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sábado, 9 de abril de 2016

Con Jesús a nuestro lado aunque sean muchas las oscuridades que nos puedan llenar de miedos nos sentimos seguros, nuestra fe se fortalece y renace la esperanza

Con Jesús a nuestro lado aunque sean muchas las oscuridades que nos puedan llenar de miedos nos sentimos seguros, nuestra fe se fortalece y renace la esperanza

Hechos, 6, 1-7; Sal. 32; Jn. 6, 16-21
‘Soy yo, no temáis’, les había dicho Jesús. Estaban asustados. Habían estado esperando a Jesús al embarcarse pero Jesús no había aparecido, más bien antes les había indicado que se fueran a la otra orilla. Era de noche cerrada, el viento era fuerte, las olas iban creciendo porque el lago se iba encrespando con el viento; eran habituales en aquel lago las tormentas que se levantaban repentinas por la depresión en que se encontraba al pie del monte Hermón y los cambios bruscos de temperatura. Muchas circunstancias que hacía que tuvieran miedo. Ahora aparecía alguien caminando sobre el agua como si fuera un fantasma. Estaban asustados y tenían miedo.
Tratamos de ocultar nuestros miedos porque nos parecen cobardías, pero siendo sinceros con nosotros mismos muchas veces se nos meten los miedos en el alma en la vida, aunque no lo queramos reconocer. Miedos en nuestras dudas que nos llenan de oscuridad; miedos porque nos sentimos solos y en el fondo necesitamos alguien que camine a nuestro lado; miedos porque no nos hemos afirmado en la verdad y en el sentido de la vida y parece que nos falte un norte que nos guíe; miedo porque nos sentimos débiles e ignorantes aunque lo ocultemos tras fachas que disimulan nuestras cobardías; miedos a enfrentarnos con el otro, a caminar junto a los demás, a que nos conozcan de verdad; miedos a lo que está por venir, a lo que nos pueda suceder, a las consecuencias de lo que hacemos sea bueno o sea malo; miedos al compromiso que nos haga olvidarnos de nosotros mismos porque siempre queremos hacernos nuestras reservas… podríamos hacer una lista muy grande de nuestros miedos y cada uno ha de mirarse con sinceridad en su interior.
Ahí estamos en el mar de la vida y nos parece sentirnos solos cuando las olas y los vientos de los problemas y dificultades chocan contra la barca de nuestra vida y nos parece que nos hundimos. Pero Jesús viene, está ahí, aunque no lo veamos, aunque lo confundamos con otras muchas cosas, pero hemos de tener la certeza de que El no nos falla, de que El no nos dejará solos nunca. Aunque nos pudiera parecer como aquel que se estaba ahogando en la playa y pensaba que aún había mucha profundidad de agua bajo sus pies, con Jesús a nuestro lado no nos hundimos y tenemos muy cerca esa orilla que nos da seguridad. Es la seguridad que nos da nuestra fe en El.
En nuestros miedos las oscuridades que se nos meten en el alma nos parecen tenebrosas y que no seremos capaces de salir de los peligros que nos acechan. Pero si en verdad nos apoyamos en Jesús, nuestra fe se fortalece, el alma se llena de seguridad y podremos emprender esos caminos, meternos de lleno en esas tareas que tenemos que realizar, vivir a fondo nuestros compromisos, y todo eso siempre con alegría en el alma porque la presencia de Jesús nos llena de esperanza y de seguridad. El Señor nos dice: ‘soy yo, no temáis’.

viernes, 8 de abril de 2016

Pongamos nuestra solidaridad que no sean solo palabras sino que se traduzca en hechos muy concretos y nuestro mundo será mejor

Pongamos nuestra solidaridad que no sean solo palabras sino que se traduzca en hechos muy concretos y nuestro mundo será mejor

