Ez. 18, 1-10.13.30-32; Sal. 50; Mt. 19, 13-15
‘Dejadlos, no impidáis a los niños acercarse a mi, de los que son como ellos es el Reino de los cielos’. Hermoso mensaje que nos ofrece hoy el evangelio.
La gente que acude a Jesús viene también con sus niños que se los presentan para que los bendiga. Era algo habitual el que las madres presentaran a sus hijos a los rabinos para que los bendijeran. Lo hacen también con Jesús. Pero por allí están los discípulos muy celosos de lo que pudiera molestar al Maestro. Por eso tratan de impedirlo. Pero ahí está la respuesta de Jesús, la ternura de Jesús.
No hace muchos días ya contemplamos cómo Jesús ponía un niño en medio de los discípulos para decirles también que había que hacerse como niño y que había que saber acoger también a los niños y a los pequeños.
Hoy nos los presenta como un signo de lo que hay que ser en lo más hondo de nosotros mismos para entender y para vivir el Reino de Dios. La imagen del niño nos está hablando de limpieza del corazón, de pureza en las intenciones, donde no quepa malicia alguna, de sencillez y de humildad.
Los limpios de corazón verán a Dios, nos dirá Jesús en las Bienaventuranzas; y de los pequeños y humildes es el Reino de los cielos. Por eso nos está hablando de hacernos como niños, limpios de corazón, pequeños y sencillos sin ninguna malicia interior; abiertos de corazón como un niño que siempre está con los ojos despiertos y atentos para conocer y para aprender; con un alma tierna en la que florezca fácilmente el amor y en la que vayan dejando huella las cosas buenas que vayamos recibiendo o aprendiendo de los demás.
Tras ese breve mensaje nos dice el evangelista que ‘les impuso las manos y se marchó de allí’. Imponer las manos significa bendecir; y bendecir es invocar a Dios para que se derrame con su gracia sobre aquel que es bendecido. Jesús quería que Dios estuviera siempre en alma de aquellos niños para que nunca se enturbiara su corazón con la maldad y la malicia.
Ojalá supiéramos sentir continuamente sobre nosotros las bendiciones de Dios para que aprendiéramos a actuar siempre en la vida con esa rectitud, con esa pureza de intención, alejando de nosotros toda maldad y toda malicia. Necesitamos de esas bendiciones de Dios porque andamos muchas veces con nuestro corazón turbio porque está lleno de recelos y desconfianzas, porque lo dejamos envolver por nuestros orgullos y nos encerramos fácilmente con nuestras actitudes egoístas, porque nos dejamos corroer por las envidias y los celos que nos enferman espiritualmente y nos llenan de tristezas y de muerte. Es de lo que tenemos que saber purificar el corazón sabiendo que no nos faltará la bendición y la gracia del Señor si con humildad se la pedimos.
Qué bellos son los ojos de un niño que te mira sin malicia y abierto siempre al cariño y la confianza. Pero nuestros ojos se han enturbiado con tantas cosas y por ello muchas veces ocultamos los ojos ante la mirada de los demás. Por eso tenemos que aprender de nuevo a ser como niños, a hacernos niños, como nos dice hoy Jesús en el evangelio. Y es que cuando vayamos actuando así con esa mirada limpia y luminosa es porque ya estamos comenzando a gustar en verdad lo que es el Reino de los cielos.
‘No me arrojes lejos de tu rostro, le hemos pedido al Señor en el salmo, devuélveme la alegría de tu salvación’. Alegría porque Dios está con nosotros inundándonos con sus bendiciones y alegría porque podemos vivir el Reino de Dios.
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