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sábado, 19 de septiembre de 2009

Una semilla recibida con actitud orante para dar mucho fruto

1Tim. 6, 13-16
Sal. 99
Lc. 8, 4-15


‘Dichosos los que con un corazón noble y generoso guardan la Palabra de Dios y dan fruto perseverando’. Son las palabras finales del Evangelio y que hemos utilizado también como antífona del Aleluya. Resumen verdadero del mensaje del Evangelio de hoy.
Es la parábola del sembrador narrada por san Lucas. La hemos escuchado muchas veces. Pero siempre es una semilla nueva que cae en la tierra de nuestra vida y que tiene que dar fruto. La misma parábola nos lo dice. Hay diversos tipos de tierra. Hay diversas actitudes ante esa semilla de la Palabra que llega a nuestra vida.
¡Cuidado que diciendo ‘una vez más la parábola del sembrador’ seamos esa tierra endurecida en la que no penetra, no cala en nosotros y no puede echar raíces para que sea una planta hermosa que luego nos dé el fruto de una dorada espiga en las buenas obras, en la fe y en el compromiso de nuestra vida.
Ya hay muchos vientos de tentaciones en la vida que quieren agostar y echar a perder esa planta para que también nosotros endurezcamos el corazón. Jesús mismo nos explica la parábola a petición de los discípulos. ‘¿Qué significa esa parábola?’ Cuidemos nuestras actitudes, la apertura sincera de nuestro corazón. Para que cale y eche raíces. Para que los momentos de la prueba no pongan en peligro sus frutos, para que ‘los afanes y las riquezas y los placeres de la vida’ no la vayan ahogando. Por eso tenemos que buscar todos los medios para hacerla fructificar. Por eso tenemos que evitar lo que impida dar el generoso fruto. Por eso tenemos que saber acogerla con actitud orante. Es la mejor manera prometedora de ricos y abundantes frutos. No en vano es Dios que nos habla y se ha de establecer ese diálogo de amor entre nosotros y Dios.
Hoy se está recomendando vivamente – ya se habló de ello intensamente en el reciente Sínodo de la Palabra - y está surgiendo en nuestras comunidades la ‘lectio divina’, que dicho en pocas palabras es una lectura desde una actitud orante y comunitaria, en todos los casos en que sea posible, de la Palabra de Dios.
Con espíritu de fe acudimos al sagrado texto. No vamos a leer o a escuchar un texto cualquiera, sino que es la Palabra que el Señor en todo tiempo quiere dirigirnos. De ahí esa postura de fe y de recogimiento; de ahí esa oración, no sólo para prepararnos para escucharla, sino también en esa reflexión, en esa respuesta. Porque con esa misma Palabra tenemos que orar para, una vez descubierto lo que el Señor ha querido decirnos, nosotros darle nuestra respuesta. Para hacerlo tanto de forma individual como en grupos, por así decirlo, tiene un método propio, pero que es fundamentalmente lo que acabamos de explicar.
Una Palabra así escuchada es semilla caída en tierra buena que necesariamente tiene que llevarnos a dar frutos. Y creceremos por dentro en nuestra espiritualidad. Y creceremos en nuestro compromiso cristiano de fe y de amor. Haremos que nuestra cristiana sea más viva y aquellas comunidades cristianas donde haya muchos cristianos que hagan esta lectura orante de la Palabra de Dios se convertirán en comunidades vivas, en comunidades de intensa vida cristiana y espiritual.
Que con corazón noble y generoso escuchemos la Palabra de Dios, la guardemos porque la hagamos vida nuestra y con perseverancia alcancemos frutos de vida eterna.

