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sábado, 24 de enero de 2009

Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza

Hebreos, 9, 2-3.11-14

Sal. 46

Mc. 3, 20-21

Como hemos venido reflexionando en la carta a los Hebreos que se nos ofrece de forma continuada en estos días se nos quiere presentar el Sacerdocio de Cristo, Sumo y eterno Sacerdote de la Nueva Alianza.

Para ello se nos hace una comparación con el sacerdocio del Antiguo Testamento y el culto del templo de Jerusalén. Así hoy se nos ha descrito como era el Santuario del Templo de Jerusalén, o la llamada también Tienda del Encuentro. Dividido en dos partes por una cortina – ya comentaremos algo de la cortina – la primera, llamada el Santo, era donde estaba el Candelabro de los siete brazos, la mesa para los panes de la ofrenda y era allí donde cada día entraba el sacerdote en la mañana y en la tarde para hacer la ofrenda del incienso.

Hay cosas que conocemos pero no siempre unimos lo suficiente, pero recordemos que era aquí donde entró el sacerdote Zacarías para hacer la ofrenda del incienso, como nos narra Lucas en su evangelio, cuando se le manifestó el ángel del Señor para anunciarle el nacimiento de su hijo, Juan, que iba a ser el Precursor del Mesías.

El otro recinto de la Tienda del Encuentro era el Santísimo, donde en su tiempo se conservaba el Arca de la Alianza, y donde entraba el Sumo Sacerdote una vez al año el día de la Expiación. Mencionamos la cortina que separaba los dos recintos, y podemos recordar cómo un evangelista nos dice que al morir Jesús en la Cruz el velo del templo se rasgó – ‘en ese momento la cortina del templo se rasgó por la mitad’, que nos dice san Lucas y san Marcos -; hecho bien significativo para referirnos cómo comenzaba un nuevo tiempo, el tiempo de la Nueva Alianza, en la Sangre de Jesucristo para la Alianza nueva eterna.

Ya no eran necesarios los sacrificios antiguos. ‘Cristo ha venido como Sumo Sacerdote de los tiempos definitivos. Su templo es más grande y más perfecto; no hecho por manos de hombre…’ Recordamos que los sacerdotes ofrecían cada día sacrificios, por sus propios pecados y por los del pueblo. Pero ahora ya hay un solo sacrificio, el de Cristo, derramando su Sangre en la Cruz. No son necesarios los sacrificios de animales, ni es necesario repetir el sacrificio. ‘Cristo lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo…’ Como nos dice el texto de hoy: ‘Y así ha entrado en el santuario una vez para siempre, consiguiendo la liberación eterna’.

Somos nosotros los redimidos en la Sangre de Cristo, Sangre de la Alianza nueva y eterna. Es la Sangre de Cristo la que nos purifica y santifica de verdad. ‘Si la sangre de los machos cabríos y de toros y el rociar de las cenizas de una becerra tienen el poder de consagrar a los profanos, devolviéndoles la pureza externa; cuánto más la sangre de Cristo que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha para purificarnos’ y arrancarnos de la muerte y darnos nueva vida ‘llevándonos al culto del Dios vivo’.

Por el sacrificio de Cristo hemos sido purificados y hechos hijos de Dios, dándonos nueva vida. Por los sacramentos participamos en la muerte y en la resurrección del Señor. Eso ha sido el bautismo y eso es cada uno de los sacramentos que vivimos y celebramos. Que en verdad nos dejemos lavar en la Sangre del Cordero, en la Sangre de Cristo. Que en Cristo podamos por la fuerza del Espíritu dar ese culto verdadero al Padre.

viernes, 23 de enero de 2009

Los hizo sus compañeros

Hebreos, 8, 6-13

Sal. 84

Mc. 3, 13-19

De forma parca y sencilla nos narra Marcos la elección de los Doce Apóstoles. ‘Jesús subió a la montaña, llamó a los que quiso y se fueron con El’. Era algo importante esta elección de cara al Reino de Dios que Jesús estaba anunciando. Iban a ser el fundamento sobre el que se iba a constituir la nueva comunidad.

