La
persona humilde no espera a que el otro sea quien dé el primer paso, sino que
estará siempre con los pies bien dispuestos a salir y encontrar al que está
caído en el camino
Eclesiástico 3, 17-20. 28-29; Sal 67;
Hebreos 12, 18-19. 22-24ª; Lucas 14, 1. 7-14
Hoy los
protocolos de los que hemos llenado nuestra vida social y de relaciones entre
unos y otros ya no hace que cuando vayamos a una boda, por ejemplo, vayamos
como locos a buscar la mesa mejor, donde más pronto nos puedan servir, o donde
podamos relucir nuestro ‘palmito’, sino que tendremos que irnos a buscar en
unas listas qué mesa nos corresponde y con quien tenemos que compartir mesa,
porque todo está muy reglamentado. Siempre nos quedará tiempo para murmurar y
quejarnos del sitio que nos asignaron y la gente con la que hemos de compartir
si no son de nuestro agrado, a pesar de la buena voluntad de los anfitriones.
Siempre nos queda en el fondo aquel deseo de buscar el sitio de relumbrón donde
podamos ‘mostrar’ nuestras vanidades.
Es lo que
Jesús contempló en aquella ocasión cuando fue invitado por aquel fariseo
principal a comer y el mensaje que Jesús nos dejará a invitados y a
anfitriones. Nos está señalando que nuestros estilos tienen que ser diferentes,
porque ni hemos de estar buscando sitios preferentes, primeros puestos, ni
hemos de buscar rodearnos solamente de aquellos que consideramos ‘importantes’
sino que nuestro espíritu tiene que estar siempre abierto a todos. Es el estilo
nuevo de los valores nuevos que Jesús nos está enseñando.
Qué importante
que todos nos sintamos como hermanos, que todos nos sintamos iguales, que
seamos acercarnos con sencillez y humildad a los demás, que nunca vayamos por
la vida apabullando a los demás porque los consideremos inferiores, que si hay
en nosotros unas cualidades o unos valores seamos capaces de desarrollarnos no
para ponernos en un estadio superior sino que precisamente esa riqueza de
nuestros dones enriquezca también a los demás. Es cierto que no todos tenemos
las mismas responsabilidades ni tenemos las mismas capacidades o cualidades,
pero esa responsabilidad y esa capacidad la tenemos que contemplar como un
servicio que yo puedo y tengo que prestar a los demás.
La humildad
que nos está pidiendo Jesús en nuestras relaciones entre unos y otros no significa
por un lado ocultar aquellos dones de los que estoy dotado, ni haciendo alarde
de mis valores servirme de ello para humillar a los demás. Por eso el corazón
humilde, reconociendo incluso la riqueza de dones de su vida, tiene sin embargo
una capacidad ilimitada de generosidad y de espíritu de servicio. El hombre
humilde está pronto para despojarse siempre de sus vanidades y ceñirse la
toalla del servicio asumiendo generosamente las responsabilidades de la vida
que será también sentir como propio las necesidades de los demás.
Hoy nos habla
de no pelearnos por primeros puestos ni lugares de honor y nos habla de
compartir no con aquel que un día te va a pagar ese mismo servicio que ahora tu
le prestas, sino con aquellos que nada tienen y que quizá no podrán corresponderte
más allá de una buena palabra de agradecimiento.
No invites a
tus amigos y a quienes un día también pueden invitarte a ti; eso lo hace
cualquiera, como nos dirá en otro momento del evangelio cuando nos habla del
amor, de la generosidad y del perdón. No hagas alarde de lo que haces o de lo
que tienes, sino que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha, nos dirá
en otra ocasión.
No esperes
nunca a que el otro sea el que dé el primer paso, sino que tus pies siempre
estén dispuestos para ser los primeros que se pongan en marcha para encontrar
al que está herido y caído en el camino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario