Como
María, la mujer profundamente creyente, tenemos que tener bien abiertos los
ojos de la fe para no desviarnos del misterio que vamos a celebrar
Miqueas 5, 2-5ª; Sal 79; Hebreos
10, 5-10; Lucas 1, 39-45
‘¡Dichosa tú, que has
creído! porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá’. Es la alabanza con la que saluda Isabel
a su prima cuando llega a su casa. Simplemente se han encontrado y se han
saludado con los saludos de rigor con la afectuosidad muy propia de aquellos
lugares. Pero ha habido una sintonía casi sin palabras en lo que Isabel, que
tenemos que reconocer es también una mujer profundamente creyente sabe
descubrir cuanto sucede en María, cuanto está viviendo María.
¡Cómo nos cuestiona, nos
interroga, nos estimula encontrar a nuestro lado personas verdaderamente
creyentes! Alguien me podría decir, ‘yo creo’, ‘yo tengo fe’, y
no parece que sea algo tan extraordinario. Sí es algo extraordinario, porque
ser creyente de verdad no es cuestión de hacernos unas afirmaciones acerca de
Dios pero dejar que todo siga igual, que mi vida siga igual. No es que tengamos
que poner la cara de la ocasión o de las circunstancias, pero sí tiene que
haber algo en el creyente que se refleja en su vida, en sus actitudes, en sus
posturas y compromisos.
Aquí estamos escuchando una
bienaventuranza que no está en la lista de las proclamadas por Jesús en el
sermón del monte, pero que sí tenemos que decir que está en la base de todas
ellas, porque sin esa actitud profundamente creyente no podremos llegar a
entender ni a vivir toda la profundidad de las palabras que luego allí Jesús va
a pronunciar.
Es la persona que se fía y
se confía, que sabe descubrir una presencia pero se deja invadir por ella que
es la presencia y la fuerza del Espíritu de Dios, que sabe abrirse desde lo más
profundo a lo trascendente y se deja encontrar por Dios, abre su corazón y su
vida al misterio de Dios aunque sienta que es mas grande que su propia
capacidad humana para comprenderlo pero sabe decir sí; es el que sabe abrir los
oídos de su corazón para sentir la voz de Dios allá en lo más profundo de si
mismo y se va dejar seducir por esos planes de Dios que se le revelan en lo más
intimo aunque pudieran ir por otros derroteros que los planes que previamente
por si mismo se había trazado.
Es el que sabe hacer ese
silencio en su interior para escuchar la voz de Dios, pero que nunca le dejará
estático sino que siempre va a sentir el impulso de ponerse en camino. Es el
que sabe sentir la paz de Dios en su corazón, por muy fuertes que sean las
batallas y los ruidos que suenen en su exterior, pero que sabrá abrirse paso en
medio de sus tormentas de la vida sin perder esa paz, sino más bien queriendo
llevar, queriendo contagiar de esa paz a los demás.
El autentico creyente sabe
ser un místico porque vive siempre en esa presencia de Dios, pero al mismo
tiempo es una persona comprometida con la vida que es capaz de meterse en mil
batallas con tal de lograr no solo ser mejor el mismo, sino hacer que el mundo
que lo rodea sea también mejor. No se cruza de brazos ni está esperando a que
lo busquen sino que sabrá salir al encuentro de los otros con la disponibilidad
y la generosidad del servicio y del amor.
María fue la que se abrió
al misterio de Dios que se le revelaba con el anuncio del ángel. Y aunque los
planes de Dios le sobrepasaba lo que ella creía que eran sus fuerzas porque
solo se sentía una humilde esclava sin embargo se dejó cautivar por los planes
de Dios y poniendo toda su confianza en El fue capaz de decir Sí. Era grande lo
que a ella le sucedía cuando se dejó inundar por el Espíritu de Dios, pero eso
mismo la hizo ponerse en camino. No importaban las dificultades de un largo
camino porque ella se dejaba conducir por Dios. Se sentía transfigurada
interiormente pero eso no le impedía seguir sintiéndose la humilde esclava que
en todo había de buscar y hacer lo que era la voluntad de Dios.
Así llegó a la montaña a
casa de Isabel y se encontró con otra mujer humilde pero también en la misma sintonía
de Dios, una mujer también profundamente creyente que fue capaz de descubrir su
secreto y su misterio. ‘¿De donde que venga a mi la madre de mi Señor?’,
fue el reconocimiento de Isabel. Así se intercambian los saludos y las
alabanzas resaltando lo que era la fe y lo que era el amor. Nada les podía
perturbar ni alejar de aquel misterio grande que en ellas y especialmente en
María se estaba manifestando.
Ese cuadro tenemos ante
nuestros ojos en la víspera de celebrar la navidad. Creo que tenemos que tener
bien abiertos los ojos de la fe para no desviarnos del misterio que vamos a
celebrar. Muchas cosas incluso buenas podrían perturbarnos y distraernos. El
misterio del nacimiento del Hijo de Dios en la carne tiene que estar en el
centro y ser el centro de todo.
Es cierto que cuando
celebramos ese misterio nos llenamos de alegría y no podía ser menos; es cierto
que tenemos que sentirnos impulsados al amor, y sentir verdaderos deseos de paz
y de armonía con todo el mundo y es bueno que nos acerquemos los unos a los
otros, que nos reencontremos las familias y los amigos, que sintamos la
urgencia de la paz y pongamos muchos gramos de fraternidad y armonía en nuestro
trato entre unos y otros.
Pero cuidado que buscando
todo eso, queriendo vivir todo eso al final nos quedemos en una fiesta más, sí
con buena voluntad, pero que nos olvidemos del misterio que lo motiva y que
tiene que ser el centro de nuestra vida. Nuestra fe tiene que estar muy
presente para que lleguemos a ese verdadero encuentro con nuestro salvador y
nuestra vida se transforme con su presencia y podamos vivir, si, con toda
intensidad todas esas cosas que queremos hacer y celebrar en estos días. Pero
que los árboles no nos impidan ver el bosque, que todas esas cosas no nos
impidan ver a Dios, ver el misterio de Dios en el nacimiento de Jesús.
A María ni aquel largo
camino, ni las efusiones de alegría en el encuentro con su prima a la que iba a
servir, le hicieron perder de vista nunca el misterio que en su corazón se
estaba realizando.
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