viernes, 18 de septiembre de 2009

La codicia raíz de todos los males…

1Tim. 6, 2-12
Sal. 48
Lc. 8, 1-3


Aunque las consideraciones que se hace Pablo tienen especial referencia a su discípulo Timoteo en orden al cumplimiento de su ministerio de Obispo de la comunidad de Éfeso, sin embargo son tan universales que nos viene bien reflexionarlas a todos los que nos llamamos discípulos de Jesús.
¿En que nos afanamos? ¿cuáles son nuestras preocupaciones? Demasiado afanados andamos muchas veces por las cosas que poseemos, los bienes o ganancias materiales y el deseo de riquezas. El apóstol nos dirá ‘sin nada venimos a este mundo y sin nada nos iremos de él’. Sentenciará a continuación: ‘teniendo qué comer y qué vestir nos basta’. Pero, ya sabemos, no nos contentamos con esto.
Por aquello de las múltiples necesidades que tenemos y que, tenemos que reconocer, algunas veces nos creamos, ahí andamos afanados con nuestros trabajos porque tenemos que tener unos rendimientos o unas ganancias para todo lo que queremos tener o hacer, y ahí andamos llenos de ambiciones.
Entonces, ¿lo que tenemos que hacer es no trabajar?, podrían argumentarnos algunos. De ninguna manera, tenemos que decir. Tenemos unas responsabilidades con nosotros mismos, con los nuestros, unas responsabilidades familiares, con la sociedad en la que vivimos y, si queremos, con toda la creación que Dios ha puesto en nuestras manos. Los talentos que Dios nos ha entregado en esos valores y capacidades de la vida y de esas responsabilidades que tenemos que asumir, tenemos que desarrollarlas porque además nos debemos a ese mundo que tenemos que hacer mejor cada día.
Pero eso no significa que tengamos que dejar meter la codicia en nuestro corazón. La codicia nos encierra y hace egoístas, porque todo lo queremos para nosotros. Como nos dirá el apóstol ‘los que buscan las riquezas se enredan en mil tentaciones, se crean necesidades absurdas y nocivas que hunden a los hombres en la perdición y la ruina. Porque la codicia es la raíz de todos los males…
Queremos tener y tener de todo. Los ojos hacen envidioso el corazón, porque todo aquello que vemos que tiene el otro, yo también quiero tenerlo. Lo envidias y le deseas mal. Nos vamos corroyendo por dentro y de ahí estamos a un paso de querer mal a los demás, o de querer apoderarme de la manera que sea de lo que el otro tiene. Es una cadena que acaba mal.
Y nos previene de algo más el apóstol. Nos dirá: ‘Muchos arrastrados por la codicia se han apartado de la fe y les ha acarreado muchos sufrimientos’. Parece que está haciendo un retrato fiel de lo vemos a nuestro alrededor. ¡Cuántos han abandonado la vida cristiana y la fe cuando llegan a una vida incompatible en lo que hacen en su codicia y un mínimo de moral o de ética cristiana! ¿Serán tentaciones para nosotros también? No tires la piedra al aire que te puede caer encima. No digas de esta agua no beberé… como se suele decir en el refranero, que más tarde o más temprano podemos vernos arrastrados por esas tentaciones.
Termina el apóstol con unas hermosas recomendaciones. ‘Huye de todo esto y practica la justicia, la religión, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza… combate el buen combate de la fe… conquista la vida eterna a la que fuiste llamado…’ Nos quiere hacer precavidos y por eso nos hace pensar. Nos invita a vivir una vida cristiana íntegra, luchando por mantenernos fieles al espíritu del Evangelio. Tendríamos que meditar mucho en el mensaje de las bienaventuranzas: ‘Dichosos los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos’.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Con nuestros pecados vayamos con fe y amor a lavarnos en la Sangre de Cristo

