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sábado, 21 de abril de 2012


Está siempre junto a nosotros a pesar de los nubarrones que nos puedan enturbiar la vida

Hechos, 6, 1-7; Sal. 32; Jn. 6, 16-21
La comunidad de los que creían en Jesús iba creciendo. ‘La Palabra de Dios iba cundiendo, y en Jerusalén crecía mucho el número de los discípulos’. Pero en su crecimiento van apareciendo nuevos problemas y dificultades que pueden poner en peligro la armonía y la comunión que entre todos se vivía.
Ante las dificultades hay quienes se acobardan y se encierran sin saber buscar soluciones a los problemas; otros se crecen y hace que surjan valores y virtudes que ayudarán más aún a su crecimiento; pero también ante las dificultades y problemas hay que saber tener una visión distinta, la visión del creyente que puede ver en esas mismas dificultades una llamada del Señor y una invitación a descubrir cosas nuevas, que el mismo Espíritu divino va haciendo surgir en el interior de las personas.  
Cuando crece el número de los discípulos comienzan las quejas y malentendidos por el servicio que se les presta a los diferentes sectores y necesidades. Hay creyentes en Jesús que provienen del judaísmo porque son de allí mismo de Jerusalén o Palestina, pero también están los de lengua griega, como dice el texto, para referirse a los provenientes de la gentilidad o de aquellos judíos de la diáspora que al venir a Jerusalén con motivo de la pascua y ante todo lo sucedido se van abriendo a la fe en Jesús.
En la dificultad no nos sentimos solos porque siempre nos sentimos asistidos por la fuerza del Espíritu del Señor, por la presencia de Dios junto a nosotros, aunque a veces nos cueste comprender. Es lo que nos expresa hoy el evangelio. Los apóstoles iban remando con gran dificultad queriendo atravesar el lago para llegar a Cafarnaún, pero se les había hecho de noche, el viento soplaba fuerte y en contra y parecía que se podían encontrar en dificultades y se encontraban solos. Pero allí estaba el Señor; aparece caminando sobre el agua. ‘No temáis, soy yo’, les dice.
Pero allí en medio de aquella comunidad está el Espíritu del Señor que es el que en verdad guía a la Iglesia, la guió hace dos mil años y la sigue guiando en la actualidad. El creyente ha de saber discernir, tener la mirada de Dios en sus ojos y en su corazón para descubrir los caminos por donde quiere llevarnos el Señor. Así surgió la diaconía dentro de la comunidad cristiana; aquellos cristianos con el don y el ministerio del servicio, en este caso para atender a los huérfanos y a las viudas, como dice el texto sagrado, porque reflejan las situaciones de mayor desamparo y pobreza en que podían verse envueltos; la mujer que pierde a su marido o el niño o joven que se queda sin la protección de los padres.
Los apóstoles han de dedicarse a la misión concreta que han de realizar en medio de la comunidad, del anuncio de la Buena Nueva del Evangelio y ser aglutinadores de la comunidad dirigiendo la oración de los hermanos. Por eso los apóstoles les piden que elijan a ‘siete de entre vosotros, hombres de buena fama, llenos de espíritu de sabiduría y los encargaremos de esa tarea, mientras nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la palabra’.
Es así como nace la dianonía, el diaconado en la Iglesia de Jesús. ‘Los apóstoles les impusieron las manos orando’ e invocando el Espíritu divino sobre ellos, en lo que vemos lo que va a ser la base de la ordenación sacerdotal o de los diferentes ministerios dentro de la Iglesia. Pues ¿qué es realmente una ordenación sacerdotal? No es simplemente elegir a unas personas a las que se les confía un encargo, sino que es fundamentalmente invocar al Señor para saber quienes han de ser elegidos y en la oración y en la imposición de las manos del Obispo invocando al Espíritu Santo consagrarlos para una misión.
Este texto nos ofrece por una parte lo que es el crecimiento de la comunidad cristiana ayudándonos a entender cómo van surgiendo los diferentes ministerios dentro de la Iglesia, y por otra parte nos puede ayudar también para saber descubrir la presencia del Señor junto a nosotros, a pesar de los nubarrones en que nos veamos envueltos en la vida. Nunca nos deja el Señor. Está siempre a nuestro lado y la fuerza de su Espíritu no nos faltará.

