Isaías, 66, 10-14;
Sal. 65;
Gál. 6, 14-18;
Lc. 10, 1-12.17-20
La palabra proclamada comienza haciéndonos una invitación a la alegría y a la fiesta con el profeta Isaías, ‘festejad a Jerusalén, gozad con ella todos los que la amáis, alegraos de su alegría…’ y termina invitándonos también Jesús en el evangelio ‘estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo’.
Invitación a la alegría porque el Señor va a derramar su paz sobre su pueblo, ‘como un río, como torrentes en crecida’, y sentirán el consuelo del Señor, ‘así os consolaré yo y en Jerusalén seréis consolados’.
Pero ese es también el mensaje que Jesús confía a sus discípulos, la paz en el anuncio del Reino de Dios. ‘Designó el Señor otros setenta y dos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos a donde pensaba ir El… Poneos en camino… cuando entréis en una casa, decid primero: paz a esta casa… curad a los enfermos que haya y decid: está cerca de vosotros el Reino de Dios’.
‘Poneos en camino…’, nos sigue diciendo a nosotros hoy. Y no nos oculta las dificultades, ‘como ovejas en medio de lobos… y si no os reciben bien…’ Ponernos en camino para anunciar el Reino de Dios que está cerca de nosotros. ¿Encontraremos quien nos haga oposición y luche contra nosotros? ¿Será escuchado el mensaje o será rechazado? De una cosa sí estaremos seguros y es que es necesario hacer ese anuncio hoy en el mundo que vivimos.
Cuántas veces hablamos de la crisis, de la mala situación que estamos pasando en todos los sentidos. Creo que tenemos que saber hacer una lectura de fe de todo lo que sucede. Porque en el fondo de todo esa situación de nuestro mundo puede haber una llamada del Señor para nosotros los que creemos en El y un mensaje que tenemos que saber trasmitir. Son cosas que suceden en nuestro mundo y a ello tenemos que saber dar una respuesta desde esa fe que tenemos en Jesús y desde la misión que El nos confía.
Hablamos de la crisis, porque está en boca de todos, y pensamos en la economía como pensamos en la pobreza que va creciendo más y mas a nuestro alrededor, sin olvidar la más grave situación de pobreza, miseria y hambre que viven tantos pueblos de nuestro mundo con tantas desigualdades en unos países y otros y tantos millones de personas que mueren de hambre. Porque no podemos ser tan ciegos que nos quedemos sólo mirando lo que nos pasa a nosotros.
Pero la crisis no está sólo en ese aspecto tan pecuniario y económico; cuánta violencia de la que oímos hablar todos los días y no vamos a hacer listados; cuánta falta de valores y principios que guíen nuestro actuar de una forma ética y con sentido profundo; cuánta indiferencia en lo religioso y cuánta confusión, porque el hambre de lo espiritual algunas veces se trata de saciar sin saber bien dónde; cómo reaparecen viejas supersticiones y creencias bien lejanas de un sentido cristiano de la vida y de una auténtica religiosidad cristiana. Y así podíamos pensar en muchas más cosas.
Por eso nos dice Jesús que la tarea no es fácil y que además hacen falta muchos obreros para esa mies que puede ser tan abundante y donde tenemos tanto que hacer. Nos pide que ‘roguemos al dueño de la mies para que envíe obreros a su mies’. Pero ahí nos envía Jesús a llevar su mensaje de paz, el mensaje del Reino de Dios que comienza precisamente por ahí, por ese anuncio de paz, por esa construcción de la paz. Y es un mundo nuevo el que tenemos que hacer, un hombre nuevo, una criatura nueva. No nos podemos cruzar de brazos.
‘Poneos en camino… curad a los enfermos que haya y decid: está cerca de vosotros el Reino de Dios’, nos dice el Señor. ‘Así os consolaré yo…’ nos decía el profeta. Tenemos que anunciar la paz, tenemos que curar y consolar. Cuántas heridas que sanar en el corazón del hombre. Cuántos corazones atormentados, cuánto sufrimiento, cuánto dolor… cuántas personas que necesitan una palabra de aliento, una palabra de consuelo; cuánta esperanza tenemos que suscitar en que es posible un mundo nuevo, un hombre nuevo. Pero es también curar los corazones egoístas y encerrados en sí mismos para despertar solidaridad en todos y afán de justicia para que entre todos sepamos colaborar para hacer eso nuevo que tenemos que construir. Llevamos la misericordia del Señor; anunciamos la Palabra de Dios que es Palabra de vida y de salvación para todo hombre.
Todo eso se tiene que traducir en gestos de amor, de cercanía; en gestos pequeños y humildes pero que despierten la fe y la esperanza. Por eso nos dirá que no nos preocupemos de llevar talegas, alforjas o sandalias. Porque lo importante es esa disponibilidad y esa generosidad de nuestro corazón para realizar la tarea que el Señor nos encomienda. Porque es importante que sepamos buscar lo que verdaderamente es importante, lo que son los verdaderos valores con los que tenemos que hacer que nuestro mundo sea mejor. Para que desterremos el egoísmo, para que dejemos de pensar tanto sólo en nosotros mismos, para que se entierren para siempre los gestos, las palabras, los gritos de violencia. Para que florezca la solidaridad y el amor para que todos nos empeñemos en hacer ese mundo nuevo. Es lo que desde Jesús tenemos que realizar, es el Reino de Dios que tenemos que anunciar.
Como decía el salmo ‘venid a escuchar: os contaré lo que el Señor ha hecho conmigo’. Es lo que nosotros queremos vivir en el día a día de nuestra vida, si sentimos en nosotros ese consuelo, esa gracia y esa paz de Dios. Es lo que vamos logrando si ponemos esos pequeños granos de arena de cosas buenas cada día. Es el testimonio que entonces tenemos que dar; la experiencia de lo que nosotros vivimos tiene que hablar, porque no son sólo palabras sino el testimonio de nuestra vida lo que necesita escuchar nuestro mundo para que llegue a mirar y a escuchar al Señor.
‘Yo haré derivar hacia ella como un río la paz…’ nos decía el profeta. Y cuando los discípulos volvieron contentos por lo que habían realizado en el nombre de Jesús, les dice: ‘estad contentos porque vuestros nombres están inscritos en el cielo’. Despierta también el Señor en nosotros la esperanza y nos invita a la alegría por ese Reino de Dios que anunciamos. ‘Vuestra recompensa será grande en los cielos’, nos dijo cuando las bienaventuranzas.