1Tim. 4, 12-16
Sal.110
Lc. 7, 36-50


En un platillo de la balanza, sus muchos pecados, y en el otro platillo su mucha fe y su mucho amor; como consecuencia, los frutos que podríamos decir, el perdón y la paz.
Así prácticamente podríamos resumir el mensaje del texto del evangelio hoy propuesto, aunque como contrapuesto a este luminoso mensaje está la negatividad del fariseo que en su interior despreciaba a aquella mujer por ser pecadora – ‘si este fuera profeta, sabría quién es esa mujer que lo está tocando y lo que es, una mujer pecadora’ -, y las dudas y reticencias de los otros comensales que ponían en duda la capacidad de Jesús para perdonar – ‘¿Quién es éste, que hasta perdona pecados?’ -.
Pero subrayemos algunos aspectos de este hermoso texto del evangelio. Aquella mujer era una mujer pecadora, y por eso mismo despreciada por todos; el pensamiento del fariseo expresa la idea que tenían de que con solo tocar a una persona pecadora, ya se volvían también impuros. Pero era una mujer de una fe grande y de un amor grande también.
Tenía la fe grande y la confianza total en que Jesús no la iba a rechazar ¿Habría escuchado ella en alguna ocasión a Jesús? Habría escuchado quizá aquellas palabras que hoy la liturgia nos ha ofrecido como antífona en el aleluya antes del evangelio: ‘Venid a mí los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré’. Habría quizá conocido el caso de aquella otra mujer pecadora, la adúltera, a la que Jesús perdonó. Las noticias corren en los pueblos y habría oído hablar de Zaqueo el que quería ver a Jesús escondido tras las ramas de la higuera, pero Jesús se había hospedado en su casa. Podría ser que ella también si no detrás de las ramas de una higuera, quizá medio oculta en ocasiones por el rechazo y desprecio que recibía, habría escuchado muchas veces a Jesús.
Una fe grande y una confianza total de aquella mujer que se atreve a introducirse en casa de Simón y llegar hasta la sala de comensales a los pies de Jesús. Y allí está aquella mujer realizando con Jesús todos aquellos gestos de hospitalidad que Simón había olvidado. Lo normal, como señal de hospitalidad, era ofrecer agua al huésped, saludarlo con el beso de la paz y ungirlo con perfume. Pero en este caso ‘Jesús, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa’. Ahora Jesús le dirá a Simón: ‘¿Ves a esta mujer? Cuando yo entré en tu casa no me pusiste agua para los pies; ella en cambio me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con su cabello. Tú no me besaste; ella en cambio, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella en cambio me ha ungido los pies con perfume…’
Son las señales del amor grande de aquella mujer que Jesús destaca de manera especial. Le propone la parábola de los dos deudores, y concluirá Jesús, que igual que amará más aquel al que perdonó mas, ‘sus pecados están perdonados porque tiene mucho amor’.
Finalmente Jesús dirá a la mujer: ‘Tus pecados están perdonados… tu fe te ha salvado, vete en paz’. ¿Cómo no iba a salir aquella mujer de la presencia de Jesús con paz? Iba rebosante de paz, de la paz más grande, de la paz que de los hombres no había podido recibir, de la paz que sólo en Jesús podemos encontrar.
Pero ¿y nosotros? Vayamos a Jesús con esa misma fe, con esa misma humildad, con ese mismo amor. Con confianza absoluta podemos acercarnos a Jesús porque en El vamos a encontrar ese perdón y esa paz que necesitamos. Vayamos con humildad, reconociéndonos pecadores, viendo primero que nada la viga que llevamos en nuestro ojo antes que las pequeñas motas de los ojos de los hermanos. Que se destierre para siempre de nuestro corazón las actitudes de desconfianza, de desprecio, de orgullo, de creernos mejores o superiores. Vayamos a Jesús poniendo todo el amor que seamos capaces, porque sabemos que El nos lo va a devolver multiplicado por el infinito, porque así infinito es el amor que el Señor nos tiene.
Ya tenemos en nuestro platillo de balanza nuestros pecados, pero pongamos en el otro nuestra fe, nuestra humildad, nuestro amor, que con la sangre derramada de Cristo vamos a encontrar el perdón y la paz.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Dejémonos conducir por el Espíritu del Señor que hoy sigue inspirando el camino de la Iglesia