viernes, 20 de abril de 2012


Un signo de Jesús que nos plantea un estilo nuevo de vida

Hechos, 5, 34-42; Sal. 26; Jn. 6, 1-15
‘Este sí que es el profeta que tenía que venir al mundo’, exclama la gente ‘al ver el signo que había hecho’. No era para menos. Una multitud grande que lo había seguido hasta lugares descampados que es alimentada milagrosamente por Jesús multiplicando aquellos pocos panes y peces. Y aún sobró. ‘Recojan los pedazos que han sobrado, que nada se desperdicie’. ¡Cuántos detalles que merecerían muchos comentarios!
‘Estaba cerca la fiesta de la Pascua’, nos dice el evangelista para situarnos bien el tiempo en que sucedieron las cosas. Nosotros, sin embargo escuchamos este evangelio, esta Buena Nueva de Jesús en medio de nuestras celebraciones pascuales. Si el hecho de la multiplicación de los panes fue un anuncio – un signo como le gusta señalar al evangelista Juan – nosotros celebrada la Pascua escuchamos este evangelio que nos ayudará a vivir y a profundizar en el sentido de la pascua.
No es sólo el milagro en sí sino lo que tiene de anuncio y significado para nosotros. Ese pan multiplicado con el que Cristo da de comer a toda aquella multitud que le seguía nos está anunciando cómo es El mismo el que quiere dársenos en comida para que tengamos vida y vida para siempre. Seguiremos en los próximos días escuchando lo que sigue en el evangelio de Juan tras la multiplicación de los panes que será el discurso del pan de vida que Jesús pronuncia en Cafarnaún. Nos está, pues, adelantando cómo Cristo quiere dársenos como comida, como alimento, como vida de nuestra vida.
En la Pascua estamos contemplando y celebrando todo el misterio de la entrega de amor de Jesús. Cristo que se da y que se entrega hasta el final realizando su pascua salvadora en el misterio de su pasión, muerte y resurrección. Esa entrega redentora de Jesús nos llena de gracia, nos llena de vida, nos llena de salvación. Una gracia, una vida y una salvación que hemos de vivir en el mismo amor de Jesús.
Cuando celebramos la Eucaristía – y la multiplicación de los panes es figura de la Eucaristía en que Cristo se nos dará como comida – estamos celebrando, haciendo presente en nosotros, en la iglesia y en el mundo todo el misterio de la muerte y resurrección del Señor, todo el misterio de su pascua. Anunciamos y proclamamos la muerte y la resurrección del Señor mientras esperamos su venida gloriosa. Por eso pedimos ‘¡Ven, Señor Jesús!’ Celebramos la Eucaristía y hacemos presente, actual el mismo sacrificio de Cristo.
Celebramos la Eucaristía y hemos de vivir en su mismo amor, porque hemos de vivir su misma vida. Celebramos la Eucaristía y nosotros con Cristo queremos hacer la misma ofrenda de amor, nos unimos a la ofrenda y al sacrificio de Cristo. Por eso no la podemos celebrar de cualquier manera. Nos compromete. Nos pone en camino de entrega de amor.
Por eso, cuando hoy escuchamos este relato con todos sus detalles irán surgiendo preguntas en nuestro interior que nos lleven a la reflexión y al compromiso. Hay detalles como la generosidad de quien puso a disposición aquellos cinco panes y el par de peces. Está el hecho de la preocupación de los discípulos porque a aquella gente no le faltara qué comer. O podemos fijarnos en lo que dice Jesús que recojan los pedazos que han sobrado para que nada se desperdicie.
¿Actuaremos así nosotros en las pequeñas cosas de cada día de nuestra vida? ¿No nos estará enseñando a abrir los ojos para ver las necesidades de los demás y no sólo las propias y tratar de buscar remedio? En nuestro mundo tan consumista y donde todo es de pronto uso y tanto se tira y desperdicia, mirando las necesidades que hay a nuestro alrededor ¿no tendríamos que aprender a aprovechar mejor lo que tenemos y ser capaces de desprendernos con generosidad de nuestras cosas para compartir con los demás?
No está lejos el evangelio de nuestra vida concreta y es luz que nos ayuda a comprender cómo mejor podemos hacer las cosas sobre todo pensando con generosidad y amor en los demás. Nos está planteando un estilo nuevo de vida.

