Lo que sucede en nuestro entorno no hemos de mirarlo como frutos de un destino, sino como llamadas a nuestra conciencia para buscar como dar buenos frutos en la vida
Efesios 4,7-16; Sal 121; Lucas 13,1-9
Seguro que quien tiene un terreno cultivable y ha sembrado su semilla
querrá obtener buena cosecha. Duro es para el agricultor que después de todo el
trabajo realizado al final se vea malograda su cosecha; triste es que tenga
unos árboles de los que espera obtener fruto pero año tras año no consigue
nada, o se malogran sus frutos antes de poder aprovecharlos.
Es así la tarea del agricultor que siembra con esperanza, cultiva con ahínco
día tras día con los múltiples cuidado que le exige el deseo de obtener unos
frutos y una veces los obtiene excelentes, pero también le sucede que por las
fuerzas o circunstancias de la naturaleza haya ocasiones en que no puede
obtener el fruto que tanto anhela después de tantos sudores, trabajos y
sacrificios. Claro que cuando surge una planta o un árbol del que no pueda conseguir
sus frutos tratará de sustituirlo por aquel del que pueda obtener mejores
beneficios.
Es la imagen que nos propone hoy Jesús en el evangelio. El hombre que tenía
una higuera en su terreno y buscaba en ella una y otra vez fruto. Una imagen
que pretende ser una llamada y una invitación. Nosotros somos ese árbol que
tiene que dar siempre buenos frutos. Sin embargo muchas veces nos maleamos,
dejamos que el virus del mal se meta en nuestro corazón y surgen nuestras obras
malas. Pero nosotros sí podemos cambiar, nosotros sí podemos transformar
nuestra vida para hacer que de nuevo transite por los caminos del bien.
Y es el Señor, como divino y sabio agricultor, el que va cuidándonos,
regándonos con su gracia que nos transforma, haciendo continuas llamadas a nuestro
corazón. Como nos quiere decir Jesús con los acontecimientos sucedidos en
Jerusalén en aquellos días, el Señor va poniendo señales en nuestro camino que
son llamadas. Esos hechos o acontecimientos que puedan suceder a nuestro
alrededor o que incluso a nosotros nos pudieran afectar no los podemos mirar
como castigos, sino como llamadas, como una invitación a la conversión, a ese
cambio de nuestro corazón, para que busquemos la manera de dar buenos frutos en
nuestra vida.
Muchas veces nos hacemos oídos sordos a esas llamadas del Señor, que
nos viene, por ejemplo, por una buena palabra que podemos escuchar en boca de
un amigo o de cualquier otra persona que nos pudiera hacer pensar o por tantos
otros hechos sucedidos en nuestro entorno. Nos impresionamos en ocasiones por
accidentes que presenciamos o de los que oímos hablar, catástrofes naturales
que producen cuantiosos daños y no sabemos cómo reaccionar o buscamos culpables
de tales hechos, pero creo que con espíritu de fe tendríamos que tener una
mirada distinta. Es cierto que hemos de sentir compasión por quienes sufren las
consecuencias y poner toda nuestra solidaridad, pero tenemos que aprender
también lecciones para nuestra vida. No son destinos, no son casualidades,
pensemos más bien con espíritu de fe en llamadas de gracia para nuestra vida.
‘Yo cavaré alrededor y
le echaré estiércol, a ver si da fruto’ decía el agricultor. Son las llamadas de gracia que el Señor
nos hace. ¿Nos haremos oídos sordos y cerraremos nuestro corazón? ¿Nos
decidiremos a abrir nuestra vida a la gracia del Señor? La respuesta depende de
nosotros.