1Tim. 3, 14-16
Sal. 110
Lc. 7, 31-35


‘Tocamos la flauta y no bailáis, cantamos lamentaciones y no lloráis’. Probablemente sea un juego de niños de la época . la cuestión era hacer la cosa contraria de lo que se pedía hacer, entre cantos, bromas y fiestas, propias de los niños o de la juventud.
¿Por qué saca a colación Jesús este canto o juego infantil de los niños en la plaza? Se ha preguntado antes: ‘¿A quién se parecen los hombres de esta generación? ¿A quién los compararemos?’ Está haciendo referencia a las distintas reacciones que los judíos están teniendo ante su presencia y su actuar. No habían terminado de aceptar la vida de austeridad en la que vivía el Bautista en el desierto junto al Jordán, pues conocido era el rechazo de ciertos sectores de la sociedad religiosa y dirigente de Jerusalén por ejemplo al grupo de los esenios que vivían en algo parecido a un eremitorio junto al mar Muerto. Pero ahora les costaba aceptar a Jesús, que a todos se acercaba, con todos convivía porque lo que quería era anunciar el Reino de Dios a todos.
‘Vino Juan el Bautista, que ni comía ni bebía, y dijisteis que tenía un demonio; viene el Hijo del Hombre, que come y bebe, y decís: Mirad qué comilón y qué borracho, amigo de publicanos y pecadores. Sin embargo, los discípulos de la Sabiduría le han dado la razón’. Ni aceptaban a Juan ni aceptaban a Jesús. Pareciera que lo importante era estar a la contra de todo lo que pudiera surgir como algo nuevo.
¿Nos preguntará Jesús a nosotros, ‘¿a quiénes se parecen los hombres de esta generación? ¿A quién los compararemos?’ Algunas veces parece que estuviéramos también nosotros desorientado y sin saber a qué quedarnos. Nos vemos confundidos, pueden surgir añoranzas de tiempos pasados que nos parecen mejores y no somos capaces de descubrir lo bueno que el Espíritu va haciendo surgir en nosotros y en lo que nos rodea.
Hace cuarenta años con qué ilusión vivíamos aquel momento de renovación en la vida de la Iglesia suscitado por el reciente Concilio Vaticano II. Fueron tiempos intensos de muchas esperanzas, pero también con los riesgos de la crisis que se produce en todo ser vivo y en crecimiento. Los tiempos han ido cambiando en nuestra sociedad y en la concepción de la vida y del mundo y algunas veces nos llenamos de pesimismo porque nos pareciera que brilla más la negrura de la oscuridad que la propia luz. Por eso surgen en ciertos sectores añoranzas de pasado.
Ante esa frase que decimos que los tiempos pasados fueron mejores, yo digo que ni mejores ni peores que los actuales. Cada tiempo tiene sus dificultades y sus problemas. En cada tiempo surgen las crisis propias de donde hay vida en crecimiento. También en otros tiempos se tuvieron que enfrentar a problemas y dificultades como tenemos que enfrentarnos nosotros ahora. Pero en cada tiempo el creyente tiene que saber descubrir la acción del Espíritu que está actuando y que es quien de verdad conduce a la Iglesia y le inspira todo lo bueno.
Hoy nos toca vivir en este tiempo. Estamos en el siglo XXI que tendrá sus luces y sus sombras como todos los tiempos. Pero este es nuestro tiempo. Y es ahí donde tenemos primero que vivir como cristianos y donde tenemos que dar el testimonio de nuestra fe y el anuncio del evangelio. El Evangelio es el mismo, porque ese no cambia pero los métodos, por así decirlo, de su anuncio tienen que estar en consonancia con los tiempos en que vivimos porque tenemos que responder a las expectativas y a los problemas de los hombres de esta época, ni mejores ni peores que los de otros tiempos, pero que tienen sus propios problemas y expectativas.
No vamos a anunciarle el evangelio el evangelio a los hombres de hoy con un lenguaje arcaico o unas formas propias de siglos pasados, porque ni siquiera nos entenderían. El Espíritu que suscita todo lo bueno en nuestro interior también nos dará el lenguaje apropiado y la forma más conveniente para poder hacerlo hoy al hombre de hoy. En esa actitud abierta desde el fondo del corazón tenemos que estar.
Y como adelantábamos antes, no nos dejemos vencer por las negruras del pesimismo que nos pudiera envolver. No todo es negro en este mundo y en esta Iglesia concreta que vivimos en el momento de hoy. Hay muchas luces, porque hay muchas cosas buenas, porque hay mucha gente con una vivencia de fe muy intensa, porque hay mucha gente comprometida que no vive su vida cristiana desde la rutina sino con una entrega admirable. Nos hace falta abrir los ojos para descubrirlo porque eso está a nuestro lado. Porque no podemos negar que el Espíritu del Señor sigue actuando hoy en su Iglesia y sigue suscitando mucha generosidad en los corazones de los hombres de hoy.
Igual que tú o yo sentimos inquietud por la fe y por el anuncio del evangelio a nuestro lado hay muchos que sienten y viven intensamente esa inquietud. Sepamos descubrirlos porque eso además nos servirá de ánimo y estímulo en nuestra tarea y nuestro compromiso. Y no olvidemos que vivimos en pleno siglo XXI que tiene sus características propias y es a ese hombre y mujer de hoy en el que tenemos que sembrar la semilla del evangelio.
Ni carreras alocadas y sin sentido que no nos llevan a nada, ni paso de cangrejo o de tortuga que nos hagan volver para detrás. Solamente dejémonos conducir por el Espíritu del Señor que hoy sigue inspirando el camino de la Iglesia.