jueves, 19 de abril de 2012


Con la Palabra de Dios proclamada nos sentimos alentados y fortalecidos en nuestra fe

Hechos, 5, 27-33; Sal. 33; Jn. 3, 31-36
La Palabra de Dios que se nos proclama y escuchamos cada día es una palabra viva, llena de vida y que nos da vida. Por la Palabra nos vamos introduciendo cada vez en el misterio de Dios, porque sólo si El se nos revela podemos conocerle; pero a través de esa Palabra vamos escuchando también lo que Dios quiere de nosotros, nos va señalando los caminos de nuestra vida y cómo hemos de dar respuesta a lo que Dios nos pide; y en la Palabra nos sentimos alentados en nuestra fe porque nos sentimos amados de Dios que así quiere revelársenos y estar con nosotros. Con ese gozo, con ese deseo y con esa esperanza venimos cada día a escuchar la Palabra del Señor.
Es Jesús, verdadero Verbo de Dios, el que nos ayuda a conocer a Dios,  nos revela el misterio de Dios. Ya nos lo decía El mismo que ‘nadie conoce al Padre sino el Hijo y nadie conoce al Hijo sino el Padre y aquel a quien se lo quiere revelar’. Es el Verbo de Dios que está en Dios desde toda la eternidad pero que viene a nosotros como Palabra, como Revelación que hemos de escuchar para encontrar así el camino de salvación que Dios quiere ofrecernos.
De ahí la fe que tenemos que poner en Jesús para alcanzar la vida eterna. Es lo que nos ha dicho hoy. ‘El que cree en el Hijo posee la vida eterna’. Fue levantado en lo alto, como Moisés levantó la serpiente en el desierto, para que todo el que cree en El alcance la vida eterna. Lo  hemos meditado muchas veces, pero estos días en la conversación de Jesús con Nicodemo lo hemos escuchado una vez más. ‘Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en El tenga vida eterna’.
La Palabra de Dios que hoy hemos escuchado, como en todos estos días de Pascua, quiere avivar y alentar nuestra fe. Cuando venimos a la celebración queremos dar gloria al Señor y cantar su alabanza, queremos darle gracias por tantos beneficios que de El recibimos – ya es un regalo de amor que nos ofrezca cada día también la riqueza de su Palabra - y le presentamos también todas nuestras necesidades y las necesidades del mundo, pero en nuestra celebración nos sentimos reconfortados en nuestra fe; alimentamos nuestra fe, nos sentimos fortalecidos para poder hacer con toda seguridad el camino de nuestra vida cristiana.
El texto que hemos escuchado de los Hechos de los Apóstoles en la primera lectura eso pretende también, para eso nos vale. Una vez más escuchamos una confesión de fe, una proclamación de la fe en Cristo resucitado que Pedro hace valientemente ante el Sanedrín cuando una vez más es apresado y conducido a presencia del Sumo Sacerdote y el Sanedrín. No pueden dejar de obedecer a Dios y por eso no pueden dejar de hablar de Jesús, de confesar y proclamar ante todos la fe que tienen en Jesús. Ellos son testigos que no pueden callar. El Espíritu Santo está en ellos fortaleciéndoles.
‘El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis colgándolo de un madero. La diestra de Dios lo exaltó haciéndole jefe y salvador, para otorgarle a Israel la conversión con el perdón de los pecados. Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo que Dios da a los que le obedecen’. Es la proclamación clara y valiente que hace Pedro. No se arredra ante las prohibiciones y los obstáculos que le están poniendo.
Cómo tendría que alentarnos un testimonio así. El mundo que nos rodea ni cree en Jesús resucitado como nuestro salvador ni quiere escuchar este mensaje. Más bien muchas veces vamos a encontrar muchos obstáculos cuando queremos proclamarlo valientemente. Pero ‘somos testigos nosotros y el Espíritu Santo que Dios da a los que le obedecen’. A nosotros no nos falta tampoco la fuerza y la presencia del Espíritu Santo en nuestra vida para que tengamos la valentía de proclamar nuestra fe. Que sintamos en verdad la fuerza del Señor.

