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domingo, 11 de noviembre de 2018

¿Hasta qué punto y en qué medida somos capaces de desprendernos de todo para poner absolutamente nuestra confianza en Dios?


¿Hasta qué punto y en qué medida somos capaces de desprendernos de todo para poner absolutamente nuestra confianza en Dios?

1Reyes 17, 10-16; Sal. 145; Hebreos 9, 24-28;  Marcos 12, 38-44

Estaba Jesús enfrente de la entrada del templo y el evangelista nos señala cómo Jesús iba observando toda aquella gente que iba entrando al templo.
Judíos devotos que cada día subían al templo para la oración en la hora de los sacrificios, lo ofrenda del pan de la mañana o los sacrificios vespertinos, gente que acudía para escuchar a los maestros de la ley que desparramados por aquellos pórticos hacían comentarios a la Ley y los Profetas, los que acudían con los animales para los sacrificios quizá entraran por otra puerta, cercana a la piscina de las ovejas pero por allí entrarían los cambistas con sus dineros para el cambio a la moneda del templo, peregrinos venidos de cualquier lugar de la tierra de Judá e Israel o llegados desde los lugares lejanos de la diáspora, gente sencilla, pequeños y grandes, niños y mayores, sacerdotes y levitas, saduceos y fariseos.
Y allí en el cepillo de las ofrendas iban dejando sus limosnas; unos callados y humildemente, otros quizá entre aspavientos que llamaran la atención de los circundantes para que vieran lo generoso de sus ofrendas. Jesús observa; solo él puede ver el corazón de los hombres y las rectas intenciones o el amor que había en aquellos corazones. El culto a Dios que allí se celebraba y el esplendor de aquel templo se sostenía, por así decirlo, desde aquellas ofrendas que allí se hacían. Y muchos querían que fuera esplendoroso.
Alguna vez también habremos estado enfrente de las puertas de nuestros templos, quizá porque esperábamos a alguien o que fuera el tiempo de las celebraciones, o quizá en la visita a algún santuario especial como tantos repartidos por tantos lugares. Y distraídamente quizá nos habremos fijado también en los que entraban o salían de nuestros templos o santuarios, observando la diversidad de personas que traspasan esos umbrales hacia lo sagrado desde distintas motivaciones, unos en su fervor, otros quizá desde la curiosidad de conocer algún lugar especialmente artístico, otros simplemente porque acompañaban a algún familiar o amigo en alguna circunstancia especial; no queremos entrar en juicios o cavilaciones pero diversos pueden ser los motivos o las actitudes. Algo o alguien quizá en un momento determinado pueden habernos llamado la atención, mientras otros pasan desapercibidos delante de nosotros.
Pero Jesús si conoce el corazón de los hombres y se ha fijado en la que parece más pequeña y más humilde que también ha depositado callada y silenciosamente su ofrenda en el cepillo. Y aunque de aquella mujer ni siquiera conocemos su nombre, solo que era una pobre viuda – y decir viuda era sinónimo de pobreza y necesidad porque ya no tenia quien sostuviera su vida -, y ni ella se enteraría de los comentarios de Jesús porque sigilosamente se ha introducido en el templo Jesús sí quiere hacerle un comentario a los discípulos. Os aseguro, les dice, que esa pobre viuda ha echado en el cepillo más que nadie’.
Anteriormente a ella habrían pasado ricos con sus generosas o portentosas ofrendas, habrían desfilado como lo seguirían haciendo los orgullosos fariseos con sus campanilleos y aspavientos para que todos vieran su aparente generosidad, pero Jesús nos viene a decir que aquella mujer ha echado más que nadie. ‘Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir’.
Ya antes Jesús había prevenido a los discípulos. ‘¡Cuidado con los letrados! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas con pretexto de largos rezos. Esos recibirán una sentencia más rigurosa’. No ha de ser ese nuestro estilo ni el sentido que le demos a lo que hacemos. No es esa la manera como habremos de ir por la vida poco menos que comiéndonos el mundo y atropellando cuanto y cuantos encontremos.
El culto que le demos a Dios no se ha de sustentar ni en cosas portentosas ni en vanidades. No son cosas lo que nos pide Dios que le ofrendemos sino nuestra propia vida, el corazón. Es la imagen que vemos reflejada en aquella pobre mujer; nada tiene e incluso se desprende de lo poco que tiene. ‘Ha echado lo que tenia para vivir’, que nos dice Jesús resaltado la ofrenda de aquella mujer. Ha puesto allí su vida.
Ella sabe que su vida no depende de cosas sino depende en lo más profundo de Dios y con esa confianza hemos de saber caminar por la vida. Porque nos confiamos en un Dios que nos ama, un Dios que es nuestro padre y no abandona a sus hijos. De su mano hemos de hacer el camino con la confianza puesta totalmente en El. Es la fe, es el fiarnos de Dios, es el confiar en El por encima de todas las cosas. Y a ese amor de Dios respondemos nosotros con nuestro amor. Ese es el verdadero culto que Dios nos pide.
Y quien ama se confía. Quien ama de verdad en el amor encuentra toda su fortaleza. Y aunque no lo terminemos de creer Dios cada día va haciendo el milagro de su amor sobre nosotros y se nos va manifestando de mil maneras. Claro que no siempre tenemos los ojos abiertos para descubrirlo, cerramos demasiadas veces en la vida los ojos de la fe.
Seguimos pensando en las cosas como la solución de nuestra vida y terminamos por tener más confianza en las cosas que poseemos que en Dios, a pesar que decimos que creemos en El y le amamos. ¿Hasta que punto y en qué medida somos capaces de desprendernos de todo para poner absolutamente nuestra confianza en Dios? ¿Hasta donde llega el nivel de nuestra fe?


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