Hechos de los apóstoles 5, 34-42; Sal 26; Juan 6, 1-15

‘Pero, ¿qué es esto para tantos?’ era la pregunta que se hacía aquel discípulo cuando habían encontrado un muchacho con cinco panes y dos peces. Era una multitud grande la que se había congregado en torno a Jesús. Les había dicho que había que darles de comer porque llevaban varios días con él y no tenían que comer estando además en despoblado; ya habían hecho sus cálculos de la cantidad de dinero que necesitarían para dar de comer a toda aquella gente, pero estaban en despoblado y allí tampoco había donde comprar pan; parecía que todo eran dificultades y con lo que tenían no encontraban solución.
¿No nos pasará algo igual a nosotros? Nos abruman los problemas y nos sentimos tan débiles y sin fuerzas; no sabemos a quien acudir ni como encontrar soluciones; y eso hasta en las cosas más nimias de nuestra vida. Pero contemplamos nuestro mundo con sus crisis, con sus miserias, con sus injusticias y con el hambre que padecen millones de hombres por todas partes. Queremos hacer pero algunas veces parece que no sabemos que hacer; pensamos quizá que la solución del problema está en otras manos, los poderosos, los que tienen el mando o la dirección de la sociedad, y nos inhibimos.
¿Qué puedo hacer yo si soy solo uno en medio de tantos? ¿De que me valdría dar incluso todo lo que yo tengo si eso no va a solucionar el hambre de millones? ¿Qué puede valer mi opinión si soy una persona insignificante? Hay otros que saben más, que pueden más, que ellos comiencen. Y reculamos, nos echamos atrás, nos cruzamos de brazos, al final ni nuestros pobres cinco panes y dos peces somos capaces de ponerlos a disposición en unas falsas humildades o en una poca valoración de lo que podemos valer y de lo que podríamos hacer si ponemos nuestro granito de arena.
Creo que este pasaje del evangelio de la multiplicación de los panes que tantas veces hemos meditado nos puede interpelar por dentro sobre lo que hacemos o no hacemos por nuestra sociedad o por nuestro mundo. Nuestro pequeño pan, el de nuestra inteligencia, el de nuestra capacidad, el de nuestras ideas, el de nuestra buena voluntad, el de nuestro compromiso tiene un valor muy grande. Aunque parezcamos insignificantes podemos hacer mucho, tenemos además mucho que hacer.
El milagro de Jesús de la multiplicación de los panes Jesús lo está poniendo en nuestras manos porque nosotros tenemos que seguir realizándolo hoy. No podemos quedarnos impasibles ante las necesidades de los demás, ante la situación de nuestra sociedad, ante la dejadez quizá de los que mucho tendrían que hacer, pero que nosotros tenemos mucho que hacer. No podemos consentir que nuestra sociedad y nuestro mundo marchen por derroteros de destrucción y de muerte.
Es el amor el que puede salvar al mundo, como fue el amor de Jesús el que hizo posible que toda aquella multitud pudiera comer en el desierto. Ahí tenemos que poner nuestra solidaridad que no sean solo palabras sino que se traduzca en hechos muy concretos que tenemos que realizar. Cada uno tenemos que analizar la situación allí donde estamos para abrir los ojos y ver los problemas y poner nuestros esfuerzo, nuestro empeño en hacer un mundo de mayor justicia.
Y finalmente un detalle del evangelio. Jesús mandó recoger los panes que sobraron para que nada se desperdiciara. ¿Hemos pensado cuanto se desperdicia en nuestro mundo? Serán esas capacidades que tenemos y que no utilizamos. Y será también materialmente cuántas cosas se tiran, cuántos alimentos se destruyen, cuántas cosas que pueden servir para ayudar a los demás se desperdician. Esto nos tendría que llevar a más largas reflexiones.

jueves, 7 de abril de 2016

Busquemos los valores que den plenitud y sentido a nuestra vida llenándonos de esperanza y encontremos la verdadera espiritualidad desde nuestra fe en Jesús

Busquemos los valores que den plenitud y sentido a nuestra vida llenándonos de esperanza y encontremos la verdadera espiritualidad desde nuestra fe en Jesús

