Aprendamos a ver y descubrir cuanto cada día recibimos de los demás alejando orgullos innecesarios y reconociéndonos débiles y dependientes de cuanto recibimos de los otros
Tito 3,1-7; Sal 22; Lucas
17,11-19
Ya nos dice la sabiduría popular que es de bien nacidos el ser
agradecidos, pero cuidado que eso lo tengamos en cuenta más para lo que
hagan o dejen de hacer los demás que para las actitudes y gestos de gratitud
que nosotros podamos tener hacia los que nos hacen bien. Como se suele decir no
cuesta nada decir ‘gracias’. Sin embargo en la vida podemos ir como aquellos
que se lo merecen todo y nunca tienen un gesto de agradecimiento hacia los
demás por lo que hacen con nosotros. Fácilmente olvidamos la palabra, pero más
bien quizá olvidamos la actitud del corazón.
Es un gesto y una actitud que nos engrandece, es un gesto de nobleza y
de humildad, es un gesto con el que sabemos valorar lo que hacen los demás por
pequeño que sea aun cuando nosotros directamente no salgamos beneficiados, es
un gesto que brota de la alegría serena de nuestro corazón que aun reconociendo
sus propias debilidades o nuestra pobreza sabe apreciar la grandeza del corazón
de los demás.
Un gesto que cuando lo olvidamos nos está indicando nuestra pobreza
espiritual que es la peor, un gesto no realizado desde nuestro orgullo porque
con una postura así parece como que nos sintiéramos humillados cuando alguien
hace algo por nosotros, un gesto cuando no lo tenemos puede indicar nuestra
mezquindad y un amor propio herido porque no queremos reconocer nuestras
propias limitaciones y saber apreciar que nos necesitamos realmente los unos a
los otros.
Me he venido haciendo toda esta reflexión contemplando la escena del
evangelio de hoy. Un grupo de leprosos que sale al encuentro de Jesús en el
camino, aunque desde la distancia para observar las normas sanitarias le piden
que tenga compasión de ellos. Son diez leprosos. Jesús les manda a que vayan a
presentarse a los sacerdotes para que una vez curados les permitan entrar de
nuevo en los poblados y volver al encuentro con sus familiares. Al verse
curados todos corren porque quieren volver pronto con los suyos, pero uno hacia
donde corre es hacia Jesús. Viene a postrarse ante El reconociendo que le ha
curado y agradecer lo que ha hecho con ellos. Pero es solo uno el que viene a Jesús.
Y este que vienes es extranjero, que resalta Jesús. ‘Levántate, vete; tu fe te ha salvado’ le dice.
No solo se ha curado de su enfermedad sino que Jesús le dice que se ha
salvado. En su vida ha habido una vuelta a Dios. Es el camino de la salvación.
El reconocimiento de su nada y de su indignidad, pero al mismo tiempo el
reconocimiento de que lo que ha recibido no es por sus merecimientos personales
le eleva su espíritu para ir a Dios. Un camino que nosotros también hemos de
saber hacer, quitando de nuestra vida orgullos y autosuficiencias.
Nos creemos merecedores, ponemos la salvación en nosotros mismos,
nuestro amor propio nos ciega para no saber reconocer nuestras debilidades y
limitaciones, nos encerramos en nuestra autosuficiencia, y todo eso nos impide
ir a Dios. Es una lepra que tenemos que quitar de nuestra vida que permanece en
nosotros de muchas maneras. Hemos de saber reconocer la obra de Dios en nuestra
vida que se nos manifiesta de muchas formas y a través de muchas señales.
En el día a día de nuestra vida una nueva forma de relacionarnos con
Dios reconociendo sus bondades en nuestra vida como también con los demás. Hace
el Señor cosas grandes en nosotros. Y veamos esas acciones de Dios en los
gestos y detalles que tantos tienen con nosotros. Por eso aprendamos a ver y
descubrir cuanto cada día recibimos de los demás. Alejemos orgullos
innecesarios y reconozcámonos débiles y dependientes también de cuanto
recibimos de los otros. Y vayamos con una actitud generosa de gratitud hacia
los que están a nuestro lado y manifestémoslo con nuestros gestos, con nuestras
palabras y con nuestras actitudes.
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