miércoles, 18 de abril de 2012


Dios mandó a su Hijo al mundo… para que el mundo se salve por El

Hechos, 5, 17-26; Sal. 33; Jn. 3, 16-21
‘Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él’. Así es el amor que Dios nos tiene. No podemos ponerle límites ni fronteras al amor de Dios. Es un amor infinito. Es tanto lo que nos ama que nos entrega a su Hijo.
Estamos celebrando la Pascua y bien reciente tenemos en las retinas del corazón hasta donde llega ese amor. Hemos contemplado la pasión y muerte de Jesús. Hemos contemplado la expresión más hermosa de lo que es el amor. El amor más grande; el que se da sin límites; el que se da hasta la muerte. No perdonó a su propio Hijo pero porque quería perdonarnos a nosotros. Que pase de mí este cáliz, gritaba en su angustia Jesús en Getsemaní, pero la voluntad de Dios estaba por encima de todo. Y la voluntad de Dios era mostrarnos su amor. Un amor extremo, infinito por el que murió Jesús en la cruz por nosotros, porque nos amaba.
¿Qué hemos de hacer nosotros? Poner toda nuestra fe en El y responder con nuestro amor. ‘El que cree en El,  no será condenado’, nos dice Jesús. Poner toda nuestra fe en El y dejarnos iluminar por su luz. No cometer el error y el pecado de querer volver a las tinieblas. Lo hacemos tantas veces. ‘Esta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas, pues todo el que obra perversamente detesta la luz para no verse acusado por sus obras’.
Hay que ver cómo somos; podemos estar iluminados por la luz, pero tantas veces preferimos las tinieblas. Nos escondemos en las tinieblas con nuestro pecado. Por el pecado rehusamos la luz prefiriendo las tinieblas. Es una idea que desde el principio del evangelio de Juan se nos ha ido repitiendo. ‘La Palabra era la luz verdadera, que con su venida al mundo ilumina a todo hombre. Estaba en el mundo, pero el mundo, aunque fue hecho por ella, no la reconoció’. Así nos decía san Juan en la primera página del evangelio. Nos dejamos embaucar por el príncipe de las tinieblas que nos tienta y nos confunde. No tendríamos que confundirnos si escucháramos de verdad a Jesús, si viviéramos siempre a su luz. Es lo que tenemos que hacer.
Jesús es la luz verdadera por quien hemos de dejarnos iluminar. ‘Yo soy la luz del mundo’, nos dice, ‘el que me sigue no camina en tinieblas’. Es la verdad y la salvación de nuestra vida. Es la manifestación del amor salvador de Dios, como ya hemos dicho y repetido. Hemos de caminar, pues, a su luz.
Simbólicamente estamos ahora en Pascua iluminados constantemente por la luz del Cirio Pascual, que siempre permanece encendido delante de nosotros en todas las celebraciones. Nos recuerda a Cristo; es signo de Cristo de quien tomamos su luz. Por eso simbólicamente en la noche de la vigilia pascual de la resurrección del Señor una vez que encendimos el fuego nuevo y de él encendimos el cirio pascual, luego todos fuimos tomando de su luz, para dejarnos nosotros iluminar y para iluminar también nosotros a los demás.
Era hermoso cómo cuando íbamos entrando en el templo en la medida en que encendíamos nuestras luces del cirio pascual nuestro templo se iba iluminando hasta que llegó como una explosión de luz en el momento en que cantábamos a Cristo en su resurrección. Pero esa luz no podemos dejar que se nos apague. Hemos de mantenerla encendida. Es nuestra fe y son las obras de nuestro amor. Es la señal de que nos mantenemos en esa gracia salvadora que recibimos de Jesús. No dejemos introducir el pecado en el corazón para que no se nos apague esa luz. Renovémosla continuamente con la gracia de los sacramentos.
Mantengamos viva nuestra fe y dejémonos iluminar por su luz. El nos garantiza su salvación.

