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domingo, 18 de enero de 2009

Dios nos habla por la mediación de los demás

Samuel. 3, 3-10.19; Sal. 39; 1Cor. 6, 13-15.17-20; Jn. 1, 35-42

Algunas veces nos creemos tan autosuficientes que nos creemos que todo podemos conocerlo o alcanzarlo por nosotros mismos. Tenemos que aprender a dejarnos guiar, a dejarnos a enseñar. Creo que para llegar a amar a alguien de verdad no sólo tenemos que conocerlo sino que muchas veces necesitamos a alguien que nos ayude a ir a su encuentro, que nos lleve a ese conocimiento y al final podamos amarlo. Podremos tener inquietudes en nuestro corazón, pero ¿cómo se han despertado o quién nos ha puesto esa inquietud en nuestro corazón y en nuestra vida?

Creo que en este sentido nos ilumina la Palabra de Dios escuchada en este domingo, tanto la primera lectura que nos habla del niño Samuel, como la trayectoria de aquellos primeros discípulos de Jesús en el Evangelio.

Juan y Andrés estarían llenos de inquietudes en su corazón como buenos judíos en la expectativa del Mesías que había de venir. Eso les haría ser discípulos del Bautista. Pero será éste quien les señale a Jesús, ‘he ahí al Cordero de Dios’. El que Juan lo señalara como el Cordero de Dios ya motivo que comenzaran a ponerse en camino de búsqueda de Jesús. ‘Los dos discípulos oyeron sus palabras y lo siguieron’.

Efectivamente ellos darían los pasos siguientes, pero Jesús también se dejó encontrar y los llevó con El. Y se establece el diálogo: ‘¿Qué buscáis?... Rabí, ¿dónde vives?... Venid y lo veréis’. Nos dirá el evangelista que ‘se fueron con El, vieron donde vivía y se quedaron con El’.

Si hablamos de la mediación del Bautista para que Andrés y Juan se encontraran con Jesús, vemos a continuación la mediación de Andrés para que Simón llegara hasta Jesús. ‘Hemos encontrado al Mesías’, fue lo primero que le dijo a Pedro tan pronto se encontró con él. Y también ‘lo llevó a Jesús’.

La fe cristiana se ha ido trasmitiendo a través de los siglos desde la Palabra proclamada desde la Iglesia, pero también desde el testimonio y la palabra que boca a boca nos trasmitimos los cristianos unos a otros.

¿Quién nos ayudó en principio a despertar la fe en nuestro corazón? Pensamos en nuestros padres que ya desde niños nos hablaron de Dios y nos fueron introduciendo en su conocimiento y en su fe. Pero también desde el testimonio de muchos cristianos a nuestro alrededor hemos ido haciendo que creciera nuestra fe. Y no podemos olvidar por supuesto la acción, la enseñanza, el magisterio de la Iglesia, y las celebraciones que en ella hemos vivido. Todo ha ido contribuyendo a que viviéramos nuestra fe y creciera nuestro conocimiento de Jesús.

No es, pues, algo que sólo por nosotros mismos hayamos adquirido. Tenemos que pensar que es Dios quien ha ido despertando esa inquietud en nuestro corazón, quien se ha valido de esas mediaciones para que despertemos a la fe y para que podamos ir creciendo de verdad en el conocimiento de Dios y de la vida cristiana.

Pero tenemos que reconocer que esa mediación para que crezcamos en nuestra vida cristiana no ha concluido. No concluye nunca. Porque el acercarnos al misterio de Dios, al misterio de Jesús es un camino largo y en él cada día tenemos que seguir avanzando más y más. Pero eso significa que aún tenemos que seguir dejándonos guiar. Algunas veces hay cristianos que dicen, ¿a mí que me van a enseñar? Yo soy cristiano de toda la vida. Están, podemos decir, en un grave error, porque el misterio de Dios no se agota y cada día el Señor, valiéndose de muchas mediaciones, se nos va manifestando más y más y podemos en consecuencia purificar, profundizar y madurar nuestra fe y nuestras actitudes cristianas. La fe es un don de Dios y es el quien la suscita en nuestro corazón.

Tenemos que aprender a escuchar a Dios que nos llama y quiere revelársenos también. Podemos confundir su voz. Como le pasó al joven Samuel. Lo escuchamos en la primera lectura. Dios lo llamaba y pensaba que era el sacerdote quien lo estaba llamando. ‘Vengo porque me has llamado’Aún no conocía Samuel al Señor, pues o le había sido revelada la palabra del Señor’. Como la llamada se repetía el sacerdote tuvo la sabiduría de descubrir que era la voz del Señor. ‘Si te llama alguien responde: Habla, Señor, que tu siervo te escucha’.

Hermosa lección la del sacerdote Elí y hermosa actitud de humildad para escuchar a Dios. ‘Habla, Señor, que tu siervo te escucha’. Querer escuchar a Dios, abrir nuestros oídos y nuestro corazón. Dejarnos enseñar. Poner disponibilidad en nuestro corazón para escuchar y para emprender el camino que el Señor nos señale. Dejarme encontrar por Dios y escuchar su llamada. No tener miedo a arriesgarnos a escuchar al Señor y a ponernos en camino. Dejarnos interpelar por su voz y por su palabra allá en lo más profundo de nuestra conciencia y en las actitudes fundamentales de nuestra vida. Estar dispuesto a cambiar lo que fuera necesario para seguir con mayor fidelidad la voz del Señor.

Y pensemos también en una cosa. Nosotros podemos y tenemos que ser mediación de Dios para los demás. Nuestra vida, nuestras actitudes, las cosas que hacemos y la manera de vivir, nuestras palabras tienen que ser voz como la de Juan el Bautista, Andrés o el sacerdote Elí, como hoy hemos escuchado, para que otros se encuentren también con Jesús. Lo que conocemos y vivimos no lo podemos guardar para nosotros mismos, sino que pronto, como Andrés que a la mañana siguiente ya le estaba hablando a Simón, tenemos que decir a los demás, nos hemos encontrado con Cristo, ven para que tú también lo conozcas.

Nosotros así por este camino conoceremos más a Dios y más lo amaremos y los demás también llegarán a un mayor conocimiento de su fe y podrán también amar más a Dios. Qué distinta sería nuestra vida y nuestro mundo, si tuviéramos siempre esta inquietud misionera en nuestro corazón.

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