Hechos 5,27-33; Sal 33; Juan 3, 31-36

Cada uno habla de lo que sabe; aunque algunas veces seamos osados y queramos tener opinión de todo sin tener suficiente juicio de valor para hablar de ello. De aquello que llevamos en el corazón, nos expresamos con nuestros labios, solemos decir; aquello que son nuestros pensamientos o nuestras convicciones más profundas se nos va reflejando en la vida, en lo que hacemos y en lo que decimos.
Lo que expresamos en nuestras palabras y opiniones y lo que manifestamos con nuestra manera de actuar va a definir la profundidad que tengamos en la vida y cuáles serían en verdad nuestras metas y nuestros ideales. Muchas veces nos quedamos demasiado a ras de tierra, en las cosas materiales, en los intereses de lo que podamos tener o poseer y eso podría manifestar quizá la falta de una espiritualidad profunda en nuestra vida cuando solo nos quedamos en lo material, en lo cercano o palpable, en aquello que nos satisfaga prontamente o quizá con el mínimo esfuerzo.
Por eso tenemos que darle hondura a nuestra vida que significará mirar a lo alto, mirar más allá de eso que palpamos con nuestras manos, o de eso que nos pueda dar simplemente una ganancia material o una satisfacción pronta que se puede convertir fácilmente en efímera. Es saber descubrir otros valores, es saber trascender nuestra vida, es encontrar esa fuerza espiritual que nos levante y nos haga reconocer que somos algo más que la materialidad de un cuerpo o unas cosas terrenas que nos puedan satisfacer.
Es eso que nos va hacer encontrar un sentido y un valor a lo que es nuestra vida, a lo que hacemos y por lo que nos esforzamos y luchamos. Cuando faltan esos valores espirituales nos puede suceder que pronto nos encontremos cansados y hastiados de eso en lo que hemos buscado esas prontas satisfacciones; cuando nos faltan esos valores espirituales nos sentiremos sin apoyo y sin fuerza cuando quizá la vida se nos haga dura por los problemas y dificultades que podamos ir encontrando y parece que todo lo tenemos en contra; nos sentiremos como desorientados, sin saber que hacer, qué camino tomar, donde encontrar esa fuerza que nos impulse a seguir luchando con esperanza de que podemos encontrar algo mejor.
Es descubrir esos valores por los que merece la pena luchar y hasta sacrificarse porque serán los que nos darán las más auténticas satisfacciones. Es no tener miedo a esa fe que eleva nuestra espíritu y nos hace aspirar, desear ese encuentro con nuestro Hacedor, el que tiene que ser el único Señor y Dios de nuestra vida.  
El creyente sabe que en Dios tiene su luz y su fortaleza. El creyente en Jesús ha encontrado en El la verdad de su vida. El verdadero creyente en Jesús en El encuentra esa razón para su vivir, se trasciende y se eleva, y en Jesús encontrará la gracia que le fortalece para no desentenderse del día a día de su vida, con sus luchas, con sus sueños, con sus deseos de hacer un mundo mejor, con su compromiso por los demás, con su trabajo por la justicia y la paz de nuestro mundo.
Tener fe no nos hace desentendernos de este mundo, sino vivir más comprometidos con El para hacerlo mejor. Esa fe en Jesús llena de esperanza nuestra vida para superar cansancios y dificultades porque sabe que con Jesús puede realizar en verdad un mundo mejor.

miércoles, 6 de abril de 2016

Creemos en el amor que nos salva y nos ponemos en camino de amor para ofrecer la luz de la salvación a todos

Creemos en el amor que nos salva y nos ponemos en camino de amor para ofrecer la luz de la salvación a todos

Hechos 5, 17-26; Sal 33; Juan 3, 16-21

Amor de Dios, fe, salvación son las constantes del evangelio de este día. ‘Para que no perezca ninguno de los que creen en El… para que el mundo se salve por El’, nos insiste el evangelio. Es la manifestación grande, la manifestación más maravillosa del amor de Dios.
En algunos momentos nos hemos hecho una imagen del Dios del juicio y de la condena. Quizá conscientes de nuestra maldad, de nuestro pecado, de nuestro rechazo a la luz nos quedamos con esa imagen del Dios pronto para condenar. Pero no es la constante de la revelación de Dios. El Dios clemente y misericordioso, lento a la ira y tardo para condenar, que ya se nos decía en el Antiguo Testamento.
Con Jesús se nos manifiesta más palpablemente ese rostro misericordioso de Dios. Jesús es la presencia del amor de Dios entre nosotros. Porque nos amaba y con un amor infinito y eterno nos envió a su Hijo. No para condenar sino para salvar; no para que permaneciéramos en las tinieblas, aunque nosotros las hubiéramos elegido, sino para llevarnos a la luz. Y lo que necesitamos es creer en El, creer en su amor, acogernos a su misericordia infinita, acercarnos a luz para iluminarnos para siempre llenándonos de su vida.
Es lo que nos repite hoy el Evangelio. Es la Buena Noticia que Jesús viene a proclamar y nos pide que creamos en El. ‘Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él’. 
Pero bien sabemos lo que significa creer; no son solo palabras, no es solo la aceptación de unos dogmas; sí es la aceptación de una verdad que es el amor de Dios existente desde toda la eternidad que viene a regalarnos su amor y con su amor la salvación, el perdón, la gracia de la vida nueva. Pero esa aceptación de esa verdad del amor no es de forma teórica sino vital, porque es ponernos en la orbita de ese amor para amar con un amor igual; es ponernos en la órbita de la presencia de Dios que llena e inunda totalmente nuestra vida; es ponernos en ese camino de Dios, que es camino de rectitud, de bien, de justicia, de verdad, de paz, de perdón, de amor.
Recibimos ese amor y amamos con ese amor; nos llenamos de su paz cuando nos regala su perdón e iremos repartiendo paz porque nos acercaremos como hermano al hermano, y regalaremos también nuestra comprensión y el perdón porque ya nunca juzgaremos ni condenaremos al hermano; en la presencia del Dios del amor en nuestra vida iremos entonces construyendo ese mundo nuevo desde la rectitud de nuestra vida, desde nuestro compromiso, desde el trabajo por el bien y la verdad, desde el sentido nuevo de comunión y de amor con que iremos construyendo nuestro mundo. 