martes, 17 de abril de 2012


Bebamos en la fuente del amor de Jesús para vivir una auténtica comunión con los hermanos

Hechos, 4, 32-37; Sal. 92; Jn. 3, 11-15
 ‘En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo; lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio, nada de lo que tenía’. Es el segundo resumen y descripción que nos hacen los Hechos de los Apóstoles de lo que era la vida de la comunidad cristiana.
Hemos ido escuchando en la lectura de los textos escogidos ahora en la Pascua de los Hechos de los Apóstoles el anuncio valiente que van haciendo los apóstoles de la Buena Nueva de Jesús, de la Buena Nueva de la resurrección. Hoy mismo hemos escuchado cómo ‘los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor’. Ya hemos escuchado las primeras reacciones en contra y hemos contemplado a Pedro y Juan en la cárcel, después de la curación del paralítico de la puerta Hermosa y la oración de la comunidad cristiana, ayer, al ser liberados, aunque con la prohibición de hablar del nombre de Jesús.
Pero el libro de los Hechos además de querernos manifestar el crecimiento de la comunidad de los que creían en Jesús por la predicación de los apóstoles, también quieren expresarnos lo que era la vida de aquellas primeras comunidades de los que creían en el camino nuevo de Jesús. ‘Los que seguían el camino’, dirá en algún momento. Y es que aceptar la fe en Jesús como nuestro Salvador desde su muerte y resurrección implicaba todo un estilo y sentido de vida. Ya nos había dicho Jesús cuál había de ser el distintivo de los que creyeran en él y nos dejó el mandamiento del amor.
Por eso la señal clara del seguimiento de Jesús implicaba el ir creando esa comunidad de amor que tenía y tiene que ser la Iglesia de Jesús. Son las obras de nuestro amor las que van a hablar de nuestra fe, ya hemos dicho en algún momento. Por eso en estas descripciones que nos hace de la vida de aquella primera comunidad de Jerusalén en lo que más incide es en la vida de comunión que se vivía entre ellos. Nos hablará del compartir generoso, de manera ‘que nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía’, pero lo más importante es esa comunión fraternal que entre todos se había ido creando. ‘Todos pensaban y sentían lo mismo’, nos decía el texto de hoy.
Ya decíamos que esta era el segundo resumen en este sentido. El domingo segundo de pascua, en la primera lectura, ya se nos ofreció el primer resumen descripción. ‘Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones’, nos decía entonces. ‘Los creyentes Vivian todos unidos y lo tenían todo en común’, seguía diciéndonos. Comían juntos… y eran bien vistos por todo el pueblo’.
Esa comunión de amor que se habían creado entre ellos les llevaba a que nadie pasara necesidad, a compartirlo todo entre ellos. Hoy nos narra el caso ya más extremo, por así decirlo, del levita Bernabé  ‘que tenía un campo y lo vendió, llevó el dinero y lo puso a disposición de los apóstoles’. Serán muchos lo que lo hagan de la misma manera. En una comunidad así era normal que fueran bien vistos por todos. Y es que las obras del amor son el mayor atractivo, la mejor predicación que se podía hacer del nombre de Jesús.
Queremos nosotros también seguir a Jesús, confesar nuestra fe en Cristo resucitado, como venimos haciéndolo de manera intensa en este tiempo de pascua. Crezcamos en nuestro amor, que resplandezcan las obras de nuestro amor; son el mejor testimonio de nuestra fe. Sintamos allá en lo más hondo de nosotros mismos el ardor del amor que nos lleve a vivir en esa armonía y en esa convivencia llena de paz con nuestros hermanos.
Llenemos nuestro corazón del amor de Dios y amémonos de verdad los unos a los otros. Quienes se aman y se quieren de verdad siempre buscarán lo bueno para el otro, siempre sabrán ser comprensivos con las debilidades de los demás, aprenderemos de verdad lo que es el perdón, tendremos generosidad en nuestro corazón para acercarnos al hermano y compartir. Si no hemos llenado de amor nuestro corazón, y la fuente la tenemos en Jesús, poco podremos compartir, poco podremos ser generosos con los demás, poco podemos vivir esa comunión que tiene que ser nuestro distintivo como cristianos. 

