Dios porque hemos sido redimidos por la sangre de Cristo; darle gracias a Dios porque nos ha liberado de la esclavitud y de la muerte. Es lo primero que tenemos que hacer.
Luego, por supuesto, tenemos que sacar más conclusiones para nuestra vida, para nuestra relación con Dios y para nuestra relación con los demás. Los que son esclavos de la muerte y del pecado viven en el temor. Nosotros hemos sido liberados, fuera de nosotros todo temor, en nosotros tiene que brillar la alegría y el amor. El amor que a Dios hemos de tener sobre todas las cosas. El se lo merece. Es nuestro Dios, pero también nuestro salvador. Pero un amor que tenemos que reflejar en nuestro trato con los demás. Ya los otros para nosotros serán siempre unos hermanos, porque todos somos hijos de Dios. Y decir que somos hermanos entrañará por supuesto ese amor que hemos de tenernos los unos a los otros.
Demos gracias a Dios por tanto amor que nos hace sus hijos.

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