Jesús había comenzado invitando a todos a la conversión para creer en la Buena Noticia del Reino de Dios. Con los signos que iba realizando – los milagros -, sus palabras y su predicación en las sinagogas, en las casas, en la orilla del lago y en todo momento que le diera ocasión, con su cercanía estaba haciendo presente el Reino de Dios anunciado. Ayer mismo escuchábamos el número grande de discípulos que le seguían con gentes venidas no sólo de Galilea donde estaba, ‘una muchedumbre de Galilea’, pero también ‘acudìa mucha gente de Judea, de Jerusalén y d Idumea, de la Transfordania, de las cercanías de Tiro y Sidón’.

Pero ahora Jesús escoge a Doce ‘que se fueron con El… y a los doce los hizo sus compañeros…’ Es importante este irse con El y llamarlos compañeros. Compañeros no son los que ocasionalmente vienen, le escuchan y se van. Compañeros es algo más. Son los que hacen el mismo camino, los que están juntos, los comparten sentimientos y experiencia de vida, los que acercan el alma… Es una unión y una cercanía distinta.

A éstos Jesús les explicará con detalle las parábolas que le propone a todo el mundo. Con ellos se retirará a lugares tranquilos y apartados para descansar. A ellos mientras van de camino les explica con detalle muchas cosas. Con ellos se sentará en la misma mesa, y así les veremos compartiendo la cena pascual. En la Última Cena los llamará amigos. ‘A vosotros os llamo amigos porque os he comunicado todo lo que he recibido del Padre…’ En el Evangelio de Juan los llama amigos y en el evangelio que hoy hemos escuchado los llama compañeros. Es idéntico el sentido. ‘Los hizo sus compañeros para enviarlos a predicar, con poder para expulsar demonios…’ A ellos les iba a confiar una misión especial y por eso había que prepararlos de forma más intensa.

Es cierto que lo que estamos comentando vale expresamente para aquel grupo de los Doce por la misión que les iba a confiar como fundamento de su Iglesia. Pero nos vale también a todos. Si queremos vivir con intensidad nuestra fe y nuestra vida cristiana, si queremos también dar nuestro testimonio y ser apóstoles entre los que nos rodean, si queremos mantenernos íntegros en el camino del seguimiento de Jesús, también necesitamos de esa intimidad de Jesús, de ese encuentro vivo con Cristo allá en lo profundo de nuestro corazón.

Es el sentido profundo que tenemos que darle a nuestra oración. Oración como retirarnos a solas con el Señor para escucharle y para sentirle; oración, para abrirle nuestro corazón con todo lo que somos y lo que tenemos dentro en nuestros deseos o nuestras preocupaciones, nuestros dolores o nuestras alegrías; oración, cómo su luz se desparrama en nuestra vida y nos hace ver las cosas de manera distinta y nos hace sentir la fuerza de su Espíritu para nuestro caminar cristiano.

Tenemos que aprender a experimentar el gozo de la oración, la profundidad de nuestro encuentro con el Señor. Jesús a nosotros también nos llama y nos elige y quiere que vayamos a estar con El. Escuchemos a Jesús allá en lo hondo del corazón. Experimentemos la dicha de su presencia.

jueves, 22 de enero de 2009

Sumo Sacerdote, sentado a la derecha de Dios y Mediador de la Nueva Alianza

Hebreos, 7, 25-8 6

Sal. 39

Mc. 3, 7-12

‘Tenemos un Sumo Sacerdote tal que está sentado a la derecha del Trono de la Majestad en los cielos, y es ministro del Santuario y de la Tienda verdadera, construida por el Señor y no por hombre’. Manifiesta sí la carta a los Hebreos el Sacerdocio de Cristo, el que ‘subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre Todopoderoso’, como confesamos en el Credo.

Sigue hablándonos del Sacerdocio de Cristo, haciendo referencia como en comparación con el sacerdocio del Antiguo Testamento, con el sacerdocio del Templo de Jerusalén, como hemos visto repetidamente estos días. Hoy nos dice: ‘este sacerdocio están al servicio de un esbozo y vislumbre de las cosas celestiales’. Aquel sacerdocio del Antiguo Testamento era como una preparación del nuevo Sacerdocio de Cristo.

