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sábado, 18 de agosto de 2012

Unos ojos limpios y luminosos como los de un niño para gustar el Reino de los Cielos

Unos ojos limpios y luminosos como los de un niño para gustar el Reino de los Cielos

Ez. 18, 1-10.13.30-32; Sal. 50; Mt. 19, 13-15

‘Dejadlos, no impidáis a los niños acercarse a mi, de los que son como ellos es el Reino de los cielos’. Hermoso mensaje que nos ofrece hoy el evangelio.

La gente que acude a Jesús viene también con sus niños que se los presentan para que los bendiga. Era algo habitual el que las madres presentaran a sus hijos a los rabinos para que los bendijeran. Lo hacen también con Jesús. Pero por allí están los discípulos muy celosos de lo que pudiera molestar al Maestro. Por eso tratan de impedirlo. Pero ahí está la respuesta de Jesús, la ternura de Jesús.

No hace muchos días ya contemplamos cómo Jesús ponía un niño en medio de los discípulos para decirles también que había que hacerse como niño y que había que saber acoger también a los niños y a los pequeños.

Hoy nos los presenta como un signo de lo que hay que ser en lo más hondo de nosotros mismos para entender y para vivir el Reino de Dios. La imagen del niño nos está hablando de limpieza del corazón, de pureza en las intenciones, donde no quepa malicia alguna, de sencillez y de humildad.

Los limpios de corazón verán a Dios, nos dirá Jesús en las Bienaventuranzas; y de los pequeños y humildes es el Reino de los cielos. Por eso nos está hablando de hacernos como niños, limpios de corazón, pequeños y sencillos sin ninguna malicia interior; abiertos de corazón como un niño que siempre está con los ojos despiertos y atentos para conocer y para aprender; con un alma tierna en la que florezca fácilmente el amor y en la que vayan dejando huella las cosas buenas que vayamos recibiendo o aprendiendo de los demás.

Tras ese breve mensaje nos dice el evangelista que ‘les impuso las manos y se marchó de allí’. Imponer las manos significa bendecir; y bendecir es invocar a Dios para que se derrame con su gracia sobre aquel que es bendecido. Jesús quería que Dios estuviera siempre en alma de aquellos niños para que nunca se enturbiara su corazón con la maldad y la malicia.

Ojalá supiéramos sentir continuamente sobre nosotros las bendiciones de Dios para que aprendiéramos a actuar siempre en la vida con esa rectitud, con esa pureza de intención, alejando de nosotros toda maldad y toda malicia. Necesitamos de esas bendiciones de Dios porque andamos muchas veces con nuestro corazón turbio porque está lleno de recelos y desconfianzas, porque lo dejamos envolver por nuestros orgullos y nos encerramos fácilmente con nuestras actitudes egoístas, porque nos dejamos corroer por las envidias y los celos que nos enferman espiritualmente y nos llenan de tristezas y de muerte. Es de lo que tenemos que saber purificar el corazón sabiendo que no nos faltará la bendición y la gracia del Señor si con humildad se la pedimos.

Qué bellos son los ojos de un niño que te mira sin malicia y abierto siempre al cariño y la confianza. Pero nuestros ojos se han enturbiado con tantas cosas y por ello muchas veces ocultamos los ojos ante la mirada de los demás. Por eso tenemos que aprender de nuevo a ser como niños, a hacernos niños, como nos dice hoy Jesús en el evangelio. Y es que cuando vayamos actuando así con esa mirada limpia y luminosa es porque ya estamos comenzando a gustar en verdad lo que es el Reino de los cielos.

‘No me arrojes lejos de tu rostro, le hemos pedido al Señor en el salmo, devuélveme la alegría de tu salvación’. Alegría porque Dios está con nosotros inundándonos con sus bendiciones y alegría porque podemos vivir el Reino de Dios.

viernes, 17 de agosto de 2012


El Creador en el principio los creó hombre y mujer… los valores del evangelio para la familia
Ez. 16, 1-15.60.63; Sal.: Is. 12, 2-6; Mt. 19, 3-12

Hay situaciones o problemáticas que en ocasiones nos cuesta afrontarlas con valentía desde nuestros principios y valores, aunque siendo fieles y congruentes sabemos que tenemos que hacerlo porque quizá además necesitan una luz que ilumine criterios a muchos que se pueden encontrar desorientados. Actuar desde esos principios y valores significará muchas veces aquello de nadar contracorriente cuando contemplamos que en el mundo en el que vivimos se está muy lejos muchas veces de esos valores. 

