Dios mandó a su Hijo al mundo… para que el mundo se salve por El
Hechos, 5, 17-26; Sal. 33; Jn. 3, 16-21
‘Dios no mandó a su
Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él’. Así es el amor que Dios nos tiene.
No podemos ponerle límites ni fronteras al amor de Dios. Es un amor infinito.
Es tanto lo que nos ama que nos entrega a su Hijo.
Estamos celebrando la Pascua y bien reciente tenemos en
las retinas del corazón hasta donde llega ese amor. Hemos contemplado la pasión
y muerte de Jesús. Hemos contemplado la expresión más hermosa de lo que es el
amor. El amor más grande; el que se da sin límites; el que se da hasta la
muerte. No perdonó a su propio Hijo pero porque quería perdonarnos a nosotros.
Que pase de mí este cáliz, gritaba en su angustia Jesús en Getsemaní, pero la
voluntad de Dios estaba por encima de todo. Y la voluntad de Dios era
mostrarnos su amor. Un amor extremo, infinito por el que murió Jesús en la cruz
por nosotros, porque nos amaba.
¿Qué hemos de hacer nosotros? Poner toda nuestra fe en
El y responder con nuestro amor. ‘El que
cree en El, no será condenado’, nos
dice Jesús. Poner toda nuestra fe en El y dejarnos iluminar por su luz. No
cometer el error y el pecado de querer volver a las tinieblas. Lo hacemos tantas
veces. ‘Esta es la causa de la
condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a
la luz, porque sus obras eran malas, pues todo el que obra perversamente
detesta la luz para no verse acusado por sus obras’.
Hay que ver cómo somos; podemos estar iluminados por la
luz, pero tantas veces preferimos las tinieblas. Nos escondemos en las
tinieblas con nuestro pecado. Por el pecado rehusamos la luz prefiriendo las
tinieblas. Es una idea que desde el principio del evangelio de Juan se nos ha
ido repitiendo. ‘La Palabra era la luz
verdadera, que con su venida al mundo ilumina a todo hombre. Estaba en el
mundo, pero el mundo, aunque fue hecho por ella, no la reconoció’. Así nos
decía san Juan en la primera página del evangelio. Nos dejamos embaucar por el príncipe
de las tinieblas que nos tienta y nos confunde. No tendríamos que confundirnos
si escucháramos de verdad a Jesús, si viviéramos siempre a su luz. Es lo que
tenemos que hacer.
Jesús es la luz verdadera por quien hemos de dejarnos
iluminar. ‘Yo soy la luz del mundo’, nos
dice, ‘el que me sigue no camina en tinieblas’. Es la verdad y la salvación
de nuestra vida. Es la manifestación del amor salvador de Dios, como ya hemos
dicho y repetido. Hemos de caminar, pues, a su luz.
Simbólicamente estamos ahora en Pascua iluminados
constantemente por la luz del Cirio Pascual, que siempre permanece encendido
delante de nosotros en todas las celebraciones. Nos recuerda a Cristo; es signo
de Cristo de quien tomamos su luz. Por eso simbólicamente en la noche de la
vigilia pascual de la resurrección del Señor una vez que encendimos el fuego
nuevo y de él encendimos el cirio pascual, luego todos fuimos tomando de su
luz, para dejarnos nosotros iluminar y para iluminar también nosotros a los demás.
Era hermoso cómo cuando íbamos entrando en el templo en
la medida en que encendíamos nuestras luces del cirio pascual nuestro templo se
iba iluminando hasta que llegó como una explosión de luz en el momento en que
cantábamos a Cristo en su resurrección. Pero esa luz no podemos dejar que se
nos apague. Hemos de mantenerla encendida. Es nuestra fe y son las obras de
nuestro amor. Es la señal de que nos mantenemos en esa gracia salvadora que
recibimos de Jesús. No dejemos introducir el pecado en el corazón para que no
se nos apague esa luz. Renovémosla continuamente con la gracia de los
sacramentos.
Mantengamos viva nuestra fe y dejémonos iluminar por su
luz. El nos garantiza su salvación.
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