La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros y hemos contemplado su gloria, la gloria del Hijo de Dios en el misterio de su Encarnación
Isaías 7, 10-14; 8, 10; Sal 39;
Hebreos 10, 4-10; Lucas 1, 26-38
El veinticinco de marzo la Iglesia celebra una solemnidad muy
especial. Es la fiesta grande de la Encarnación de Dios. El misterio admirable
de Dios que se hace hombre en el seno de Maria. Pero este año de 2016 no
pudimos celebrar esta solemnidad en su propio día porque coincidió con la
celebración del Viernes Santo. Por eso la liturgia traslada esta solemnidad
precisamente a este día, lunes de la segunda semana de pascua. ¿Por qué a este
día, podría preguntarse alguien, y no al lunes siguiente al día de pascua? Por
la sencilla razón de que la semana de pascua es una solemnidad especial, la
octava de pascua que ayer concluíamos, en la que se prolonga la fiesta grande
de la resurrección del Señor durante los ocho días que siguen.
Hoy, pues, celebramos este admirable misterio de la Encarnación. Por
eso escuchamos en el evangelio una vez más – cuántas a través del año en su
liturgia – del anuncio del ángel a Maria en Nazaret del nacimiento del Hijo de Dios
encarnado en sus entrañas. ‘No temas, María, porque has encontrado gracia
ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por
nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará
el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su
reino no tendrá fin’.
El hijo de María va a ser el Hijo de Dios. ‘Se llamará el Hijo del Altísimo’,
le dice el ángel. No es fruto del amor humano, es una concepción misteriosa,
porque es obra de Dios, obra que solo Dios puede realizar. ‘El Espíritu
Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por
eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios’.
Es el Emmanuel anunciado por el
profeta, Dios con nosotros. Es el misterio de Dios ante el que nos postramos.
Es el misterio de Dios que con toda humildad reconocemos. Es el misterio de
Dios que se nos revela para manifestarnos la grandeza del amor de Dios. Así nos
ama Dios que quiere tomar nuestra naturaleza humana, hacerse hombre como
nosotros porque por nosotros se entrega, para a nosotros darnos vida.
Creo que solamente podemos decir ‘Sí’, como María, porque nuestras palabras se quedan
cortas, nuestra lengua se queda muda y sin palabras, nuestra mente se queda
obnubilado ante tanto misterio, nuestro corazón se siente sobrecogido ante
tanto amor.
Muchos no lo entenderán porque
quieren emplear sus raciocinios humanos para comprenderlo. Muchos lo
considerarán como una locura o una insensatez. Pero nosotros confesamos nuestra
fe, nosotros reconocemos el amor de Dios, nosotros nos sentimos agradecidos y
alabamos a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra vida. Como María
decimos: ‘Aquí está la esclava del Señor. Hágase en mi según tu palabra’. Como el Hijo de Dios al entrar en el mundo: ‘Aquí
estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad’.
Y como nos dice el evangelio de
san Juan: ‘Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros; y hemos
visto su gloria, la gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y
de verdad’.
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