Hemos de reconocer que aunque vivimos en una sociedad que se dice cristiana sin embargo esos valores del evangelio se van diluyendo y lo triste sería que muchas veces quienes nos llamemos cristianos actuemos de forma poco acorde con el evangelio. Es necesario, en verdad, que dejemos iluminar nuestra vida por la luz del evangelio y que le pidamos al Señor valentía para ser en verdad consecuentes en todo nuestro actuar con la fe que profesamos.

En este caso me esto refiriendo al tema del matrimonio y la familia del que nos habla Jesús hoy en el evangelio. Las palabras de Jesús son tajantes, pero nos dice también que el seguirlas es un don de Dios que hemos de acoger y al mismo tiempo agradecer. Esto, creo, que nos puede dar mucha luz y mucha fuerza también para nuestro actuar.

Le están planteando a Jesús el tema del repudio o del divorcio, que como le dicen algunos hasta Moisés permitió. ‘Por lo tercos que sois, os permitió Moisés divorciaros, pero al principio no era así’. Y recuerda Jesús lo que está inscrito en el corazón del hombre y la Biblia nos manifiesta desde el principio. ‘El Creador en el principio los creó hombre y mujer… por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer siendo una sola carne’. 

Hablar de este tema hoy, de estos principios que nos señala el Señor es como nadar contracorriente, como decíamos, viendo lo que sucede a nuestro alrededor. Yo me atrevo a decir que no nos asustemos que quienes no tengan el sentido de la fe y de la moral cristiana opten por un estilo de matrimonio lejos de estos valores cristianos y no reciban incluso el sacramento del matrimonio. Y digo esto consciente al mismo tiempo del dolor que significa cómo se ha ido descristianizando nuestra sociedad y que los valores del evangelio no son la los que iluminan la vida de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. 

Pero más doloroso es que quienes se dicen cristianos, creyentes en Jesús, en estas cuestiones anden lejos de lo que nos enseña el evangelio y así contemplemos la rupturas y separaciones que están a la orden del día a nuestro alrededor entre personas que se dicen incluso de Iglesia. Es doloroso. 

Nos puede manifestar este hecho muchas cosas, desde la no madurez humana y cristiana a la hora de tomar el camino del matrimonio para comprender bien lo que son las exigencias y también las grandezas de un matrimonio vivido según el sentido de Cristo, o también de la debilidad de la fe que vivimos que nos hace que nos dejemos llevar fácilmente por los vientos reinantes a nuestro alrededor.

Es doloroso cómo hemos ido alejando a Dios de nuestra vida, desplazándolo de manera que no contamos con El en las diversas situaciones por las que podamos pasar. Significa eso también como nuestro espíritu religioso se ha ido enfriando también. Y es que sin Dios, sin su gracia y su fuerza, es difícil mantener una fidelidad total y hacer que ese amor sea único y envolvente de toda la vida de la persona. 

Todo esto tendría que ser motivo de mucha reflexión, de mucha oración y también de preocuparnos de una honda formación de nosotros y de la juventud que nos sigue en estos valores y principios cristianos y del evangelio. En la corta reflexión que nos podemos hacer en medio de nuestra celebración no podemos entrar en mayores profundidades. Pero bueno es recordar estos principios, dar testimonio de la validez del evangelio en todas las situaciones humanas que podamos vivir y que además sea motivo de nuestra oración.

jueves, 16 de agosto de 2012


Vivamos con sinceridad el perdón del Señor para saber perdonar a los demás
Ez. 12, 1-12; Sal. 77; Mt. 18, 21-19,1
¿Habremos olvidado que cuando rezamos el padrenuestro decimos ‘perdona nuestras ofensas como nosotros hemos perdonado a los que nos ofenden’? Creo que tendríamos que pensarlo. O que cuando recemos el padrenuestro lo hagamos con total sinceridad sabiendo bien lo que decimos y pedimos.

Cuántas veces cuando tenemos la humildad de reconocernos pecadores venimos a pedirle con insistencia al 
Señor que nos perdone; cuántas consideraciones nos hacemos de la misericordia del Señor y de lo bueno que es que siempre nos perdona, pero nos olvidamos de tener nosotros los mismos sentimientos de compasión y de misericordia con los demás. 