martes, 15 de septiembre de 2009

María en su dolor se asoció con sus entrañas de madre al Sacrificio de Jesús


Hb. 5, 7-9;

Sal. 30;

Jn. 19, 25-27



‘Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre…’ Allí estaba María. Si ayer contemplábamos la Cruz de Cristo y la celebrábamos, hoy contemplamos a quien está al pie de la Cruz, María, la madre de Jesús.
El concilio Vaticano II, en la constitución Lumen Gentium sobre la Iglesia, dedica el último capítulo para hablarnos de María en el Misterio de Cristo y de la Iglesia. Entresacamos algunos párrafos en referencia a lo que hoy contemplamos, a María al pie de la cruz.
‘En la vida pública de Jesús aparece reveladoramente su madre ya desde el principio… a lo largo de su predicación acogió las palabras con que su Hijo, exaltando el reino … proclamó bienaventurados a los que escuchan y guardan la palabra de Dios, como ella lo hacía fielmente. Así avanzó también la Santísima Virgen en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la Cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado; y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo Jesús agonizante en la Cruz como madre al discípulo con estas palabras: Mujer, he ahí a tu hijo’.
Subrayamos algunos pensamientos. Allí estaba al pie de la cruz con su dolor de madre, unida a Jesús; allí estaba unida al sufrimiento redentor de su Hijo; pero tendríamos que decir que allí estaba en el sufrimiento doloroso de todos sus hijos. Esos hijos que precisamente, allí desde la Cruz, Jesús le había confiado.
Allí estaba la Madre asociándose al sacrificio de Cristo. Es Cristo quien nos redimió, pero ella puso su dolor de madre junto al dolor y sufrimiento redentor de Cristo; pero podríamos decir también, ya que ella es una de los nuestros, con ella, con su dolor y sufrimiento estaba también nuestro dolor, nuestro sufrimiento. Contemplándola a ella con esa firmeza al pie de la cruz nos está enseñando a estar nosotros con firmeza y con amor también junto a la cruz, o si queremos, con nuestra cruz.
Allí estaba María ‘consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado’, nos dice el concilio. Ella estaba haciendo también una inmolación de su vida. Como dirá más adelante el mismo concilio: ‘concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó de forma enteramente impar a la obra del salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas’.
Es la gran lección que tenemos que aprender. La sabiduría de la cruz es la sabiduría del amor. Vamos a poner nosotros también nuestra obediencia, nuestra fe, nuestra esperanza, nuestra ardiente caridad. Es el sí de la fe y es el sí del amor. Es el sí con que nosotros nos ponemos al lado de la cruz de Cristo. Pero un sí que aprendemos a decir de María. Que nos enseñe a decir Amén, cantamos en nuestra oración a María tantas veces. El Amén de María no fue sólo el de la Anunciación, sino el de toda su vida. Allá en el templo lo ofreció a Dios como hijo primogénito, pero ahora consuma esa ofrenda en el Amén que María pronuncia en la Cruz.
Es lo que hoy le hemos pedido al Señor en nuestra oración. Que nos asociemos con María a la pasión de Cristo, para que un día merezcamos participar de su resurrección. Nos asociamos a la pasión de Cristo, pero queremos tomar también todo el sufrimiento de todos los hombres para ponerlo ahí también a la sombra de la cruz. Que todo él se transforme en vida, que todo ese dolor y sufrimiento de la humanidad pueda ser camino de vida nueva para todos los hombres.
Que ese regalo que desde la cruz hoy Jesús nos hace al darnos a María como madre nosotros sepamos apreciarlo, amando cada vez más a María, aprendiendo de ella a decir Amén y copiando sus virtudes y su santidad en nuestra vida. Que María, Madre, nos proteja, nos ayude alcanzándonos la gracia del Señor y nos conduzca siempre de su mano maternal hasta Jesús.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Por tu cruz y resurrección nos has salvado, Señor