lunes, 16 de abril de 2012


Jesús le habla a Nicodemo de nacer de nuevo del agua y del Espíritu

Hechos, 4, 23-31; Sal. 2; Jn. 3, 1-8
‘Un fariseo llamado Nicodemo, magistrado judío fue a ver a Jesús de noche…’ Un hombre inquieto, con una cierta visión de Dios para apreciar donde está lo bueno; un hombre importante, magistrado significa que pertenecería al Sanedrín o consejo de los ancianos, pues le veremos que intervendrá con una opinión bien ponderada cuando están tramando prender a Jesús.
Ser fariseo no significa ser malo, sino que tenía una visión de las cosas por pertenecer a ese grupo, pero en él no había falsedad y ni doblez de corazón aunque se sintiera indeciso a la hora de tomar un camino. No todos los fariseos son malos ni podemos medirlos a todos por el mismo rasero. Bien nos viene tener en cuenta esto antes de hacer muchos juicios que nos sentimos tentados a hacer en nuestra relación con los demás todos los días.
Vislumbra que Jesús es alguien que viene de Dios y que tiene que estar acompañado por Dios en su vida. Se entabla así un diálogo hermoso con Jesús que viene a dar respuesta a los interrogantes más profundos que tiene el  hombre en su corazón. Y Jesús comenzará a hablar de nueva vida, de nacer de nuevo, del Reino de Dios y de las exigencias que tienen para entrar en él. Es necesario nacer de nuevo, porque aceptar el Reino de Dios, ver el Reino de Dios, vivir el Reino de Dios exige un nuevo vivir, una transformación profunda. No es sólo ponernos un vestido por fuera, sino que es un renacer desde dentro. Tienen que ser nuevas las actitudes, las posturas, la manera de vivir. Es una nueva vida. ‘Te lo aseguro el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios’, le dice Jesús.
A Nicodemo le cuesta entender porque se toma las cosas con demasiada literalidad y piensa que volver al seno de la madre para nacer de nuevo es algo difícil. ‘¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo? ¿Acaso puede por segunda vez entrar en el vientre de su madre y nacer?’ Claro que difícil es la radicalidad de un cambio de rumbo en la vida, de un cambio de vida. Por eso  no será cosa que hagamos a la manera de las cosas de aquí abajo, sino que es algo superior a nosotros, que nos sobrepasa; es algo propio del Espíritu de Dios que es quien en verdad nos puede así transformar.
‘Te lo aseguro, le dice Jesús, el que no nazca de agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es espíritu’. No es obra nuestra, sino que es obra de Dios. No es obra nuestra, aunque nosotros tengamos que poner nuestra parte, sino que será algo que podremos hacer con la fuerza del Espíritu divino. Hemos de querer nacer de nuevo; hemos de querer vivir esa vida nueva y le damos nuestro sí a Dios; el Seños nos acompañará luego con su gracia, no nos faltará la fuerza del Espíritu divino que es el que nos hace nacer a esa vida nueva que no es una vida terrena, sino que es una vida que viene de Dios.
La liturgia con mucho acierto, nos atrevemos a decir, nos hace reflexionar en medio de este tiempo de pascua en el Bautismo. Lo que Jesús le está anunciando a Nicodemo es el Bautismo y el significado profundo que ha de tener para nuestra vida. La cuaresma ha sido todo un camino que conduce a los cristianos a la renovación de su condición de Bautizados en la noche de Pascua – es el momento también del bautismo de los catecúmenos – y ahora en la pascua como aquellas catequesis de los santos padres de la antigüedad nos hacen reflexionar en esa nuestra condición de bautizados. La liturgia nos ayuda, pues, a esa renovación de nuestra condición de bautizados, de cristianos y nos impulsa a que vivamos esa vida nueva que por el Espíritu hemos recibido desde el día de nuestro bautismo.
En la liturgia del segundo domingo de pascua pedíamos precisamente que ‘se acrecienten en nosotros los dones de tu gracia, para que comprendamos mejor la inestimable riqueza del bautismo que nos ha purificado, del Espíritu que nos ha hecho renacer y de la sangre que nos ha redimido’. No olvidemos, pues, que en esa vida nueva hechos sido hechos hijos de Dios. Vivamos en consecuencia como tales hijos de Dios. Que ‘se acreciente en nosotros el espíritu filial’, hemos pedido hoy en la oración de la misa.

