Oseas, 11, 1-4.8-9;
Sal. 79;
Mt. 10, 7-15
‘Que brille tu rostro, Señor, y nos salve’, hemos repetido en el salmo. Como se dice en alguna bendición ‘que el Señor vuelva su rostro sobre nosotros y nos conceda su paz’. Recibir la mirada de Dios es recibir su amor, su complacencia sobre nosotros, llenarnos de sus bendiciones. Por eso pedíamos en el salmo ‘mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña, la cepa que tu diestra plantó y que tu hiciste vigorosa’. ¡Qué hermoso y qué dicha!
Normalmente decimos que en la liturgia el salmo responsorial es como una respuesta hecha oración con los mismos salmos de la Biblia, o sea con la misma Palabra de Dios, que damos a lo que vamos escuchando en la Palabra que se nos proclama. Hoy podemos decir que es cierto que es así, pero también podríamos decir que lo escuchado en el profeta Oseas es como un decirnos de una forma muy concreta cómo el Señor en la historia de la salvación va volviendo su rostro sobre nosotros.
Hemos de reconocer que este texto de Oseas es bellísimo, nos manifiesta una ternura extraordinario de Dios para con nosotros. Muchas veces en los profetas nos parece ver sólo palabras duras de denuncia de nuestros males y nuestras infidelidades. Es cierto que es así, pero también nos encontramos páginas tan bellas como esta que hoy se nos ofrece en la liturgia. Es como para quedarnos repitiéndola, rumiándola, mascullándola una y otra vez para gozarnos en el amor del Señor.
Es toda una historia de amor como es toda la historia de la salvación. Recuerda la liberación de Egipto pero es un seguir viendo esos pasos de amor de Dios para con su pueblo a pesar de sus infidelidades y pecados. ‘Cuando Israel era joven, le amé, desde Egipto llamé a mi hijo…’ A pesar de tanto amor de Dios cuántas veces Israel - ¿No tendríamos que decir nosotros también? – se rebelaba contra el Señor y quería volver por su camino de pecado. Recordemos todo el recorrido por el desierto, pero lo que fue luego la historia – hemos escuchado estos días pasados algunos retazos – del pueblo ya asentado en la tierra prometida y cómo se volvía a los baales y a los ídolos.
‘Le enseñé a andar, le alzaba en brazos, lo curaba’. Es el amor del padre por su hijo que le toma en brazos le da cariño y lo cuida. ‘Con lazos de amor le atraía… se me revuelve el corazón, se me estremecen las entrañas…’ ¡Cuánta ternura de Dios para con su pueblo, para con nosotros!
Qué distinta la reacción de Dios a lo que es nuestra manera de reaccionar. Cuando no somos correspondidos reaccionamos con resentimientos, con amarguras, y algunas veces hasta tratamos de olvidar a aquellas personas a las que amábamos y por los que habíamos hecho quizá tanto en nuestro amor. Por eso nuestras fidelidades humanas son tan débiles y efímeras muchas veces. Rompemos el amor, rompemos la amistad, pasamos del amor a la indiferencia, al rencor y hasta el odio.
Pero no es ese el actuar de Dios que mantiene su fidelidad y su amor a pesar de nuestros desamores, olvidos e infidelidades. ‘No cederé al ardor de mi cólera… que soy Dios y no hombre, santo en medio de ti, y no enemigo a la puerta’, nos dice el Señor.
Y a tanto amor, ¿cómo correspondemos? Que vuelva el Señor su rostro sobre nosotros y nos conceda su favor, nos llene de su gracia y nos dé la fuerza del amor en nuestro corazón para así corresponder a su amor. Y con amor así amemos también nosotros a los demás.
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