Hebreos, 9, 2-3.11-14
Sal. 46
Mc. 3, 20-21
Como hemos venido reflexionando en la carta a los Hebreos que se nos ofrece de forma continuada en estos días se nos quiere presentar el Sacerdocio de Cristo, Sumo y eterno Sacerdote de la Nueva Alianza.
Para ello se nos hace una comparación con el sacerdocio del Antiguo Testamento y el culto del templo de Jerusalén. Así hoy se nos ha descrito como era el Santuario del Templo de Jerusalén, o la llamada también Tienda del Encuentro. Dividido en dos partes por una cortina – ya comentaremos algo de la cortina – la primera, llamada el Santo, era donde estaba el Candelabro de los siete brazos, la mesa para los panes de la ofrenda y era allí donde cada día entraba el sacerdote en la mañana y en la tarde para hacer la ofrenda del incienso.
Hay cosas que conocemos pero no siempre unimos lo suficiente, pero recordemos que era aquí donde entró el sacerdote Zacarías para hacer la ofrenda del incienso, como nos narra Lucas en su evangelio, cuando se le manifestó el ángel del Señor para anunciarle el nacimiento de su hijo, Juan, que iba a ser el Precursor del Mesías.
El otro recinto de la Tienda del Encuentro era el Santísimo, donde en su tiempo se conservaba el Arca de la Alianza, y donde entraba el Sumo Sacerdote una vez al año el día de la Expiación. Mencionamos la cortina que separaba los dos recintos, y podemos recordar cómo un evangelista nos dice que al morir Jesús en la Cruz el velo del templo se rasgó – ‘en ese momento la cortina del templo se rasgó por la mitad’, que nos dice san Lucas y san Marcos -; hecho bien significativo para referirnos cómo comenzaba un nuevo tiempo, el tiempo de la Nueva Alianza, en la Sangre de Jesucristo para la Alianza nueva eterna.
Ya no eran necesarios los sacrificios antiguos. ‘Cristo ha venido como Sumo Sacerdote de los tiempos definitivos. Su templo es más grande y más perfecto; no hecho por manos de hombre…’ Recordamos que los sacerdotes ofrecían cada día sacrificios, por sus propios pecados y por los del pueblo. Pero ahora ya hay un solo sacrificio, el de Cristo, derramando su Sangre en la Cruz. No son necesarios los sacrificios de animales, ni es necesario repetir el sacrificio. ‘Cristo lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo…’ Como nos dice el texto de hoy: ‘Y así ha entrado en el santuario una vez para siempre, consiguiendo la liberación eterna’.
Somos nosotros los redimidos en la Sangre de Cristo, Sangre de la Alianza nueva y eterna. Es la Sangre de Cristo la que nos purifica y santifica de verdad. ‘Si la sangre de los machos cabríos y de toros y el rociar de las cenizas de una becerra tienen el poder de consagrar a los profanos, devolviéndoles la pureza externa; cuánto más la sangre de Cristo que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha para purificarnos’ y arrancarnos de la muerte y darnos nueva vida ‘llevándonos al culto del Dios vivo’.
Por el sacrificio de Cristo hemos sido purificados y hechos hijos de Dios, dándonos nueva vida. Por los sacramentos participamos en la muerte y en la resurrección del Señor. Eso ha sido el bautismo y eso es cada uno de los sacramentos que vivimos y celebramos. Que en verdad nos dejemos lavar en la Sangre del Cordero, en la Sangre de Cristo. Que en Cristo podamos por la fuerza del Espíritu dar ese culto verdadero al Padre.