Si con sinceridad hemos experimentado en nuestra vida lo que es la misericordia del Señor que nos perdona, de esas mismas entrañas de misericordia y compasión tendríamos nosotros que llenarnos en nuestra actitud y en nuestra postura a los demás. Algunas veces me pregunto si realmente vivimos con hondura el perdón que el Señor nos regala cuando nos acercamos a El arrepentidos en el Sacramento de la Penitencia o si acaso nos contentamos con hacer un rito al que no le hemos dado toda la profundidad de vida que tendría que tener el sacramento.

Pero por la manera injusta que tenemos de tratar a los demás quizá podría ponerse en tela de juicio el que sinceramente hayamos experimentado lo que es la misericordia del Señor. Es por eso por lo que nos gusta llevar las contabilidades como vemos en la pregunta de Pedro hoy. ‘¿Cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano? ¿Hasta siete veces?’

Creo que quien haya experimentado de manera viva en su vida lo que es la misericordia y el perdón difícilmente no haría lo mismo también con los demás, Sentirme amado y perdonado es una experiencia muy rica en la vida. Reconocer que he obrado mal y que sería merecedor de un castigo en justicia por lo mal que he hecho, pero al mismo tiempo experimentar cómo se tiene compasión con nosotros y se nos perdona es algo que realmente tendría que transformar nuestro corazón y hacer que a partir de ese momento actuemos de forma distinta con los demás. 

Qué duros somos en ocasiones para juzgar a los demás y para condenarlos, sin quizá haber mirado primero la viga que podamos llevar en nuestro ojo, en nuestra vida. Qué intransigentes nos volvemos contra las faltas de los demás como si nosotros fuéramos tan perfectos que nunca cometiéramos error. En la duraza del corazón nos volvemos vengativos. 

Sin embargo cuando nosotros erramos y hacemos el mal, con qué facilidad nos justificamos y siempre tenemos una explicación que dar para tratar de justificarnos. Nos creemos con derecho a la justificación pero no le damos el derecho al otro a disculparse o pedir perdón.

Todo esto en el trato y relación con los demás. Todo esto en nuestra relación con el Señor. Cómo rezamos cada día el padrenuestro con todas y cada una de sus invocaciones y peticiones, y sin embargo no terminamos de llenar de compasión y misericordia nuestro corazón. 

A la pregunta de Pedro que hemos de reconocer que expresa también lo que muchas veces nosotros llevamos dentro Jesús propone la parábola que escuchamos que es bien gráfica y descriptiva de lo que solemos hacer. Muchas veces tendríamos que leer esta parábola y meditarla, pero viéndonos nosotros reflejados en ella para que aprendamos a perdonar con generosidad, para que seamos sinceros en nuestra oración con el Señor, para que llenemos de ternura divina nuestro corazón. 

miércoles, 15 de agosto de 2012

la asuncion de la virgen...


La Asunción de la Virgen un canto de alabanza a Dios que hemos de hacer a imitación de María