Un esbozo nos dice; cuando un artista va a elaborar un cuadro que ha de pintar, primero hace el esbozo de aquella pintura, trazando las líneas maestras o fundamentales; pero luego el cuadro será más completo y más perfecto. Así el Sacerdocio de Cristo. ‘Las palabras del juramento, posterior a la ley, consagran al Hijo, perfecto para siempre’, nos dice. Y continuará: ‘Mas ahora a Cristo le ha correspondido un ministerio tanto más excelente, cuanto mejor es la Alianza de la que es mediador, una Alianza basada en promesas mejores’. Cristo es el Sacerdote de la Nueva Alianza: la eterna, la definitiva.

Escuchábamos en páginas anteriores que ‘el Sumo Sacerdote, escogido entre los hombres, está puesto para representar a los hombres en el culto a Dios…’ Pero nos hablaba de un sacerdote, hombre como los demás y sujeto a las mismas limitaciones del pecado. Por eso podría compadecerse de sus hermanos. Pero también significaba que tenía que ‘ofrecer sacrificios por sus propios pecados como por los del pueblo’.

El nuevo Sacerdote, el Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, ‘ya no necesita ofrecer sacrificios cada día – como los sumos sacerdotes que ofrecían primero por los propios pecados, después por los del pueblo – porque lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo’. Ya no hay sino un único sacrificio, el Sacrificio de la Alianza Nueva y eterna, el Sacrificio de Jesús en la cruz. No necesitamos repetir nuevos sacrificios. Cuando nosotros celebramos no hacemos otra cosa que celebrar el único Sacrificio de Cristo.

Y esto nos llena de esperanza. Tenemos un intercesor definitivo en los cielos. ‘Jesús puede salvar definitivamente a los que por medio de El se acercan a Dios, porque vive siempre para interceder en su favor’. ¡Qué seguridad y qué confianza! Cristo intercede por nosotros. Por Cristo, en Cristo y con Cristo podemos nosotros dar la mayor gloria y honor a Dios Padre. Es lo que hacemos cada vez que celebramos la Eucaristía.

Que, entonces, cada vez que celebremos la Eucaristía alcancemos esa gracia y esa salvación que necesitamos. Que nos llenemos de su vida. Que tributemos la mayor gloria a Dios uniéndonos a Cristo en la celebración de la Eucaristía.

miércoles, 21 de enero de 2009

Un amor que nos dulcifica y humaniza y nos acerca a Dios

Hebreos, 7, 1-3.15-17

Sal. 109

Mc. 3, 1-8

El amor es lo que de verdad dulcifica a la persona y lo hace realmente más humano.

¿Por qué surge esta reflexión en mi corazón con estas conclusiones? Lo hago partiendo del hecho que nos cuenta hoy el evangelio. ‘Entró Jesús otra vez en la sinagoga y habia allí un hombre con parálisis en su brazo. Estaban al acecho, para ver si curaba en sábado y acusarlo’.

Los judíos eran unos cumplidores fieles de la ley del Señor. Pero entre ellos estaba el partido de los fariseos que eran aún más rigurosos que los demás. Como les echaría en cara Jesús en alguna ocasión ‘pagáis el diezmo hasta por el comino y por la hierbabuena’. Poco menos que tenían contados los pasos que podían dar el sábado, porque superar una distancia equivalía a trabajar. No nos extrañe, pues, que estuvieran acechando a Jesús para ver si curaba en sábado. Cumplidores a rajatabla de la letra de la ley, sin embargo les faltaba espíritu. Es lo que Jesús viene a enseñarnos. El espíritu que hemos de darle a las cosas que hacemos, con un toque de humanidad y cordialidad.

Lo necesitamos en la vida. No nos podemos contentar con cumplir, con hacer las cosas de manera formal. Podemos ser muy cumplidores, como decimos tantas veces, yo no ofendo a nadie. Pero él en su sitio y yo el mío. Y ponemos una barrera infranqueable, la distancia, la frialdad en la relación. No lo molestamos, pero realmente ¿qué es lo bueno que hacemos por el otro? Una relación así se vuelve fría. Nos hace intratables por las distancias que ponemos por medio. Como yo soy cumplidor, estoy mirando con lupa lo que hace el otro y me vuelvo intransigente y desconsiderado. No tendré la capacidad de compresión y juzgaré y condenaré. Me falta el aceite del amor para que no chirríe mi vida en el contacto con los otros.