Núm. 21, 4-9
Sal. 27
Jn. 3, 13-17



‘Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo; en El está nuestra salvación, vida y resurrección; El nos ha salvado y liberado’.
Así hemos comenzado hoy nuestra eucaristía. En la aclamación después de la consagración podemos decir: ‘Por tu cruz y resurrección nos has salvado, Señor’. Hoy es la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Si en mayo por una antiguo fiesta litúrgica que recordaba el encuentro de la Santa Cruz en tiempos de Constantino la devoción popular se centraba en el adorno de las Cruces, esta fiesta de Setiembre está normalmente más unida a una fiesta de Cristo crucificado. Y realmente tiene una gran razón teológica, a mi parecer. Cuando nosotros celebramos la Cruz a quien realmente estamos celebrando es a Cristo en ella crucificado. Quien nos salva no es la cruz, sino Cristo que ha muerto en ella para nuestra salvación. De ahí que veneremos la Cruz, e incluso como lo hacemos el Viernes Santo en la Liturgia de la Pasión y Muerte de Cristo la adoramos. Pero realmente a quien estamos adorando es a Cristo mismo en ella clavado para nuestra salvación.
Oh Cruz bendita, tú sola fuiste digna de sostener al Rey Señor de los cielos’, decimos en una antífona de la Liturgia de las Horas. En otra antífona decimos: ‘Cómo brilla la Cruz, de la que colgó Dios en carne humana y en la que, con su sangre, lavó nuestras heridas’. En ese sentido podríamos recordar algunas otras antífonas que vienen a recoger lo que para la Iglesia ha significado la Cruz a través de los siglos y expresado en la oración de la Iglesia.
La Cruz que es para nosotros el gran signo de la vida y del amor. En ella Cristo muriendo nos dio la vida. Y por otra parte podemos decir que Cristo crucificado en ella es la prueba más grande del amor. ‘Nadie tiene mayor amor que aquel que da la vida por el amado’. Y Cristo en la Cruz dio su vida por nosotros. ¿Habrá signo mayor de amor?
Para los judíos es una locura y para los griegos una necedad, nos explica san Pablo en sus cartas, pero nosotros hablamos de Cristo Crucificado que es nuestra sabiduría y nuestra salvación. Fuerza y poder de Dios que se manifiesta en la aparente debilidad de una cruz. Es, pues, nuestro orgullo que con gallardía sabemos llevar como signo ante los demás de nuestra fe y de nuestra condición de cristianos, porque con ella fuimos marcados desde nuestro bautismo.