martes, 5 de abril de 2016

Un nuevo nacimiento que significaran unas nuevas actitudes y posturas por nuestra parte dejándonos transformar por la acción del Espíritu

Un nuevo nacimiento que significaran unas nuevas actitudes y posturas por nuestra parte dejándonos transformar por la acción del Espíritu

Hechos de los apóstoles 4, 32-37; Sal 92; Juan 3, 1-15

‘Teneis que nacer de nuevo’, le dice Jesús a Nicodemo. ¿Qué significa? A Nicodemo le cuesta entender, porque como dice él un hombre viejo no puede volver a entrar en el seno de su madre para volver a nacer. Es una imagen que nos quiere decir mucho. Jesús quiere dejárnoslo muy claro.
Al principio de los evangelios sinópticos – Mateo, Marcos y Lucas – el primer anuncio que hace Jesús es la invitación a la conversión para creer en la Buena Nueva del Reino que anuncia Jesús. Si no hay esa vuelta completa de nuestra vida no podremos entender esa Buena Noticia que Jesús nos trae y aceptar esa vida nueva que significa el Reino de Dios.
La imagen que nos presenta el evangelio de Juan es el nuevo nacimiento. Va en el mismo sentido de lo que se nos decía en los sinópticos, el de la conversión, el del cambio de vida. Y es que aceptar el Reino nuevo de Dios que Jesús nos anuncia es una nueva vida, es necesario un nuevo nacimiento. Es lo que ahora le está diciendo Jesús a Nicodemo. Había venido de noche a ver a Jesús – en la placidez de la noche cuantas conversaciones profundas se pueden tener – y venia con buena voluntad porque había descubierto que en Jesús algo nuevo esta sucediendo, algo nuevo se estaba anunciando. Pero Jesús le dice que no valen solo buenas voluntades, es necesario algo más, ese cambio profundo, ese nuevo nacimiento.
Un nuevo nacimiento que significaran unas nuevas actitudes y posturas por nuestra parte; es necesario ese deseo nuestro, esa apertura de nuestro corazón, esa voluntad de querer aceptar para hacer nueva nuestra vida. Pero será algo que no haremos solo por nosotros mismos o con nuestra fuerza y voluntad. Hay una acción de Dios. 
Por eso Jesús le dirá que hay que nacer del agua y del Espíritu. Recibimos el baño del agua, sí, que nos lava y purifica de todo lo viejo que hay en nosotros y que hemos de tener la voluntad de arrancar de nuestra vida. Pero es una acción del Espíritu de Dios en nosotros. Nacer del agua y del Espíritu.
Entendemos que se está refiriendo al Bautismo. Es un bautismo nuevo, porque ya para nosotros no será un signo penitencial de purificación como era el bautismo de Juan. Es algo más, algo nuevo, algo distinto, porque está la acción de Dios, la fuerza del Espíritu que hará nacer en nosotros una nueva vida, un nuevo nacimiento, como nos viene diciendo Jesús. Es la gracia de Dios que nos transforma para llenarnos de la vida de Dios.
Es el bautismo no como un simple rito de iniciación, sino como una transformación total de nuestra vida. Nace en nosotros una nueva vida con la semilla del Reino de Dios y de tal manera es nueva esa vida que nos hace hijos de Dios. Y todo eso por el misterio redentor de Cristo. Es una participación en el misterio de Cristo, es una participación en su muerte y resurrección, un morir con Cristo en el bautismo, morir al hombre viejo, para resucitar, renacer con El en una vida nueva, como luego nos explicará muy bien san Pablo en sus cartas.
En la Pascua hemos hecho una renovación de nuestro Bautismo. Renovábamos las promesas bautismales en la noche santa de la resurrección del Señor como un signo de esa vida de resucitados que habíamos de vivir. Era la conclusión del camino cuaresmal que habíamos recorrido. Es un nuevo principio en nuestra vida, porque en verdad queremos sentirnos renovados en esta pascua.
Hemos de seguir atentos y diligentes para no volver a ese hombre viejo de muerte, sino vivir esa vida nueva en la que hemos renacido. Mucho tendríamos que reflexionar sobre esto, sobre lo que en verdad ha de significar en nuestra vida ese renacer de cada día con verdadero sentido pascual.