No le hago nada malo, pero no he sido capaz de poner cordialidad. Poner cordialidad es poner corazón, es poner cercanía, es poner comprensión, es poner amor. Cuando ponemos amor así nuestras relaciones se vuelven más fáciles, están humanizadas. Porque no somos robots, sino que somos personas con capacidad de amar y de ser amados.

Cuando nos hacemos humanos, porque ponemos amor y comprensión, estamos acercándonos más a Dios. Porque Dios es amor. Porque donde hay caridad y amor allí esta Dios. Nos hacemos humanos y comenzamos a ser divinos, porque comenzamos a participar del amor divino de Dios. Del Dios que nos creo para amar y para recibir amor.

Esto lo podemos aplicar a muchas cosas en las que podemos contentarnos con cumplir la norma o el rito, pero sin poner alma. Me miro a mi mismo y me pregunto por mis celebraciones, por ejemplo. No me puedo contentar con realizar con toda fidelidad el rito con sus rúbricas. Tengo que poner vida. Porque allí en la celebración tiene que estar mi vida y mi función como sacerdote es que esté también la vida de todos los que estamos celebrando y la vida de la Iglesia. Y este calor humano tengo que ponerlo en la celebración, realizando con fidelidad el rito, pero poniendo el alma del amor, porque es un encuentro de amor con el Señor, y es un encuentro de amor de los hermanos que allí estamos reunidos en asamblea litúrgica. Nos falta muchas veces ese calor humano en nuestras celebraciones y así tampoco las hacemos divinas.

Dejemos que el Espíritu del Señor se haga presente en nuestro corazón. Es Espíritu de vida y es Espíritu de amor.

martes, 20 de enero de 2009

TEstigos de una fe lleno nuestro espíritu de paz

1Pd. 3, 14-17

Sal. 33

Mt. 10. 28-33

Recordamos todos aquel texto del Apocalipsis que se proclama en la festividad de Todos los Santos que tras describirnos aquella multitud innumerable vestidos con vestiduras blancas y palmas en sus manos se escucha la pregunta: ‘Esos que van con vestiduras blancas y palmas en sus manos, ¿Quiénes son y de donde han venido?... Esos son los que vienen de la gran tribulación, han lavada y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero…’

Es el ejército incontable de los mártires, que derramaron su sangre, dieron el testimonio de su vida, entre los que se encuentra el mártir Sebastián que celebramos en este día. Derramaron su sangre pero fueron lavados en la Sangre del Cordero y hoy glorifican al Señor en el cielo y son para nosotros un hermoso testimonio que nos alienta en el camino no siempre fácil del recorrido de nuestra fe.

‘No teman a los que sólo pueden matar el cuerpo…’ nos dice hoy Jesús en el Evangelio. ‘Felices ustedes cuando sufran por la justicia, no teman sus amenazas ni se turben…’ nos decía Pedro en su carta. Nos lo repite Jesús en el Evangelio en muchas ocasiones prometiéndonos que su Espíritu estará en nosotros poniendo palabras en nuestros labios y fuerza en nuestro corazón para el testimonio que tenemos que dar.

Como decíamos en este día celebramos a san Sebastián. Bautizado en Milán, pertenecía a las milicias imperiales y prestaba sus servicios en Roma. Pero su testimonio era valiente persuadiendo a sus compañeros, visitando a los cristianos que estaban encarcelados. Habiendo llegado a oídos del emperador Maximino, lo condenó a morir asaeteado. Es la figura que se nos presenta siempre de san Sebastián en sus imágenes. Pero no murió en el martirio y su cuerpo fue recogido por cristianos que lo curaron hasta que se restableció.

Aunque aconsejado para que se alejase de Roma insistió en su apostolado y en su testimonio valiente, lo que hizo que volvieran a denunciarlo ante el emperador que ahora manda que lo azotaran hasta morir. Su cuerpo está enterrado en las catacumbas junto a la Vía Apia.