Se convierte como en nuestro estandarte que llevamos con nosotros como un signo de nuestra pertenencia a Cristo y de nuestra fe, pero que se convierte para nosotros también en señal de victoria que nos defiende de las acechanzas del enemigo. Recordamos cuando Constantino iba a emprender batalla contra unos contrincantes que eran signo de la persecución que hasta entonces sufrían los cristianos, se cuenta que tuvo una visión en la que aparecía una cruz como estandarte de batalla y escuchaba una voz que le decía: ‘con este signo vencerás’. Puso la cruz en sus estandarte y fue el principio de fin de las persecuciones que en aquellos tiempos estaban sufriendo los cristianos.
Que así llevemos nosotros como un estandarte, como una gran señal en nuestra vida el signo de la cruz. Nuestros antepasados, llenos de fe, la ponían en los cruces de los caminos y allí habían sufrido alguna desgracia. Así nuestros pueblos en sus calles, caminos y plazas están sembrados de cruces que fueron un gran signo de fe y de religiosidad para nuestros antepasados y pueden seguir siendo en nuestro tiempo también un signo visible de nuestra fe y de nuestra religiosidad, aunque nuestra sociedad secularizada, laicista hasta extremos en ocasiones que rozan la ridiculez, atea y guerrera contra todo lo que suene a Dios, quiera desterrar la cruz de todas partes.
No podemos permitirlo. Necesitamos de ese signo que nos eleve a Dios y al mismo tiempo nos haga abrazar a los hermanos – no olvidemos los dos trazos de la cruz, uno vertical que nos lleva a Dios y otro horizontal como un abrazo con los hermanos -.
Necesitamos de ese signo de reconciliación y de reencuentro en nuestra sociedad rota, enfrentada y dividida por tantas razones.
Y es que tenemos que decir que si los cristianos llevamos la señal de la cruz con nosotros seguro que siempre estaremos buscando la paz y la reconciliación. Precisamente cuando parece que nos molesta la señal de la cruz en la vida del hombre o presente en la sociedad es cuando la mayoría de las veces lo que hacemos es sembrar rencores y resentimientos, estamos resucitando viejas heridas que en lugar de curarlas parece que las enconamos más para más enfrentarnos, para más sembrar desconfianza en las relaciones humanas, para mantener los distanciamientos, y para olvidar lo que significa el perdón y la reconciliación.
Necesitamos, pues, de la presencia de la cruz en nosotros y en medio de nuestra sociedad. Hoy celebramos la Exaltación de la Santa Cruz. Que cada día la exaltemos más porque con orgullo la llevemos presente en nuestras vidas, cada día sepamos descubrir esa cruz que nosotros personalmente hemos de cargar sintiendo que Cristo es nuestro Cireneo, y sepamos hacer también nosotros de cireneos para ayudar a los demás, a llevar su cruz de cada día que de tantas maneras se les manifiesta en sus vidas.
Resplandece la Santa Cruz por la que el mundo recobra la salvación. ¡Oh Cruz que vences, cruz que reinas, cruz que nos limpias de nuestros pecados!’

domingo, 13 de septiembre de 2009

¿Nuestro camino o el camino de Jesús?