Apoc. 11, 19; 12, 1.3-6.10; Sal. 44; 1Cor. 15, 20-27; Lc. 1, 39-56
La fiesta de la Asunción de María es un canto de alabanza a Dios por la salvación que ha realizado en María, primicia del don ofrecido a toda la humanidad. Decimos que la Asunción de María es su glorificación al ser llevada al cielo en cuerpo y alma, como  ‘figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada’, como decimos en el prefacio de esta fiesta.
Es la gloria de María, pero es cantar la gloria del Señor. Es glorificar al Señor y cantar la mejor alabanza a Dios reconociendo las maravillas que el Señor realizó en María, pero que son maravillas que el Señor realizó a favor de todos nosotros. Todo lo que Dios realizó en María fue siempre para nuestra salvación, para que así se manifestara la gloria del Señor para todos los hombres.
Sentimos deseos de cantar a María, y no es para menos porque cantamos a la Madre, la Madre de Dios pero que es también nuestra madre. Y un hijo siempre se siente gozoso y de la mejor manera hasta orgulloso con el más sano de los orgullos, cuando se le piropea y se alaba a la madre. Viendo la gloria de María así exaltada y llevada al cielo, nos gozamos con la madre, nos gozamos con María y con ella nos sentimos nosotros también impulsados a lo alto, a lo grande, a la gloria del cielo. Es por eso por lo que se convierte esta fiesta en una gran fiesta de esperanza para todos sus hijos, para todos  nosotros, para toda la Iglesia que peregrina aún en este valle de lágrimas.
Pero en cierto modo queremos tomar prestadas las propias palabras de María en su cántico del Magnificat para reconocer las maravillas del Señor en nosotros y también con María cantar la mejor alabanza al Señor. Todo en esta fiesta de la Asunción de María a ello nos está invitando cuando así la vemos glorificada. No hay forma más hermosa de hacerlo que tomar las propias palabras de María, el propio cántico de María.
Queremos, sí, proclamar la grandeza del Señor reconociendo las maravillas de Dios. Que se nos abran los ojos de la fe que muchas veces estamos tan cegados que no somos capaces de ver la obra de Dios. Cómo tenemos que aprender de María, de la fe de María. Ella supo rumiar con fe allá en lo hondo de su corazón cuanto le sucedía para aprender a descubrir y a gustar toda esa presencia de Dios en su vida.
Se sentía pequeña y la última, considerándose a sí misma la esclava del Señor dispuesta siempre a lo que Dios quisiera, pero supo ver que Dios estaba realizando maravillas en ella. Era la mujer creyente que sabía leer el actuar de Dios en su vida. Por eso mereció también la alabanza de su prima Isabel: ‘Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá’, lo que nos recuerda las palabras de Jesús: ‘Dichosos los que crean…’ como le dijo a Tomás. Sí, dichosa María por su fe. Dichosos nosotros si vivimos una fe como la fe María.
Como mujer profundamente creyente María palpaba, sentía, vivía todo el amor de Dios que en ella se derrochaba, - la llena de gracia, como la llama el ángel -, pero sabía que si Dios estaba realizando tales maravillas no era para ella sola sino que allí se estaba manifestando la salvación de Dios que llegaba para todos los hombres. ‘Su misericordia llega a sus fieles de generación en generación’, llegaría a proclamar porque se sabía cauce de esa salvación, de esa misericordia de Dios para todos los hombres.
Madre de la misericordia, madre y reina, la llamamos tantas veces, porque sentía en sí ese amor misericordioso del Señor que se fijaba en su pequeñez para hacer obras grandes en ella y por ella para todos los hombres. Iba a ser la madre del Salvador, la madre del Redentor, la madre de quien era la manifestación más grande del amor de Dios para nosotros. ‘Tanto amó Dios al mundo…’, como tantas veces hemos reflexionado, y en Jesús se manifestaba ese amor, y Jesús nos llegaba a través del misterio de María. Reconocía las maravillas del Señor y se seguía sintiendo la pequeña, la humilde esclava del Señor.
Reconocemos nosotros las maravillas del Señor y con el mismo espíritu de fe de María queremos seguir haciendo nuestro camino de creyentes. Nuestra vida también tiene que convertirse en un cántico de alabanza al Señor como fue la vida de María, pero ha de ser también un testimonio, un signo, que como María invite e incite a los demás a alabar al Señor en el reconocimiento de sus maravillas.
Si María se manifestó, como antes decíamos, como madre de misericordia que manifestaba y nos hacia reconocer la misericordia del Señor, así nosotros por nuestro amor, por la humildad y sencillez de nuestra vida, por nuestras entrañas de misericordia para cuando sufren, por la generosidad de nuestro corazón, por nuestro sincero y generoso compartir con los hermanos en sus carencias y necesidades hemos de ser también ese signo, en medio del mundo, del amor y misericordia del Señor.
‘Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes’, cantamos con María; ‘a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos’, que decía María en su cántico de alabanza al Señor. Palabras podíamos decir casi revolucionarias porque implicaban un cambio y una transformación radical en la manera de actuar que a nosotros nos comprometen también. Es la semilla del evangelio que transforma totalmente nuestra vida y de la que hemos de ser signos con nuestra nueva forma de actuar para esa transformación de nuestro mundo desde los valores del Reino de Dios.
Si nos paramos a pensar y a reflexionar seriamente en todo este cántico de María que nosotros queremos hacer nuestro nos damos cuenta de que no pueden ser palabras que repitamos sin más, sin una repercusión seria en nuestra vida. Y es que nuestra fe, nuestra devoción a María, esta fiesta que hoy nosotros estamos queriendo celebrar en honor de María en su Asunción al cielo nos compromete seriamente en toda nuestra vida. Porque en María estamos contemplando a quien radicalmente quería vivir según el sentido y estilo nuevo del evangelio. Nuestra devoción a María, la fiesta que en su honor celebramos nos obliga a parecernos a ella, porque es la mejor alabanza, los mejores piropos que en su honor podemos decir en nuestra celebración.
Que en María encontremos esa fuerza y ese coraje para vivir todas las consecuencias de nuestra fe. La devoción a María no es una dormidera que nos adormece en una vida insulsa y ramplona, en una vida poco comprometida. Que María  nos ayude a despertar esa fe en nosotros en toda su viveza y compromiso. El mundo en que vivimos necesita unos testigos que señalen caminos nuevos, unos signos que le lleven a reconocer la presencia del Señor. Tenemos que ser esos signos y esos testigos. María nos enseña y nos ayuda.
María es la madre que va delante y nos enseña el camino para seguir con toda fidelidad el evangelio de Jesús. Siempre nos estará señalando que vayamos hasta Jesús, que lo escuchemos, que plantemos la semilla de su palabra en nuestro corazón y nos dejemos transformar por su gracia para que así podamos también transformar nuestro mundo desde los valores y principios del evangelio.
Nosotros, canarios, en este día queremos mirar a María en esa advocación tan querida de Candelaria. Ella va delante de nosotros con su luz que no es otra que la luz de Cristo. Nos señala caminos, los caminos del Reino de Dios. Ella nos señala siempre que vayamos a esa luz y nos dejemos iluminar por Jesús, que el evangelio sea siempre el motor de nuestra vida. Delante de los ojos tenemos siempre a María, a quien amamos profundamente. Que ella nos proteja, eleve nuestro espíritu, nos impulse a vivir profundamente nuestra fe en Jesús con todas sus consecuencias.