Hermoso es el testimonio de Sebastián y de todos los mártires que no temieron la muerte. Entregaban libremente su vida. Ya vemos cómo incluso a Sebastián le aconseja que se aleje de Roma para conservar la vida, pero él no teme la muerte. Sabe dónde está su fuerza. Como Jesús que sube libremente hasta Jerusalén sabiendo que allí va a ser entregado en manos de los gentiles y que morirá crucificado. ‘Yo doy libremente mi vida, no me la arrebatan…’ diría Jesús. Gritará es cierto en Getsemaní ‘Padre, si es posible que pase de mí este cáliz sin que lo beba…’ pero por encima de todo está cumplir la voluntad del Padre. Es así nuestra Redención.

Testimonio de fe y de libertad de espíritu el que nos ofrecen los mártires. Ojalá supiéramos nosotros mantener así la integridad de la fe, la constancia en nuestro testimonio cristiano, aunque no nos sea fácil. No entenderá el mundo el testimonio cristiano que nosotros podamos dar, pero tenemos que ser testigos que proclamemos íntegramente nuestra fe. La sangre de los mártires es semilla de cristianos, siempre se ha dicho, porque es una semilla regada con la sangre, con el amor más entregado y siempre al final producirá fruto porque puede hacer surgir en el corazón de los demás el interrogante por esa fe de la que somos capaces de dar testimonio incluso con nuestra sangre.

El camino de nuestra vida siempre está lleno de contrariedades, ya sean las dificultades que podamos soportar para testimoniar nuestra fe o para mantener su integridad en nuestra vida, o ya sea porque la vida misma está llena también de contrariedades y problemas porque no alcanzamos lo que deseamos, porque surgen enfermedades o estamos llenos de muchas debilidades e impotencias, o porque muchas veces se nos puede hacer difícil la convivencia con aquellos que nos rodean.

Ahí tenemos que mostrar la madurez de nuestra fe. Porque es ahí, en esas contrariedades que nos surgen de una forma u otra, donde tenemos que presentarnos como hombres creyentes y a los que la fe nos ayuda precisamente a afrontar la vida de una forma distinta. El verdadero creyente, el cristiano maduro en su fe, no se ve sobrepasado por esas dificultades, sino que siempre sabrá mantener la paz en su corazón. A los problemas y contrariedades se nos suele decir que tengamos paciencia. A mi me gusta decirlo de esta manera, no perdamos paz, la ciencia de la paz en todo momento para que no nos falte en nuestro espíritu. Y así estaremos dando testimonio de esa fe que anima nuestra vida. Podríamos decir es nuestro martirio.

Que san Sebastián nos alcance esa gracia del Señor. Que nunca nos falte la paz en nuestro corazón que es una forma también de dar nuestro testimonio cristiano.

lunes, 19 de enero de 2009

Tú eres Sacerdote eterno,según el rito de Melquisedec

Hebreos 5, 1-10

Sal.109

Mc. 2, 18-22

‘Tú eres Sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec’. Lo hemos repetido en el salmo y se nos ha proclamado en la carta a los Hebreos. El texto que hoy hemos escuchado es una proclamación de Jesucristo como Sumo y Eterno Sacerdote.

Pero el autor sagrado para hablarnos del sacerdocio eterno de Cristo antes nos ha hablado de lo que es un sacerdote, cuál es su función. Para eso ha querido tomar como referencia el sacerdocio del Antiguo Testamento, el sacerdocio del templo de Jerusalén.

‘El Sumo Sacerdote, escogido entre los hombres, está puesto para representar a los hombres en el culto a Dios; para ofrecer dones y sacrificios por los pecados’. Es el mediador, el que ofrece los sacrificios que los hombres quieren ofrendar a Dios. No es un sacerdote que lo sea por sí mismo, sino que es un escogido de Dios. ‘Nadie puede arrogarse este honor; Dios es quien llama, como en el caso de Aarón’.

Escogido entre los hombres, es un hombre pecador como todos, y por ello puede comprender mejor los pecados y las debilidades de todos. ‘El puede comprender a los ignorantes y extraviados, ya que él mismo está envuelto en debilidades’. Por eso a la hora de ofrecer el sacrificio lo hace también por sí mismo. ‘A causa de ellas tiene que ofrecer sacrificios por sus propios pecados, como por los del pueblo’.

