Escuchemos
de verdad abriendo no solo nuestros oídos sino sobre todo el corazón la Buena
Nueva que Jesús nos anuncia para llegar a ser ese Hombre Nuevo del Evangelio
1Corintios 4, 1-5; Sal 36; Lucas 5,
33-39
Cuando
Nicodemo fue de noche a ver a Jesús porque en su interior cuando le escuchaba
surgían nuevos interrogantes y nuevas inquietudes Jesús le habla de un nuevo
nacimiento. ¿Qué quería decirle Jesús? era una forma de decirle que cuando uno
lo escucha y quiere seguirle significaba que había de comenzar una vida
totalmente nueva. Ya sabemos que Nicodemo se aferra a la literalidad de las
palabras – no en vano era un magistrado judío y que de alguna manera se sentía
influenciado por los grupos dominantes como los fariseos – y Jesús le hablará
de que ese nacimiento será posible por la acción del Espíritu, por el agua y el
Espíritu, le dice en una referencia al Bautismo.
Será lo que
más tarde san Pablo nos hablará de ser un hombre nuevo, porque el hombre viejo
ha pasado. Con la pascua de Jesús se ha realizado ese paso del hombre viejo al
hombre nuevo, se ha producido esa renovación, ese renacer de ese hombre nuevo
del Espíritu.
Claro que
tendríamos que recordar que el primer anuncio que hace Jesús ya desde el
comienzo de su anuncio de la Buena Nueva del Reino, es que había que
convertirse y creer en esa Buena Noticia. Nos tomamos a veces a la ligera la
palabra conversión y le damos muchas vueltas para no enfrentarnos a la
radicalidad de la palabra, pero convertir, conversión, es dar la vuelta, es
tener otra perspectiva y otra mirada, es un dejar atrás y arrancar el hombre
viejo que queda en nosotros, para poder ser ese hombre nuevo.
Tenemos que
reconocer que también a nosotros nos cuesta entender y llegar a vivir todo
esto. Les costaba a los contemporáneos de Jesús. Todo cambio es doloroso,
porque es dejar atrás todo aquello que nos parecía que siempre nos había
servido porque hay que comenzar con algo totalmente nuevo.
¿Cómo no les
iba a costar a aquellos contemporáneos de Jesús que habían llegado a una religión
de cumplimientos rituales, pero donde faltaba el espíritu que en verdad diera
vida a todo aquello que vivían? Los maestros de la ley les enseñaban que había
que cumplir a rajatabla el descanso sabático, que tenían que ir a la Sinagoga
los sábados y en la Pascua subir a Jerusalén, que habían de realizar algunos
ritos y sacrificios, y había unos días en que tenían que ayunar. Cumplían con
aquello y ya se sentían satisfechos. Lo nuevo que ahora les enseñaba Jesús les
desconcertaba.
En cierto
modo, ¿no nos habremos hecho nosotros también una religión parecida aunque
hayamos cambiado los viejos ritos de los sacrificios de animales por nuestras
celebraciones de la misa o por nuestras procesiones? Vamos a la Iglesia los
domingos, tratamos de cumplir con una serie de ritos religiosos, unos días en
el año queremos vivir la religiosidad con un poco de más intensidad cuando
llega la semana santa, recibimos los sacramentos porque bautizamos a nuestros
hijos y queremos que hagan la primera comunión, hacemos alguna limosna cuando
podemos o cuando tenemos suelto en el bolsillo, y poco más. Y ya nos decimos
cristianos. ¿No nos estará sucediendo como aquellos que se quedaban solo con
los ayunos rituales?
Pero cuando
leemos o escuchamos un texto como el que hoy se nos ofrece, nos sentimos de
alguna manera desconcertados, tratamos de hacernos nuestras personales
interpretaciones, porque la cosa no es para tanto, pero que no nos pidan más,
que ya pertenecemos a no sé qué cofradía o le llevo flores a la Virgen.
¿Nos podemos quedar tan tranquilos cuando escuchamos – y escuchamos de verdad porque no solo abrimos los oídos sino el corazón – el Evangelio que Jesús nos anuncia? ¿Dónde está ese hombre nuevo? ¿Cómo terminamos de interpretar lo de los odres nuevos? ¿Cómo nos arreglamos para hacer esa vestidura nueva en lugar de
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