domingo, 15 de abril de 2012


Para que creais que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios

 Hechos, 4, 32-35;
 Sal. 117;
 1Jn. 5, 1-6;
 Jn. 20, 19-31
‘Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre’. Es el final del evangelio de Juan proclamado en esta octava de Pascua de la Resurrección del Señor. Es, podemos decir también, la finalidad del propio evangelio, para que creamos en Jesús y tengamos vida eterna en su nombre.
Nos resume también muy bien lo que estos días hemos venido celebrando y que es también como el modelo de lo que tiene que ser toda celebración cristiana, proclamar nuestra fe en Jesús, nuestro Salvador. Lo hemos hemos celebrando los misterios de su pasión, muerte y resurrección en todas las celebraciones del Triduo pascual que se ha prolongado solemne e intensamente en esta octava de Pascua; lo que celebramos también en cada Eucaristía y en cada sacramento que nos hace partícipes de la vida de Cristo. ‘Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección’, decimos y pedimos una y otra vez que venga el Señor a nuestra vida, ‘Ven, Señor Jesús’, terminamos aclamando.
Como decíamos, seguimos queriendo vivir con toda intensidad la Pascua de resurrección; por eso, este domingo tiene como un sentido especial al ser la octava del primer día, del día de la resurrección del Señor. Quienes hemos participado cada día en esta semana en la celebración de la Eucaristía, fuimos escuchando los diferentes textos que nos ofrecen los evangelio de la manifestaciones de Cristo resucitado a sus discípulos.
En este domingo la liturgia nos ofrece un doble texto, en las dos apariciones de Cristo a los discípulos en el Cenáculo; una en el primer día de la semana, el mismo día de la resurrección del Señor, y el otro texto a los ochos días cuando de nuevo se les manifiesta estando ya todo el grupo de los apóstoles.
El mensaje que se  nos ofrece quiere ayudarnos a reafirmar bien nuestra fe en Jesús y a fortalecernos en ella para que seamos capaces de dar valiente testimonio ante los demás. Está por una parte, tras el estupor del primer momento, la alegria de los discípulos por el encuentro con Cristo resucitado; alegría que se trasforma en anuncio de esa buena noticia a quien no tuvo la experiencia de ese encuentro con el Señor. ‘Tomás no estaba con ellos cuando vino Jesús’, nos comenta el evangelista. ‘Hemos visto al Señor’, le comunican enseguida a Tomás.
Pero está al mismo tiempo la duda de Tomas con su deseo de palpar por si mismo las llagas del Señor en su pasión. ¿Necesitaría él pasar por la pasión para poder llegar a la alegría verdadera de la resurrección del Señor? Un buen pensamiento también para nuestras dudas y exigencias. ‘Si no veo en sus manos la señal de los clavos; si no meto el dedo en el agujero de los claros y no meto la mano en su costado, no lo creo’, será su duda y su exigencia.
Volverá Jesús y Tomás estará allí. Con la presencia de Jesús ya no hará falta meter los dedos en los agujeros ni la mano en el costado. Surgirá pronto la confesión de fe. ‘¡Señor mío y Dios mío!’ Y es que el encuentro vivo con Cristo resucitado ha transformado su vida. Todo ya es distinto para él.