Pero con Cristo comienza un nuevo sacerdocio. ‘Tu eres mi Hijo, yo te he engendrado… Tú eres Sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec’. Es un nuevo sacerdocio que no tiene la caducidad del sacerdocio del templo de Jerusalén. Es un sacerdocio eterno. Y se dice según el rito de Melquisedec, porque éste fue un sacerdote que aparece en la antigüedad, antes incluso de la existencia del propio pueblo escogido, sacerdote del Dios Altísimo, al que incluso Abrahán acude para ofrecer los sacrificios al Señor. Por eso se hace esta referencia al rito de Melquisedec.

Cristo, Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, ya no necesita ofrecer sacrificios por sí mismo, porque El no tiene pecado, aunque cargó con todos nuestros pecados. Y no ofrece sacrificios de animales ni de víctimas expiatorias porque hace la ofrenda de sí mismo en el Sacrificio de la Cruz. ‘A pesar de ser Hijo aprendió, sufriendo, a obedecer’. El que había dicho que su alimento era hacer la voluntad del Padre; el que al entrar en el mundo había exclamado ‘Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad’, como hemos reflexionado ya recientemente.

Es un sacrificio eterno, el sacrificio de la Nueva Alianza. Es su Sangre derramada, sangre de la Alianza Nueva y Eterna. Es el único y definitivo sacrificio. Ya no necesitamos hacer otros sacrificios. Nos basta el Sacrificio ofrecido por Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote. Por eso, nosotros lo que hacemos es hacer presente ese sacrificio. No es una simple memoria o recuerdo. Es memorial. Porque aquí y ahora cada vez que celebramos la Eucaristía está actualizándose, haciendo presente el único Sacrificio de Cristo.

Pidamos al Señor que nos dé su Espíritu para que lleguemos a entenderlo. Que nos ilumine y fortalezca la gracia del Espíritu santo para que podamos vivirlo.

domingo, 18 de enero de 2009

Dios nos habla por la mediación de los demás

Samuel. 3, 3-10.19; Sal. 39; 1Cor. 6, 13-15.17-20; Jn. 1, 35-42

Algunas veces nos creemos tan autosuficientes que nos creemos que todo podemos conocerlo o alcanzarlo por nosotros mismos. Tenemos que aprender a dejarnos guiar, a dejarnos a enseñar. Creo que para llegar a amar a alguien de verdad no sólo tenemos que conocerlo sino que muchas veces necesitamos a alguien que nos ayude a ir a su encuentro, que nos lleve a ese conocimiento y al final podamos amarlo. Podremos tener inquietudes en nuestro corazón, pero ¿cómo se han despertado o quién nos ha puesto esa inquietud en nuestro corazón y en nuestra vida?

Creo que en este sentido nos ilumina la Palabra de Dios escuchada en este domingo, tanto la primera lectura que nos habla del niño Samuel, como la trayectoria de aquellos primeros discípulos de Jesús en el Evangelio.

Juan y Andrés estarían llenos de inquietudes en su corazón como buenos judíos en la expectativa del Mesías que había de venir. Eso les haría ser discípulos del Bautista. Pero será éste quien les señale a Jesús, ‘he ahí al Cordero de Dios’. El que Juan lo señalara como el Cordero de Dios ya motivo que comenzaran a ponerse en camino de búsqueda de Jesús. ‘Los dos discípulos oyeron sus palabras y lo siguieron’.

Efectivamente ellos darían los pasos siguientes, pero Jesús también se dejó encontrar y los llevó con El. Y se establece el diálogo: ‘¿Qué buscáis?... Rabí, ¿dónde vives?... Venid y lo veréis’. Nos dirá el evangelista que ‘se fueron con El, vieron donde vivía y se quedaron con El’.

Si hablamos de la mediación del Bautista para que Andrés y Juan se encontraran con Jesús, vemos a continuación la mediación de Andrés para que Simón llegara hasta Jesús. ‘Hemos encontrado al Mesías’, fue lo primero que le dijo a Pedro tan pronto se encontró con él. Y también ‘lo llevó a Jesús’.