martes, 14 de agosto de 2012


El que sepa hacerse niño será grande en el Reino de los cielos
Ez. 2, 8-3,4; Sal. 118; Mt. 18, 1-5.10.12-14
‘Abre la boca… y come este volumen que te doy y vete a hablar a la casa de Israel’. Bella imagen que nos ofrece el profeta Ezequiel que nos habla de cómo hemos de hacer vida de nuestra vida la Palabra del Señor para que podamos luego llevarla también a los demás. Igual que asimilamos el alimento que comemos y se hace vida en nosotros, porque ese alimento nos da vida, nos hace vivir, así ha de ser la Palabra del Señor para nuestra vida. Palabra que es siempre una palabra dulce porque es una palabra de amor, como repetíamos en el salmo ‘¡Qué dulce, Señor, es en el paladar tu promesa!’.

Muchas veces hemos reflexionado sobre cómo hemos de acoger la Palabra de Dios, con qué atención la hemos de escuchar, y cómo hemos de plantarla en nuestra vida. Es la actitud de respeto y amor con que siempre hemos de acoger la Palabra del Señor, la atención que le hemos de prestar y, como hemos dicho en otras ocasiones, como buena semilla hemos de plantarla en nuestra vida. Ojalá siempre se haga vida de nuestra vida. 

Interesante la pregunta que le hacen los discípulos a Jesús. Pregunta que siempre estaba de alguna manera como flotando en el aire entre ellos, porque no pocas veces hasta discutían sobre quién iba a ser el primero; los codazos que los humanos nos damos tantas veces por alcanzar los primeros puestos; era en cierto muy normal y muy humano que en el grupo que seguía a Jesús también tuvieran sus ambiciones, porque realmente aún no habían purificado lo suficiente su corazón en el seguimiento y la imitación de Jesús. Aunque la pregunta hace una referencia explícita al Reino de los cielos, sin embargo podemos interpretar que ahí estaban también presentes sus ambiciones humanas.

‘¿Quién es el más importante en el Reino de los cielos?’ La respuesta de Jesús fue poner un niño pequeño en medio de ellos. Y les dice tres cosas: hay que hacerse como niño, hay que saber acoger a un niño, y nunca podemos despreciar a un niño o a quien consideremos pequeño. 

Pero, si lo que estamos preguntando es quien es el más grande, el más importante, ¿cómo es que hay que hacerse pequeño? Podría ser lo que primero rebatiéramos. El niño era imagen de lo pequeño, de lo insignificante, de lo que tenía poco valor. En la sociedad de entonces los niños no eran valorados de ninguna manera. Y es que entonces y ahora también todos queremos ser grandes, nadie quiere ser pequeño ni pasar por insignificante. Los niños estaban para los mandados, por así decirlo, y los niños no podían tomar decisiones importantes. Y equiparados a los niños había mucha gente a la que se consideraba así insignificante, de poco valor. 

