El
bien del hombre (la humanidad), el bien de la persona, porque no somos
esclavos, somos hijos y esa es nuestra grandeza y nuestra gran dignidad
1Corintios 4, 6b-15; Sal 144; Lucas 6,
1-5
La
convivencia entre las personas nos exige tener en cuenta una serie de
principios y valores que nos hagan respetarnos mutuamente salvaguardando
siempre la libertad y la dignidad de todo ser humano. Por eso al vivir en
sociedad nos damos unas normas, unas reglas, unas leyes que lo que tienen que
buscar siempre es el bien de la persona; estará siempre en función de la
persona, de sus valores, de su libertad, de su felicidad.
Aunque le
damos esa fuerza de ley desde el común acuerdo que logramos entre todos, nunca
han de servir para destrozar la dignidad de nadie, siempre tienen que buscar el
bien de todos pero también de cada uno en particular para lograr esa armonía y
es paz que haga que todos nos sintamos felices; malo es cuando las convertimos
en imposición y nos podemos valer de ellas para el dominio de unos sobre otros.
Es difícil lograr esa armonía, pero siempre tenemos que salvaguardar esa
dignidad de toda persona.
Sin embargo,
sabemos muy bien que somos muy dados a manipular, porque surgen dentro de
nosotros actitudes y posturas egoístas que pretenden convertirse en dominio
sobre los demás. Podemos convertir esas normas que han de ser cauces para
nuestra convivencia en libertad en imposiciones y en manipulación incluso de
las personas. Queremos mantener un control tan férreo de esas normas que se
puedan convertir en un sin sentido que hay que cumplir porque sí, lo cual nos
convertiría en esclavos de esas normas pensadas para salvaguardar la libertad y
dignidad de cada persona.
El pueblo de
Israel que vivía un profundo sentido religioso de la vida le daba a esas normas
de convivencia un sentido como sagrado y religioso con lo que todo se convertía
en ley de Dios. Lo cual hacía esas leyes, por así decirlo, intangibles; nada se
podía modificar ni adaptar al momento o circunstancia que vivieran las personas
o el mismo pueblo, porque eran la ley de Dios.
Normas de
purificación o sobre el descanso que en fin de cuentas lo que pretendían era
mantener la higiene y salud de quienes vivían en el desierto como trashumantes
y en medio de sus ganados cuidando al mismo tiempo que no vivieran como
esclavos del trabajo, se convertían en leyes tan sagradas que venían, poco
menos que a definir la identidad del pueblo de Israel. Eran los preceptos del
descanso sabático o de los animales que consideraban puros o impuros y podían o
no podían comer. Recordemos, por otra parte, la tan controvertida o
incomprensible ley hoy que les impedía comer la carne del cerdo.
Hoy le están
planteando a Jesús el tema del descanso sabático tan sagrado para ellos, porque
los discípulos al caminar entre los campos de cereales cogían algunas espigas
para llevarse algunos granos a la boca. Ya se consideraba como un trabajo que
no se podía hacer y es lo que vienen a echarle en cara a Jesús y sus discípulos.
Y Jesús les
recuerda que los tiempos de las luchas de David contra Saúl llegaron a un lugar
sagrado donde no había nada que comer, mientras aquellos hombres guerreros
venían extenuados y hambrientos. Solo tenía el sacerdote los panes de las
ofrendas que solo podían comer los sacerdotes, pero que al final fueron
ofrecidos a aquellos hombres para que saciaran su hambre. ¿No era más
importante en aquel momento saciar a aquellos hombres hambrientos que mantener
la norma de que solo los sacerdotes podían comer aquellos panes?
Y Jesús
termina diciéndoles que ‘el Hijo del hombre es señor del sábado’. ¿Qué
es lo que quiere Jesús de nosotros? ¿Qué significa ese Reino de Dios que
anuncia y que con su presencia viene a inaugurar? El único Señor es Dios – es
el Reino de Dios – pero cuando Dios es el único Señor de nuestra vida, de nada
podemos estar esclavizados, porque ese Dios nos ha dado la dignidad de hijos.
No somos
siervos, Jesús nos dirá en otro momento que nos llama amigos, pero es como
decirnos que nos llama hermanos, porque los amigos y los hermanos son los que
se aman. Ahí descubrimos nuestra grandeza, ahí tenemos que descubrir nuestra
manera de actuar, ahí reconocemos nuestra gran dignidad. Nada, pues, nos debe
esclavizar.