La fe cristiana se ha ido trasmitiendo a través de los siglos desde la Palabra proclamada desde la Iglesia, pero también desde el testimonio y la palabra que boca a boca nos trasmitimos los cristianos unos a otros.

¿Quién nos ayudó en principio a despertar la fe en nuestro corazón? Pensamos en nuestros padres que ya desde niños nos hablaron de Dios y nos fueron introduciendo en su conocimiento y en su fe. Pero también desde el testimonio de muchos cristianos a nuestro alrededor hemos ido haciendo que creciera nuestra fe. Y no podemos olvidar por supuesto la acción, la enseñanza, el magisterio de la Iglesia, y las celebraciones que en ella hemos vivido. Todo ha ido contribuyendo a que viviéramos nuestra fe y creciera nuestro conocimiento de Jesús.

No es, pues, algo que sólo por nosotros mismos hayamos adquirido. Tenemos que pensar que es Dios quien ha ido despertando esa inquietud en nuestro corazón, quien se ha valido de esas mediaciones para que despertemos a la fe y para que podamos ir creciendo de verdad en el conocimiento de Dios y de la vida cristiana.

Pero tenemos que reconocer que esa mediación para que crezcamos en nuestra vida cristiana no ha concluido. No concluye nunca. Porque el acercarnos al misterio de Dios, al misterio de Jesús es un camino largo y en él cada día tenemos que seguir avanzando más y más. Pero eso significa que aún tenemos que seguir dejándonos guiar. Algunas veces hay cristianos que dicen, ¿a mí que me van a enseñar? Yo soy cristiano de toda la vida. Están, podemos decir, en un grave error, porque el misterio de Dios no se agota y cada día el Señor, valiéndose de muchas mediaciones, se nos va manifestando más y más y podemos en consecuencia purificar, profundizar y madurar nuestra fe y nuestras actitudes cristianas. La fe es un don de Dios y es el quien la suscita en nuestro corazón.

Tenemos que aprender a escuchar a Dios que nos llama y quiere revelársenos también. Podemos confundir su voz. Como le pasó al joven Samuel. Lo escuchamos en la primera lectura. Dios lo llamaba y pensaba que era el sacerdote quien lo estaba llamando. ‘Vengo porque me has llamado’Aún no conocía Samuel al Señor, pues o le había sido revelada la palabra del Señor’. Como la llamada se repetía el sacerdote tuvo la sabiduría de descubrir que era la voz del Señor. ‘Si te llama alguien responde: Habla, Señor, que tu siervo te escucha’.

Hermosa lección la del sacerdote Elí y hermosa actitud de humildad para escuchar a Dios. ‘Habla, Señor, que tu siervo te escucha’. Querer escuchar a Dios, abrir nuestros oídos y nuestro corazón. Dejarnos enseñar. Poner disponibilidad en nuestro corazón para escuchar y para emprender el camino que el Señor nos señale. Dejarme encontrar por Dios y escuchar su llamada. No tener miedo a arriesgarnos a escuchar al Señor y a ponernos en camino. Dejarnos interpelar por su voz y por su palabra allá en lo más profundo de nuestra conciencia y en las actitudes fundamentales de nuestra vida. Estar dispuesto a cambiar lo que fuera necesario para seguir con mayor fidelidad la voz del Señor.

Y pensemos también en una cosa. Nosotros podemos y tenemos que ser mediación de Dios para los demás. Nuestra vida, nuestras actitudes, las cosas que hacemos y la manera de vivir, nuestras palabras tienen que ser voz como la de Juan el Bautista, Andrés o el sacerdote Elí, como hoy hemos escuchado, para que otros se encuentren también con Jesús. Lo que conocemos y vivimos no lo podemos guardar para nosotros mismos, sino que pronto, como Andrés que a la mañana siguiente ya le estaba hablando a Simón, tenemos que decir a los demás, nos hemos encontrado con Cristo, ven para que tú también lo conozcas.

Nosotros así por este camino conoceremos más a Dios y más lo amaremos y los demás también llegarán a un mayor conocimiento de su fe y podrán también amar más a Dios. Qué distinta sería nuestra vida y nuestro mundo, si tuviéramos siempre esta inquietud misionera en nuestro corazón.