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sábado, 17 de noviembre de 2018

Cuando saboreemos en el amor nuestro encuentro con Dios estaremos siempre buscándole, deseando estar en el gozo de su presencia



Cuando saboreemos en el amor nuestro encuentro con Dios estaremos siempre buscándole, deseando estar en el gozo de su presencia

1Juan 5-8; Sal 111; Lucas 18,1-8

Una virtud que muchas veces nos falla en la vida es la constancia. Nos cuesta perseverar, mantener el ritmo, llegar hasta el final. Vienen los cansancios cuando la meta parece que tarda en llegar y nos decimos para que seguir luchando; no tenemos confianza en que podemos alcanzar el objetivo, la meta, y nos entran las desganas, mil tentaciones de abandonar la lucha, de tirar la toalla.
Es en nuestras luchas personales por tratar de superarnos, de mejorar nuestra vida; nos cuesta trazarnos una meta y ser fieles y continuos en nuestra lucha hasta conseguirlo; así nos cansamos de nuestros trabajos y queremos estar cambiando siempre, no porque surjan iniciativas que nos lleven a un mayor crecimiento sino quizás para rehuir el aburrimiento que decimos tenemos porque nos parece todo siempre lo mismo. Es en el trabajo, es en nuestras responsabilidades que quizá empezamos con mucha fuerza pero poco a poco nos vamos desinflando, es en nuestra vida interior, en el crecimiento de nuestra espiritualidad. En muchas cosas nos damos cuenta que nos cuesta perseverar, que no somos lo suficientemente constantes.
Y aquí entra el tema que nos apunta Jesús hoy en el evangelio, la oración. No somos perseverantes, porque quizá nuestra fe es floja y débil, porque no terminamos de tener confianza en que el Señor nos escucha, o porque algunas veces somos demasiado interesados y materialistas en lo que pedimos y siempre el Señor nos va a dar lo mejor para nuestra vida; claro como no vemos lo que nosotros ansiamos en esa superficialidad en que vivimos muchas veces, dejamos pronto a un lado nuestra oración. No hemos aprendido por otra parte a saborear la oración como tendríamos que hacerlo.
Nos dice el evangelista que Jesús nos propuso esta parábola ‘para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar sin desanimarse’. Y nos habla de la viuda que pide justicia pero que no es escuchada. Pero ante su insistencia al final el juez decide hacerle justicia aunque solo fuera por quitársela de encima. La perseverancia de aquella mujer hizo que al final fuera escuchada.
No es que Dios nos escuche con la actitud displicente de aquel juez. La escucha que el Señor hace de nuestras plegarias entra en otra onda, porque Dios nos ama, porque Dios es nuestro Padre ¿y qué padre no escucha a sus hijos? Es no solo la perseverancia sino la confianza con que nosotros hemos de acudir a Dios. El nos escucha.
Pero es lo que antes mencionábamos de paso, tenemos que aprender a saborear nuestra oración. No es solo pedir, es disfrutar de la presencia de quien sabemos que nos ama. Como el hijo se siente a gusto con su madre, como el amigo busca la compañía del que sabe que le aprecia mucho y que es su amigo, es el gozo de estar con Dios. No necesitamos en ocasiones palabras, sino dejar que fluyan nuestros sentimientos; no necesitamos palabras sino saber que estamos con quien nos ama.
Y ahí estaremos con nuestro amor y saboreando el amor de Dios; y ahí estaremos con nuestros gozos y alegrías y gozándonos en Dios; y ahí estaremos con nuestras necesidades que bien sabemos que Dios las conoce; y ahí estaremos y seremos capaces de presentar ante la mirada de Dios a todos aquellos a los que amamos para que sientan la mirada de Dios, para que sientan su bendición.
Cuando saboreemos así  nuestro encuentro con Dios ya no necesitamos que nos digan que seamos constantes, porque siempre estaremos buscando a Dios, deseando estar en el gozo de su presencia.

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