Cuando saboreemos en el amor nuestro encuentro con Dios estaremos siempre buscándole, deseando estar en el gozo de su presencia
1Juan 5-8; Sal 111; Lucas 18,1-8
Una virtud que muchas veces nos falla en la vida es la constancia. Nos
cuesta perseverar, mantener el ritmo, llegar hasta el final. Vienen los
cansancios cuando la meta parece que tarda en llegar y nos decimos para que
seguir luchando; no tenemos confianza en que podemos alcanzar el objetivo, la
meta, y nos entran las desganas, mil tentaciones de abandonar la lucha, de
tirar la toalla.
Es en nuestras luchas personales por tratar de superarnos, de mejorar
nuestra vida; nos cuesta trazarnos una meta y ser fieles y continuos en nuestra
lucha hasta conseguirlo; así nos cansamos de nuestros trabajos y queremos estar
cambiando siempre, no porque surjan iniciativas que nos lleven a un mayor
crecimiento sino quizás para rehuir el aburrimiento que decimos tenemos porque
nos parece todo siempre lo mismo. Es en el trabajo, es en nuestras
responsabilidades que quizá empezamos con mucha fuerza pero poco a poco nos
vamos desinflando, es en nuestra vida interior, en el crecimiento de nuestra
espiritualidad. En muchas cosas nos damos cuenta que nos cuesta perseverar, que
no somos lo suficientemente constantes.
Y aquí entra el tema que nos apunta Jesús hoy en el evangelio, la oración.
No somos perseverantes, porque quizá nuestra fe es floja y débil, porque no
terminamos de tener confianza en que el Señor nos escucha, o porque algunas
veces somos demasiado interesados y materialistas en lo que pedimos y siempre
el Señor nos va a dar lo mejor para nuestra vida; claro como no vemos lo que
nosotros ansiamos en esa superficialidad en que vivimos muchas veces, dejamos
pronto a un lado nuestra oración. No hemos aprendido por otra parte a saborear
la oración como tendríamos que hacerlo.
Nos dice el evangelista que Jesús nos propuso esta parábola ‘para
explicar a sus discípulos cómo tenían que orar sin desanimarse’. Y nos
habla de la viuda que pide justicia pero que no es escuchada. Pero ante su
insistencia al final el juez decide hacerle justicia aunque solo fuera por
quitársela de encima. La perseverancia de aquella mujer hizo que al final fuera
escuchada.
No es que Dios nos escuche con la actitud displicente de aquel juez.
La escucha que el Señor hace de nuestras plegarias entra en otra onda, porque
Dios nos ama, porque Dios es nuestro Padre ¿y qué padre no escucha a sus hijos?
Es no solo la perseverancia sino la confianza con que nosotros hemos de acudir
a Dios. El nos escucha.
Pero es lo que antes mencionábamos de paso, tenemos que aprender a
saborear nuestra oración. No es solo pedir, es disfrutar de la presencia de
quien sabemos que nos ama. Como el hijo se siente a gusto con su madre, como el
amigo busca la compañía del que sabe que le aprecia mucho y que es su amigo, es
el gozo de estar con Dios. No necesitamos en ocasiones palabras, sino dejar que
fluyan nuestros sentimientos; no necesitamos palabras sino saber que estamos
con quien nos ama.
Y ahí estaremos con nuestro amor y saboreando el amor de Dios; y ahí
estaremos con nuestros gozos y alegrías y gozándonos en Dios; y ahí estaremos
con nuestras necesidades que bien sabemos que Dios las conoce; y ahí estaremos
y seremos capaces de presentar ante la mirada de Dios a todos aquellos a los
que amamos para que sientan la mirada de Dios, para que sientan su bendición.
Cuando saboreemos así nuestro
encuentro con Dios ya no necesitamos que nos digan que seamos constantes,
porque siempre estaremos buscando a Dios, deseando estar en el gozo de su
presencia.