Sucede siempre que tenemos un encuentro con el Señor. No siempre esa experiencia de encuentro será verlo con los ojos o palparlo con las manos. De muchas maneras se nos manifiesta el Señor y podemos encontrarnos con El. por eso Jesús dirá: ‘Dichosos los que crean sin haber visto’. Creemos nosotros, no porque hayamos visto con los ojos de la cara o palpado con nuestras manos, sino porque nos fiamos de quienes nos han trasmitido esa fe; esa fe que Dios ha plantado en nuestro corazón y que por la fuerza de su Espíritu nos lleva a confesar que Jesús es el Señor.
Confesión de fe que nos llena de alegría y que nos llena de paz. No en vano, ese fue el primer saludo de Jesús resucitado cuando se encuentra con sus discípulos. ‘Paz a vosotros’, les dice y nos dice. Es algo constante en el evangelio. Nunca hemos de temer en los encuentros con el Señor. ‘No temáis’, es también un saludo repetido. Ahora con Jesús nos llega la paz al corazón, a nuestra vida y a través de nosotros en ese anuncio que hagamos de Jesús esa paz ha de llegar también a los demás.
Es la paz que van sembrando los que aman y aman de verdad; es la paz que es fruto del amor; es la paz que siempre tenemos que sembrar los discípulos de Jesús. Es la paz que vivimos en el Reino de Dios, cuando hemos optado seriamente por hacer que Jesús sea el único Señor de nuestra vida. Es la paz tan fundamental, tan esencial entre los valores del Reino que hemos de vivir y trasmitir. Allí donde haya un cristiano, donde esté un seguidor de Jesús siempre tendría que brillar con un brillo especial la paz.
‘Como el Padre me ha enviado, así os envío yo’, nos dice y no da su Espíritu. ‘Exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo…’ Nos da su Espíritu para que vivamos siempre en esa paz; nos da su Espíritu para que se mantenga viva nuestra fe y podamos proclamarlo siempre y con toda nuestra vida como el Señor; nos da su Espíritu para darnos el perdón, que nos manifiesta su misericordia, que nos llena a nosotros también de misericordia y de compasión, que nos hace ser repartidores de perdón, de compasión, de misericordia con los demás.
Entre los seguidores de Jesús no cabe ya otra cosa que la misericordia, el amor, la compasión, el perdón. No se entiende un seguidor de Jesús que no ame, que no sea misericordioso, que cierre su corazón al perdón. Es amor y esa misericordia, esa compasión y ese perdón ni lo vamos a dar ni a vivir si no es desde la fuerza del Espíritu. No es cosa nuestra. Es la acción del Espíritu divino, del Espíritu de Cristo resucitado en nosotros. La Iglesia siempre será la comunidad de la misericordia porque es el regalo que le ha dado Jesús en la Pascua cuando la ha instituido; los cristianos tendremos que ser siempre los hombres y las mujeres de la misericordia cuando queremos parecernos a Jesús.
A cuánto nos lleva y nos compromete nuestra fe en Cristo resucitado. Pero no tengamos miedo al compromiso sino asumamos generosa y alegremente nuestra fe y las consecuencias de amor que tenemos que vivir. Cristo resucitado está con nosotros y nos regala el don de su Espíritu. Sigamos proclamando con toda nuestra vida, con nuestras palabras y con nuestras obras en el actuar de cada día esa fe que tenemos en Jesús. Que las obras del amor y de la misericordia hablen de nuestra fe.