Con
Cristo resucitado se nos acaban las dudas y nos llega la paz porque para
siempre estaremos ya contemplando el rostro misericordioso de Dios que se nos
manifiesta en Jesús
Hechos 5, 12-16; Sal 117; Apocalipsis 1,
9-11a. 12-13. 17-19; Juan 20, 19-31
‘No temas: Yo soy el
primero y el último, yo soy el
que vive. Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos…’
Es el gozo que seguimos sintiendo en el
corazón. Es la esperanza renacida en el espíritu, allá en lo más hondo de
nosotros mismos. Celebramos a Cristo resucitado. Vivimos a Cristo resucitado,
porque nuestra celebración no es de algo ajeno a nosotros, sino que es algo que
vivimos. ‘Los discípulos se llenaron de inmensa alegría’, comenta el
evangelista ante todo lo que está sucediendo.
También para nosotros se han de abrir
las puertas para que entre la alegría, dejando entrar a Jesús en nuestras vidas;
se han de disipar para siempre los nubarrones que puedan ensombrecer nuestra
vida porque para siempre tenemos la luz de Jesús que nos ilumina y nos llena de
vida. Se derribaran los muros que nos separan y crean distancias entre nosotros
porque ya para siempre comprendemos lo que es el amor y vamos a crear esa
comunión de amor de los hermanos. Algo nuevo tiene que comenzar. Una vida nueva
tenemos que vivir.
Con Cristo resucitado se nos acaban las
dudas porque tenemos la certeza de su presencia. Tomás quería tocar y palpar
porque él no estaba cuando se les manifestó Cristo resucitado por primera vez
allá en el cenáculo. Los apóstoles le decían ‘hemos visto al Señor’ pero
él seguía con sus dudas y con sus miedos. Pero cuando de nuevo Cristo se les
manifieste y él está allí ya no necesitará palpar, tocar con sus manos porque
reconocerá en verdad que era el Señor. ‘Señor mío y Dios mío’. Seguro
que su corazón ardió en el amor de Dios con la presencia de Jesús y ya no
necesitaba pruebas.
Quizá necesitamos ese episodio aunque
no nos gusten las dudas de Tomás, pero así estaremos en verdad convencidos y
con entusiasmo ya para siempre nosotros siempre confesemos la presencia del
Señor resucitado en nuestras vidas. Nosotros hemos de sensibilizar nuestro corazón
para sentir también ese ardor dentro de nosotros, como Tomás, como los discípulos
de Emaús, porque ya para siempre entendamos las Escrituras, porque ya para
siempre aprendamos a sentir y vivir su presencia.
Con Cristo resucitado nos llega la paz,
porque hemos sido redimidos, porque nos trae el perdón y la consolación para
nuestras vidas, porque han de desaparecer las amarguras y los miedos. Llega la
paz, porque se manifiesta la misericordia del Señor que es compasivo y nos
perdona. Nos regala su Espíritu que es Espíritu de amor y de perdón, de gracia
y de vida. No solo recibimos el perdón sino que para siempre su Iglesia ha de ser
mensajera de esa misericordia y de ese perdón, ha de ser signo del amor de Dios
que nos perdona y es misericordioso con nosotros. Es el rostro de Jesús que ha
de manifestar la Iglesia, es el rostro de Dios siempre compasivo y
misericordioso.
Recordamos aquel episodio en que Moisés
o los profetas querían ver el rostro de Dios y les parecía casi imposible
porque pensaban que viendo a Dios morirían. Pues en aquella escena en la
montaña pasa ante el profeta la presencia del Señor y lo que escucha y aprende es
que Dios es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en misericordia. Es
un grito de la misericordia de Dios, una revelación del Dios compasivo y
misericordioso que siempre nos ama. Hoy se nos manifiesta ese rostro de Dios
cuando contemplamos al que vive para siempre, cuando contemplamos y celebramos
a Cristo resucitado.
No tememos ya nunca más porque se ha
manifestado el amor. No tememos nunca más porque con nosotros sentiremos para
siempre la paz de Dios. No tememos nunca más porque nuestra fe sale robustecida
de la presencia del Señor. No necesitamos palpar con nuestras manos ni ver con
los ojos de la cara porque ya para siempre vamos a sentir esa presencia del
Señor en nuestro corazón.
Ahora comenzamos a tener una mirada
nueva para conocer a Dios. Ahora comenzamos a llenarnos con toda intensidad del
amor de Dios y le vamos viendo y sintiendo en los hermanos que caminan a
nuestro lado. Ahora ya comenzamos a aprender a amar con un amor nuevo y
distinto porque en nuestra vida hemos experimentado lo que es el amor, lo que
es la misericordia divina que nos ama y nos perdona, ¿cómo no vamos a amar
nosotros también a los demás? ¿Cómo no vamos a regalarlos mutuamente con ese
amor para crear esos lazos nuevos de comunión entre los hermanos?
Es la victoria que nos trae la paz y el
perdón. Es el triunfo de la vida que nos llenará de vida para siempre. Es el
Reino del amor y la misericordia en el que comenzamos a vivir. Hemos visto al
Señor, nos sentimos derretidos en su amor.
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