Hebreos, 7, 1-3.15-17
Sal. 109
Mc. 3, 1-8
El amor es lo que de verdad dulcifica a la persona y lo hace realmente más humano.
¿Por qué surge esta reflexión en mi corazón con estas conclusiones? Lo hago partiendo del hecho que nos cuenta hoy el evangelio. ‘Entró Jesús otra vez en la sinagoga y habia allí un hombre con parálisis en su brazo. Estaban al acecho, para ver si curaba en sábado y acusarlo’.
Los judíos eran unos cumplidores fieles de la ley del Señor. Pero entre ellos estaba el partido de los fariseos que eran aún más rigurosos que los demás. Como les echaría en cara Jesús en alguna ocasión ‘pagáis el diezmo hasta por el comino y por la hierbabuena’. Poco menos que tenían contados los pasos que podían dar el sábado, porque superar una distancia equivalía a trabajar. No nos extrañe, pues, que estuvieran acechando a Jesús para ver si curaba en sábado. Cumplidores a rajatabla de la letra de la ley, sin embargo les faltaba espíritu. Es lo que Jesús viene a enseñarnos. El espíritu que hemos de darle a las cosas que hacemos, con un toque de humanidad y cordialidad.
Lo necesitamos en la vida. No nos podemos contentar con cumplir, con hacer las cosas de manera formal. Podemos ser muy cumplidores, como decimos tantas veces, yo no ofendo a nadie. Pero él en su sitio y yo el mío. Y ponemos una barrera infranqueable, la distancia, la frialdad en la relación. No lo molestamos, pero realmente ¿qué es lo bueno que hacemos por el otro? Una relación así se vuelve fría. Nos hace intratables por las distancias que ponemos por medio. Como yo soy cumplidor, estoy mirando con lupa lo que hace el otro y me vuelvo intransigente y desconsiderado. No tendré la capacidad de compresión y juzgaré y condenaré. Me falta el aceite del amor para que no chirríe mi vida en el contacto con los otros.
No le hago nada malo, pero no he sido capaz de poner cordialidad. Poner cordialidad es poner corazón, es poner cercanía, es poner comprensión, es poner amor. Cuando ponemos amor así nuestras relaciones se vuelven más fáciles, están humanizadas. Porque no somos robots, sino que somos personas con capacidad de amar y de ser amados.
Cuando nos hacemos humanos, porque ponemos amor y comprensión, estamos acercándonos más a Dios. Porque Dios es amor. Porque donde hay caridad y amor allí esta Dios. Nos hacemos humanos y comenzamos a ser divinos, porque comenzamos a participar del amor divino de Dios. Del Dios que nos creo para amar y para recibir amor.
Esto lo podemos aplicar a muchas cosas en las que podemos contentarnos con cumplir la norma o el rito, pero sin poner alma. Me miro a mi mismo y me pregunto por mis celebraciones, por ejemplo. No me puedo contentar con realizar con toda fidelidad el rito con sus rúbricas. Tengo que poner vida. Porque allí en la celebración tiene que estar mi vida y mi función como sacerdote es que esté también la vida de todos los que estamos celebrando y la vida de la Iglesia. Y este calor humano tengo que ponerlo en la celebración, realizando con fidelidad el rito, pero poniendo el alma del amor, porque es un encuentro de amor con el Señor, y es un encuentro de amor de los hermanos que allí estamos reunidos en asamblea litúrgica. Nos falta muchas veces ese calor humano en nuestras celebraciones y así tampoco las hacemos divinas.
Dejemos que el Espíritu del Señor se haga presente en nuestro corazón. Es Espíritu de vida y es Espíritu de amor.
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