lunes, 4 de abril de 2016

La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros y hemos contemplado su gloria, la gloria del Hijo de Dios en el misterio de su Encarnación

La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros y hemos contemplado su gloria, la gloria del Hijo de Dios en el misterio de su Encarnación

Isaías 7, 10-14; 8, 10; Sal 39; Hebreos 10, 4-10; Lucas 1, 26-38

El veinticinco de marzo la Iglesia celebra una solemnidad muy especial. Es la fiesta grande de la Encarnación de Dios. El misterio admirable de Dios que se hace hombre en el seno de Maria. Pero este año de 2016 no pudimos celebrar esta solemnidad en su propio día porque coincidió con la celebración del Viernes Santo. Por eso la liturgia traslada esta solemnidad precisamente a este día, lunes de la segunda semana de pascua. ¿Por qué a este día, podría preguntarse alguien, y no al lunes siguiente al día de pascua? Por la sencilla razón de que la semana de pascua es una solemnidad especial, la octava de pascua que ayer concluíamos, en la que se prolonga la fiesta grande de la resurrección del Señor durante los ocho días que siguen.
Hoy, pues, celebramos este admirable misterio de la Encarnación. Por eso escuchamos en el evangelio una vez más – cuántas a través del año en su liturgia – del anuncio del ángel a Maria en Nazaret del nacimiento del Hijo de Dios encarnado en sus entrañas. ‘No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin’.
El hijo de María va a ser el Hijo de Dios. ‘Se llamará el Hijo del Altísimo’, le dice el ángel. No es fruto del amor humano, es una concepción misteriosa, porque es obra de Dios, obra que solo Dios puede realizar. ‘El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios’.
Es el Emmanuel anunciado por el profeta, Dios con nosotros. Es el misterio de Dios ante el que nos postramos. Es el misterio de Dios que con toda humildad reconocemos. Es el misterio de Dios que se nos revela para manifestarnos la grandeza del amor de Dios. Así nos ama Dios que quiere tomar nuestra naturaleza humana, hacerse hombre como nosotros porque por nosotros se entrega, para a nosotros darnos vida.
Creo que solamente podemos decir ‘Sí’, como María, porque nuestras palabras se quedan cortas, nuestra lengua se queda muda y sin palabras, nuestra mente se queda obnubilado ante tanto misterio, nuestro corazón se siente sobrecogido ante tanto amor.
Muchos no lo entenderán porque quieren emplear sus raciocinios humanos para comprenderlo. Muchos lo considerarán como una locura o una insensatez. Pero nosotros confesamos nuestra fe, nosotros reconocemos el amor de Dios, nosotros nos sentimos agradecidos y alabamos a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra vida. Como María decimos: ‘Aquí está la esclava del Señor. Hágase en mi según tu palabra’. Como el Hijo de Dios al entrar en el mundo: ‘Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad’.
Y como nos dice el evangelio de san Juan: ‘Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros; y hemos visto su gloria, la gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad’.

domingo, 3 de abril de 2016

Con Cristo resucitado se nos acaban las dudas y nos llega la paz porque para siempre estaremos ya contemplando el rostro misericordioso de Dios que se nos manifiesta en Jesús

Con Cristo resucitado se nos acaban las dudas y nos llega la paz porque para siempre estaremos ya contemplando el rostro misericordioso de Dios que se nos manifiesta en Jesús