En cierto modo, ¿no nos sigue sucediendo algo así que despreciamos y minusvaloramos a tantos porque no saben, porque no son de aquí, porque son de esta condición, porque son de otra raza…? Cuántas discriminaciones seguimos haciendo en la vida. 

Hoy Jesús nos hace aprender la lección. Tenemos que aprender a hacernos pequeños, que no nos importen los trabajos llamados humildes. Porque así tenemos que hacernos pequeños y saber acoger a los pequeños; porque así nunca podremos despreciar a nadie porque seamos pequeños. Y quien sepa hacerlo así ese es el que será grande en el Reino de los cielos.

Y es que el Señor ama a todos y ama a los pequeños, y no quiere que nada ni nadie se pierda. Por eso nos pone la pequeña parábola que nos habla de la oveja que el pastor va a buscar allá donde esté. Así nos busca el Señor; así nos busca y nos ama a todos; así no enseña esas actitudes nuevas para nuestro corazón en que sepamos buscar a todos, amar a todos sin distinción y en nuestro amor sepamos estar al lado de los que son pequeños o nos parezca que son los últimos. Hermosa lección. Tu palabra, Señor, es dulce al paladar.

lunes, 13 de agosto de 2012

La riqueza de la Palabra de Dios nos inunda de sabiduría divina

La riqueza de la Palabra de Dios nos inunda de sabiduría divina

Ez. 1, 2-5.24- 2, 1; Sal. 148; Mt. 17, 21-26

Como en un abanico desplegado nos aparecen diversos temas o pensamientos en la Palabra de Dios que hoy se nos proclama. Es la riqueza de la Palabra del Señor que nos inunda siempre de sabiduría divina para hacernos penetrar más y más en el misterio de Dios y para iluminarnos en ese camino que llenos de fe y de amor hemos de hacer cada día.

Por eso con cuánta atención hemos de escuchar, acoger en nuestro corazón la Palabra que el Señor quiere dirigirnos cada día cuando venimos a El en nuestra celebración. Si le prestáramos atención y fuéramos en verdad sembrando esa semilla divina en nuestro corazón veríamos cómo iríamos avanzando en nuestra vida espiritual que va a repercutir en gran manera en nuestra forma de vivir, pero también en nuestra relación con los demás para ir haciendo cada día nuestro mundo mejor.

Nada tiene desperdicio en la Palabra del Señor que cada día se nos proclama. Tenemos la tentación algunas veces de pensar en una primera lectura o escucha que hagamos de la Palabra, bueno, hoy es de poca importancia, o pocas son las cosas que puede enseñarnos; cuán equivocados estamos porque Dios en la riqueza de su sabiduría divina siempre tiene mucho que regalarnos. Así es su amor.

En la primera lectura comenzamos a leer al profeta Ezequiel. Era un sacerdote pero que no pudo ejercer en el templo de Jerusalén pues fue llevado al destierro y la cautividad y allí fue profeta para el pueblo que lejos de su tierra necesitaba escuchar fuertemente esa Palabra de Dios que le mantuviese fiel a la Alianza. Lo iremos escuchando en los próximos días, salvo en los que haya alguna celebración especial.

Hoy comienza haciéndonos una descripción maravillosa de la gloria del cielo. Aparte de ser pueblo que en sus expresiones utiliza la belleza de ricas imágenes y descripciones también la situación de cautividad en que vivían necesitaba de manifestaciones gloriosas tal como nos describe el profeta que les alentasen para sentir la presencia del Señor con ellos aunque les pareciera que andaban como abandonados de Dios en su cautividad. Iremos escuchando en los próximos días la presentación de ricas imágenes que ofrece el profeta que ayudaron a aquel pueblo en los momentos concretos y difíciles que Vivian y nos sirven también de ayuda para sentir esa presencia del Señor junto a nosotros. Se manifiesta la gloria del Señor que todo lo envuelve con su presencia de amor.

En el evangelio nos aparecen dos cosas: por una parte el anuncio que una vez más Jesús hace de su pasión y de su pascua. ‘Al Hijo del Hombre lo van a entregar en manos de los hombres, lo matarán, pero resucitará al tercer día’. El evangelista dice que ellos no entendían. Cuánto cuesta oír hablar de pasión y de muerte, de entrega y de sacrificio. Nos viene bien recordarlo continuamente nosotros también. Que no olvidemos que cada vez que celebramos la Eucaristía estamos anunciando y proclamando la pascua del Señor.

