Joel, 3, 12-21;
Sal. 96
Lc. 11, 27-28
El entusiasmo por Jesús entre las gentes sencillas es algo que se repite en el evangelio. Son muchas las expresiones de este entusiasmo ante sus palabras, ante sus milagros, ante todo lo que va surgiendo en los corazones de los pequeños, de los sencillos, de los humildes cuando se van encontrando con Jesús. Es a ellos a quienes se manifiestan los misterios del Reino de Dios. Son los que tienen un corazón humilde y sencillo los que pueden ir descubriendo el misterio de Dios que se manifiesta en Jesús. Recordemos cómo Jesús da gracias al Padre porque revela estas cosas no a los sabios y entendidos sino a los sencillos y a los pequeños.
Se admiraban de la autoridad de su palabra, del poder de Dios se manifestaba en sus acciones y milagros. ‘Nadie ha hablado con igual autoridad’, decían. ‘Un profeta ha aparecido entre nosotros’, exclamaban viendo el actuar de Jesús. ‘Dios ha visitado a su pueblo’, proclamaban otros corroborando así con esa fe sencilla lo que habían anunciado los profetas e incluso el anciano Zacarías había proclamado también ya desde el nacimiento de Juan. Podríamos recordar muchas páginas del evangelio.
Hoy es una mujer sencilla del pueblo, anónima porque su voz surge como un grito en medio de la multitud, la que admirándose de la autoridad y poder de Jesús se fija sin embargo en la dicha de la madre. ¡Dichosa madre que tiene un hijo así! Será una mujer, una madre quizá, la que piense en la madre, en la dicha de la madre de tal hijo. Se suele decir que detrás de un gran hombre tiene que haber siempre una gran mujer, una gran madre. Era el caso de Jesús y de María.
Es natural esa explosión de júbilo del corazón de aquella mujer. ‘¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!’ Una expresión llena de encanto, de ternura, de poesía. Es la forma de hablar de los orientales y de los semitas que utilizan muchas imágenes en su lenguaje.
Pero ya escuchamos y hemos comentado muchas veces la réplica de Jesús, que de ninguna manera pretende rebajar la posición de la madre. Es más, es una alabanza, una bienaventuranza también para María. ¿Quién ha sido capaz de acoger como lo hizo María en su corazón la Palabra de Dios en la vida? Por eso decimos que estas palabras son una bienaventuranza también para María.
María la que sabía leer con su corazón todo lo que el Señor le revelaba y daba a conocer. Guardaba en su corazón todo cuanto sucedía porque en esas cosas, aunque algunas veces no las comprendiera, ella sentía que Dios le hablaba. Se pondrá a considerar el significado de las palabras del saludo del ángel que no acababa de entender, pero también iba guardando y rumiando en su corazón todas aquellos acontecimientos soprendentes que rodearon el nacimiento y la infancia de Jesús.
‘¡Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen!’ Una nueva bienaventuranza de Jesús a añadir a las proclamadas en el sermón del monte. Ha sido una constante de Jesús el decirnos cómo tenemos que escuchar y acoger la Palabra de Dios. Como un edificio plantado sobre los cimientos de la roca firme son los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen. Que no basta decir ¡Señor, Señor!, nos dirá en otra ocasión. Que no es sólo con palabras bonitas cómo vamos a expresar una fe que implica un seguimiento radical de Jesús, sino que tiene que ser con toda la vida.
Queremos nosotros también alabar y bendecir al Señor por tantas maravillas de amor con las que se nos manifiesta. Queremos alabar y bendecir al Señor, sí, porque nos ha dado a María y en ella tenemos el mejor ejemplo de cómo plantar en nuestro corazón la Palabra de Dios. Queremos alabar y bendecir al Señor que nos da cada día la posibilidad de escuchar su Palabra y a nosotros también nos llamará dichosos y felices porque queremos escucharla con corazón humilde y sencillo, y queremos ser esa tierra buena que haga posible que la semilla de fruto al ciento por uno. Dichosos nosotros, si somos capaces de plantar la Palabra en nuestro corazón y nuestra vida.