Hechos 5, 12-16; Sal 117; Apocalipsis 1, 9-11a. 12-13. 17-19; Juan 20, 19-31
    ‘No temas: Yo soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos…’
Es el gozo que seguimos sintiendo en el corazón. Es la esperanza renacida en el espíritu, allá en lo más hondo de nosotros mismos. Celebramos a Cristo resucitado. Vivimos a Cristo resucitado, porque nuestra celebración no es de algo ajeno a nosotros, sino que es algo que vivimos. ‘Los discípulos se llenaron de inmensa alegría’, comenta el evangelista ante todo lo que está sucediendo.
También para nosotros se han de abrir las puertas para que entre la alegría, dejando entrar a Jesús en nuestras vidas; se han de disipar para siempre los nubarrones que puedan ensombrecer nuestra vida porque para siempre tenemos la luz de Jesús que nos ilumina y nos llena de vida. Se derribaran los muros que nos separan y crean distancias entre nosotros porque ya para siempre comprendemos lo que es el amor y vamos a crear esa comunión de amor de los hermanos. Algo nuevo tiene que comenzar. Una vida nueva tenemos que vivir.
Con Cristo resucitado se nos acaban las dudas porque tenemos la certeza de su presencia. Tomás quería tocar y palpar porque él no estaba cuando se les manifestó Cristo resucitado por primera vez allá en el cenáculo. Los apóstoles le decían ‘hemos visto al Señor’ pero él seguía con sus dudas y con sus miedos. Pero cuando de nuevo Cristo se les manifieste y él está allí ya no necesitará palpar, tocar con sus manos porque reconocerá en verdad que era el Señor. ‘Señor mío y Dios mío’. Seguro que su corazón ardió en el amor de Dios con la presencia de Jesús y ya no necesitaba pruebas.
Quizá necesitamos ese episodio aunque no nos gusten las dudas de Tomás, pero así estaremos en verdad convencidos y con entusiasmo ya para siempre nosotros siempre confesemos la presencia del Señor resucitado en nuestras vidas. Nosotros hemos de sensibilizar nuestro corazón para sentir también ese ardor dentro de nosotros, como Tomás, como los discípulos de Emaús, porque ya para siempre entendamos las Escrituras, porque ya para siempre aprendamos a sentir y vivir su presencia.
Con Cristo resucitado nos llega la paz, porque hemos sido redimidos, porque nos trae el perdón y la consolación para nuestras vidas, porque han de desaparecer las amarguras y los miedos. Llega la paz, porque se manifiesta la misericordia del Señor que es compasivo y nos perdona. Nos regala su Espíritu que es Espíritu de amor y de perdón, de gracia y de vida. No solo recibimos el perdón sino que para siempre su Iglesia ha de ser mensajera de esa misericordia y de ese perdón, ha de ser signo del amor de Dios que nos perdona y es misericordioso con nosotros. Es el rostro de Jesús que ha de manifestar la Iglesia, es el rostro de Dios siempre compasivo y misericordioso.
Recordamos aquel episodio en que Moisés o los profetas querían ver el rostro de Dios y les parecía casi imposible porque pensaban que viendo a Dios morirían. Pues en aquella escena en la montaña pasa ante el profeta la presencia del Señor y lo que escucha y aprende es que Dios es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en misericordia. Es un grito de la misericordia de Dios, una revelación del Dios compasivo y misericordioso que siempre nos ama. Hoy se nos manifiesta ese rostro de Dios cuando contemplamos al que vive para siempre, cuando contemplamos y celebramos a Cristo resucitado.
No tememos ya nunca más porque se ha manifestado el amor. No tememos nunca más porque con nosotros sentiremos para siempre la paz de Dios. No tememos nunca más porque nuestra fe sale robustecida de la presencia del Señor. No necesitamos palpar con nuestras manos ni ver con los ojos de la cara porque ya para siempre vamos a sentir esa presencia del Señor en nuestro corazón.
Ahora comenzamos a tener una mirada nueva para conocer a Dios. Ahora comenzamos a llenarnos con toda intensidad del amor de Dios y le vamos viendo y sintiendo en los hermanos que caminan a nuestro lado. Ahora ya comenzamos a aprender a amar con un amor nuevo y distinto porque en nuestra vida hemos experimentado lo que es el amor, lo que es la misericordia divina que nos ama y nos perdona, ¿cómo no vamos a amar nosotros también a los demás? ¿Cómo no vamos a regalarlos mutuamente con ese amor para crear esos lazos nuevos de comunión entre los hermanos?
Es la victoria que nos trae la paz y el perdón. Es el triunfo de la vida que nos llenará de vida para siempre. Es el Reino del amor y la misericordia en el que comenzamos a vivir. Hemos visto al Señor, nos sentimos derretidos en su amor.