Finalmente un hecho que nos puede parecer anecdótico, pero que no lo es tanto. Le preguntan a Pedro si Jesús no paga las dos dracmas que había que pagar al templo. Vemos la respuesta y el actuar de Jesús, en ese detalle de la pesca de aquel pez que tenía la moneda de plata y que sirvió para pagar el impuesto tanto de Jesús como de Pedro.

Pero, ¿nos quedamos ahí? Creo que hay un mensaje. Jesús como hombre perteneciente a aquel pueblo concreto en el que vivía, aunque como Hijo de Dios podíamos decir que estaba por encima de todo, sin embargo quiere contribuir como un ciudadano más en aquellos medios materiales o económicos para el sostenimiento ya fuera del templo como de todo lo que era actividad de aquella sociedad.

Un detalle que nos recuerda y enseña muchas cosas. Nuestra responsabilidad con la sociedad en la que vivimos y la contribución que cada uno ha de hacer para la solución de sus problemas. No vale cruzarse de brazos para que otros hagan o mirar para otro lado como si esa responsabilidad no fuera con nosotros. Hay unas obligaciones de índole social que no podemos eludir porque estaríamos dejando de lado nuestra responsabilidad. Creo que en momentos como los que vivimos todo esto tendría que hacernos pensar, aunque necesitaríamos reflexionas más amplias. No somos ajenos a la sociedad en la que vivimos.

domingo, 12 de agosto de 2012


El Pan bajado del cielo nos hace vivir y nos llena de esperanza
1Rey. 19, 4-8; Sal. 33; Ef. 4, 30-5, 2; Jn. 6, 41-51

Todos deseamos vivir, tener vida. Amamos la vida y realmente no querríamos perderla, aunque algunas veces sólo pensemos en la materialidad de este mundo en el que vivimos sin darle demasiada trascendencia. Desearíamos poder disfrutarla de la mejor manera posible.

Sin embargo hay ocasiones en que, nos pasa a nosotros mismos o podemos verlo en gente que nos rodea, no desearíamos vivir. Los problemas, los sufrimientos, una grave enfermedad, la debilidad en la que nos vemos envueltos por los años, el sentirnos impotentes ante situaciones difíciles, las incomprensiones de los que nos rodean, los momentos duros por los que tenemos que pasar en ocasiones nos hace desear que todo se acabara y parece como que perdemos toda esperanza. 

Pero ¿realmente tenemos motivos para perder así la esperanza? ¿Habrá algo o alguien que la pueda despertar en el corazón y nos de fuerzas y ánimo para seguir luchando por la vida, por las cosas buenas? ¿Dónde y cómo podemos encontrar ese sentido de vivir?

Creo que la Palabra que hemos recibido hoy de parte de Dios en nuestra celebración nos ayuda y nos puede iluminar. Queremos ser hombres y mujeres de fe; al menos nos decimos creyentes y cristianos y si así lo sentimos desde lo hondo del corazón es porque sabemos que en el Señor podemos encontrar respuesta a esa inquietud de nuestro espíritu y a esas ansias de vida que llevamos en nosotros y que tenemos que reconocer que ha sido El quien la ha puesto en nosotros.

El profeta Elías estaba pasando por un momento difícil en su misión y en su vida que le hacía que en cierto modo retemblaran los cimientos más hondos de su vida. Se siente acosado en su misión y perseguido. Huye al desierto deseando morir. Es lo que nos narra la primera lectura de este domingo. ‘Caminó por el desierto… y al final se sentó bajo una retama y se deseó la muerte…’

Pero Dios va a ir poniendo señales en su vida de su presencia junto a El para que no decayera en sus fuerzas. Va a experimentar que Dios está allí a su lado para alimentarlo y alentarlo en su camino hasta el monte de Dios. ‘Levántate y come…. Y vio a su cabecera un pan cocido sobre unas piedras y un jarro de agua... comió y bebió…’ Y así por dos veces se le manifestó el ángel del Señor y prosiguió su camino.

