Busquemos
lo que de verdad llene nuestro corazón y nos pueda dar una felicidad que dura
para siempre
Efesios 2,1-10; Sal 99; Lucas
12,13-21
Arranca hoy el evangelio de una situación que no es tan ajena a
nuestros días, como lo ha sido en todos los tiempos, de unos hermanos que
disputan por la herencia recibida de sus padres. Ya digo no es tan ajeno a lo
que sigue sucediendo en nuestros días, porque cuantas familias se rompen por la
distribución de una herencia que nos manifiesta bien claramente cuales son las
ambiciones que seguimos teniendo en nuestros corazones y la pobreza de valores
en nuestra vida cuando por unos dineros que hoy podemos tener pero que mañana
se nos pueden acabar perdemos la unidad y el amor de una familia.
Pero es que aunque queramos decir que no sigue dentro de nosotros la ambición
por el tener olvidándonos que es mucho
más importante lo que somos que lo que tenemos. Seguimos soñando con ganarnos
una lotería o cualquier otro juego de azar, ambiciones que en ocasiones nos
esclavizan perdiendo incluso todo lo que podamos tener por esos sueños que
nunca llegan. Algunas veces hasta convertimos en motivo principal de nuestra oración
a Dios el conseguir esa riqueza, el ganarnos esa lotería, el vernos así de
importantes y de poderosos cuando llenemos de riquezas nuestra vida.
Cuantas cosas haríamos en nuestros sueños si la suerte estuviera de
nuestra parte y de la noche a la mañana nos volviéramos ricos. Pero ya sabemos
en lo que puede terminar nuestra vida cuando tan fácilmente nos dejamos esclavizar
por lo material, la ganancia o el dinero, la riqueza que parece que nos puede
dar más brillo o más poder. Terminamos cifrando muchas veces la felicidad en
esas cosas y no somos capaces de ser felices con lo que es nuestro ser más
profundo adornado de unos sólidos valores.
Es lo que nos quiere despertar hoy Jesús con sus palabras en el
evangelio. ‘Mirad: guardaos de
toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus
bienes’. Qué demodelora
es la codicia que nos hace ambiciosos, que nos ciega y nos embrutece porque nos
hace perder de vista los verdaderos valores, que nos esclaviza y hasta tortura
nuestro espíritu mientras no consigamos aquello material que tanto anhelamos.
Todo porque queremos tener
una vida placentera y sin problemas que nos endiosa en nosotros mismos y
termina aislándonos de los demás. Y es que tenemos que preguntarnos seriamente
en qué ciframos la felicidad, qué felicidad es la que buscamos. ¿Y cuando se
nos derrumben esos castillos de nuestros sueños en qué vamos a fundamentar
nuestra vida? De la misma manera se nos derrumbará entonces la vida.
Porque la vida un día se
nos acabará ¿y qué quedará todo aquello que tanto habíamos codiciado? ¿Podemos
llevarnos al más allá todas esas riquezas y ambiciones sobre las que habíamos
edificado de la vida? Desnudo nací y desnudo me iré a la tumba, y todo eso
quedará atrás. Por eso hay quienes tanto temen a la muerte, porque se les acaba
el disfrute de esas cosas materiales y sienten que otro se va a aprovechar de
ellas. Significa eso qué poca trascendencia le hemos dado a nuestra vida, de
qué pocos valores verdaderamente humanos y espirituales nos hemos dotado.
Jesús nos propone la
parábola del hombre que tuvo una gran cosecha, de manera que agrandó sus
bodegas y graneros para acumular todo lo que había cosechado, y cuando se disponía
ya a vivir de la vida lejos de cualquier preocupación y disfrutando de todos
aquellos bienes materiales, le vino la hora de la muerte. ¿De qué le sirvió
todo aquello que había acumulado poniendo en ello toda su felicidad?
Tenemos que replantearnos
nuestros valores, aquellas cosas por las que luchamos, buscar y descubrir
cuales han de ser esos verdaderos valores que van a dar verdadera transcendencia
y continuidad a nuestra vida. Busquemos lo que de verdad llene nuestro corazón
y nos pueda dar una felicidad que dura para siempre.
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