Aprendamos
a tener esa mirada de Dios, llenarnos de su Espíritu y tener esa nueva
sabiduría que en una reflexión creyente podemos descubrir dejándonos infundir
por el Espíritu del Señor
1Juan 2,3-11; Sal 95; Lucas 2,22-35
Hay sabidurías que no siempre se aprenden en libros. Extiéndanme bien
que por supuesto en lo que otros nos trasmiten a través de lo escrito nos están
trasmitiendo de su saber y de su sabiduría. Pero hay cosas que aprendemos de
otra manera, cuando en la vida sabemos tener una mirada honda sobre lo que nos
va sucediendo; la vida misma y cuanto nos sucede es un hermoso libro que
tenemos en nosotros mismos cuando rumiamos, repensamos una y otra vez cuanto
nos sucede.
Así solemos hablar de la sabiduría de los mayores, porque la
experiencia reflexionada de los años va dejando ese poso de sabiduría, no ya
solo en su mente sino en su corazón, que luego quizás nos trasmitirán, sí, con
una palabra, un gesto, o es su vida misma. Encontraremos esa reflexión, ese
comentario acertado que tanto nos puede ayudar si sabemos escucharlo allá en lo
hondo del corazón. Cuántas personas encontramos así en nuestro entorno.
Y cuando esta vida la vamos viviendo desde la fe sabemos muy bien que
el Espíritu divino, el Espíritu de Sabiduría va actuando en nuestro interior, y
así en esa nueva sabiduría de la vida va descubriendo el sentido de Dios y
también lo que el Señor nos va señalando para nuestro camino. Es ya una mirada
de fe que nos llena de la sabiduría de Dios.
Hoy en el texto del evangelio nos encontramos a unas personas llenas
de esa sabiduría de Dios, llenas del Espíritu del Señor, que en sus palabras y
en sus gestos reflejaran esa sabiduría que llevan en su corazón. Fue en el
episodio de la presentación de Jesús, como primogénito, en el templo al Señor y
la purificación de María, como prescribía la ley de Moisés. Cuando llegan María
y José con el Niño para hacer las ofrendas rituales les sale al paso el anciano
Simeón.
Allí está aquel anciano lleno de la Sabiduría del Espíritu para
descubrir en aquel niño entre tantos que quizá en aquel momento fueran también
presentado al Señor, al Salvador anunciado por los profetas y esperado con
ansia por el pueblo de Israel. ‘Mis
ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos:
luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel’, y canta bendiciones para Dios. Estaba
lleno de la Sabiduría de Dios; aquello que por sus años podíamos descubrir en
él, pero que había crecido y crecido en su interior por su fe y su esperanza
puesta en el Señor.
Desearíamos nosotros ver
con nuestros ojos, como lo vio el anciano Simeón o como Jesús les decía a los discípulos
que eran dichosos porque podían ver lo que tanto ansiaron los patriarcas y
profetas y no pudieron ver. Quizá nosotros podamos sentir la nostalgia de no
haber estado en aquel momento en el templo o haber sido testigos de tantos hechos
de la vida de Jesús.
Pero nosotros sí podemos
ver; abramos los ojos de la fe que nos llena de la sabiduría de Dios y podemos
descubrir cómo El también se nos manifiesta a nosotros. Abramos lo ojos de la
vida para ver con distintos ojos, con distinta mirada a los hombres y mujeres
que caminan a nuestro lado, para ver con una mirada distinta cuando nos sucede
o sucede en nuestro entorno y podremos tener esa sabiduría del Espíritu para
descubrir cuantas cosas el Señor nos revela y manifiesta y como se nos manifiesta también a nosotros hablándonos
al corazón.
Por allí estaba también
aquella piadosa anciana, Ana, que también canta la alabanza del Señor por lo
que sus ojos pudieron ver al mismo tiempo que habla y comunica a cuantos
quieran escucharla los anuncios de la misericordia del Señor que se hace
presente, Emmanuel, entre ellos.
Que aprendamos a tener esa
mirada de Dios, a llenarnos de su Espíritu, a tener esa nueva sabiduría que en
una reflexión creyente podemos descubrir en cuanto nos suceda o en cuantos están a nuestro
alrededor. Aprendamos a tener esa sabiduría de Dios a dejarnos infundir por el Espíritu
del Señor.