Imagen de lo que Jesús quiere ofrecernos. No es un pan cualquiera el pan bajado del cielo del que nos habla Jesús y que es El mismo. Viene Jesús a nosotros para ser nuestro alimento, nuestra comida, nuestra fuerza, nuestro vivir. Aunque la gente de Cafarnaún no entiende, o le cuesta entender que Jesús diga ‘Yo soy el pan bajado del cielo y el que coma de este pan vivirá para siempre’, es en Jesús donde vamos a encontrar esa verdadera vida y una vida para siempre. Sus ojos y su pensamiento se quedan en aquel Jesús, el hijo de María, el hijo del carpintero de Nazaret. Pero allí hay algo más, y decimos algo porque nos es difícil encontrar la palabra adecuada, porque está quien en verdad nos va a dar la vida en plenitud, la mayor plenitud que podamos encontrar para nuestra vida.

Jesús viene de Dios, porque es Dios mismo hecho hombre, y es quien podrá revelarnos plenamente todo el misterio de Dios que es revelarnos también el misterio del hombre, el sentido del hombre. ‘Yo para esto he venido, para ser testigo de la verdad’, nos dirá en otra ocasión; testigo de la verdad de Dios, de la verdad de la vida humana, de la verdad del amor y de la paz, de la verdad de la auténtica alegría y felicidad, de la verdad del más profundo sentido del hombre. 

Tenemos que ir hasta Jesús y creer en El. Tenemos que dejarnos conducir por el Espíritu de Dios que nos conduce a Jesús para que creamos en El. ‘Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí… cree en mí… y os lo aseguro el que cree tiene vida eterna’. Así lo hemos escuchado hoy en el evangelio. Creemos en Jesús y nos llenamos de vida eterna. Creemos en Jesús y estamos ya llamado a la resurrección. ‘Yo lo resucitaré en el último día’, nos dice.

Decíamos antes que muchas veces en la vida nos encontramos desanimados por muchas cosas; desanimado es el que le falta ánimo, espíritu, el que le falta vida. Por eso, como le sucedió al profeta Elías que nos sirve de ejemplo también para nuestras situaciones, parece como si ya no quisiéramos vivir. Pero ahí está Jesús que viene a nosotros, que se hace presente en nuestra vida, que quiere ser nuestro alimento y nuestra fuerza, que quiere llenarnos de vida si en verdad ponemos toda nuestra fe en El. 

Por eso venimos a la Eucaristía con esos deseos de Dios. No como un rito más que hacemos, sino para experimentar esa presencia y esa fuerza de Dios en nuestra vida. Y de la Eucaristía tenemos que salir entonces revitalizados, llenos de esperanza, con nueva vida y nueva fuerza para seguir haciendo nuestro camino como Elías, porque ya sentimos que Dios está con nosotros para siempre. 

En el texto de Elías, aunque no lo hemos leído hoy, a continuación en el monte del Horeb, tiene una profunda experiencia de la presencia de Dios de manera que su vida quedará para siempre iluminada con la presencia de Dios. Fue como su Tabor, una Transfiguración como la que escuchamos de Jesús en el Evangelio hace unos días, para bajar de la montaña hecho un hombre nuevo y fuerte para seguir con su misión. Así tendría que ser para nosotros siempre nuestra Eucaristía, un Tabor donde nos sintamos transfigurados por la presencia y la gracia de Dios. 

Cuando comemos a Cristo en la Eucaristía no estamos comiendo simplemente pan, sino que estamos comiendo a Cristo para que se haga vida nuestra, vida en nosotros. Nos sentimos iluminados, transformados por su gracia, por su presencia y así tenemos que ver la vida ya con unos ojos nuevos, con un nuevo sentido, el sentido y el vivir de Cristo.

San Pablo nos decía que lejos de nosotros toda amargura y todo lo que nos lleve a la muerte. Es que ya estamos llenos de dicha, de esperanza, de luz, de vida. ‘Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo… sed imitadores de Dios… y vivid en el amor’. Es así como tiene que ser siempre ya la vida después de haber celebrado la Eucaristía.

No tenemos motivos nunca para perder la esperanza cuando hemos puesto nuestra fe en Jesús. El despierta nuestro corazón y nos da fuerzas y ánimo para vivir, para seguir la lucha de cada día, para tener esperanza y para llenarnos de alegría aunque humanamente tengamos que pasar por momentos duros y difíciles, muchas sean las incomprensiones o los sufrimientos de todo tipo. Para eso El se ha hecho alimento, es el pan de vida que nos da vida, es el pan bajado del cielo que quien lo coma vivirá para siempre.