Is. 50, 5-9;
Sal. 114;
Sant. 2, 14-18;
Mc. 8, 27-35


Nos decimos cristianos porque creemos en Jesús y queremos ser sus discípulos, seguirle. Pero esa es precisamente la cuestión que nos podemos plantear. Cuando decimos que queremos seguirle y ser sus discípulos ¿estaremos en verdad queriendo escuchar lo que El nos dice o nos plantea, o más bien nosotros nos hemos hecho nuestra idea y es sólo eso lo que escuchamos y hacemos? ¿será nuestra idea o pensamiento, o será el pensamiento de Dios?
Los discípulos habían ido conociendo a Jesús poco a poco, estaban viendo sus actividades, siendo testigos de los signos que hacía y escuchando sus enseñanzas. Hoy hemos visto en el evangelio que Jesús se lleva al grupo más íntimo de discípulos a lugares apartados – Cesarea de Filipo quedaba bien al norte, cercana al territorio de Fenicia –y ahora les hace unas preguntas y unos anuncios que ayudarán a clarificar la idea que tenían de El.
‘¿Qué piensa la gente del Hijo del Hombre? ¿Qué pensáis vosotros?’ Hoy diríamos que estaba haciendo una encuesta. ‘Que eres uno de los grandes profetas como Elías o el recientemente desaparecido Juan el Bautista’. Pero vosotros, sí vosotros, ¿qué pensáis? Y allí está la respuesta de Pedro, el primero, el impulsivo, el que toma enseguida la palabra. ‘Tú eres el Cristo, el Mesías’. Pero Jesús no quiere que se lo digan a la gente. ‘Les prohibió terminantemente decírselo a la gente’. ¿Por qué? Ahora lo veremos claro.
‘Jesús empezó a instruirlos’. ¿De qué les hablaba? ‘El hijo del Hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitará al tercer día’.
‘El se los explicaba con toda claridad’,
pero ellos no entendían. Comprendemos nosotros ahora por qué les prohibió terminantemente decir a nadie que El era el Mesías. Tenían otra idea. El Mesías era un triunfador, un libertador que se iba a poner al frente del pueblo para libéralo de la dominación extranjera. Era lo que pensaban entonces que haría el Mesías. Lo que estaban todos esperando. Vemos que a Pedro no le cabe en la cabeza lo que Jesús acaba de anunciar. A Ti no te puede pasar eso. ‘Se llevó a Jesús aparte y se puso a increparlo’. Jesús lo rechazó. ‘Apártate, quítate de mi vista… piensas como los hombres, no según los planes de Dios’. Tú lo que tienes que hacer es seguirme, ir detrás de mí.
Ahí lo tenemos, nos hacemos nuestra idea, como Pedro, como la gente de la época, de lo que tenía que ser y hacer el Mesías. Pero si queremos seguir a Jesús tenemos que ir detrás de El. No somos nosotros los que señalamos el camino, sino que nuestro camino es seguir su camino. ‘El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga’. Es seguir a Jesús. Y seguir a Jesús es comenzar a pensar como piensa El; y comenzar a actuar como actúa El. Y El se entrega, se da, es capaz de perder la vida para ganarla. ‘El que pierde su vida por mí y por el evangelio, la salvará’.
Esto que estamos reflexionando es serio y tendríamos que sacar muchas consecuencias. Y me lo digo a mí mismo. Porque nos pasa como a Pedro, como le pasaba a aquella gente en tiempos de Jesús. Como nos sigue pasando hoy. ¿En qué se queda muchas veces nuestra fe en Jesús?
En estos días en nuestros pueblos se están haciendo muchas fiestas a Cristo Crucificado. Vamos a sus santuarios donde se veneran Imágenes de Cristo con mucha devoción – Cristo de La Laguna, Cristo de los Dolores de Tacoronte, Cristo del Calvario de Icod, Cristo de la Salud de Arona, por mencionar algunos en mi tierra tinerfeña -; asistimos devotamente a muchos actos de culto y a muchas procesiones, sentimos enorme emoción religiosa al ponernos ante sus impresionantes imágenes, pero, ¿estaremos dispuestos seriamente y de verdad a vivir un amor y una entrega como la que El vivió que le llevó a la Cruz y a la muerte?
Tenemos devoción a una determinada imagen de Cristo en Cruz, pero cuando nos llega el dolor, el sufrimiento, la cruz de una enfermedad ¿cuál es nuestra reacción? Aquello que nos decía Jesús de cargar con nuestra cruz de cada día, ¿nos dice algo?
¿Seremos capaces de ver la cruz de la gente que sufre a nuestro lado – enfermedades, problemas de todo tipo, carencias y necesidades en esta situación social por la que estamos pasando, limitaciones de todo tipo – y estaríamos dispuestos a convertirnos en auténticos cireneos que con nuestro compromiso, nuestra entrega, nuestro tiempo les ayudemos a llevar su cruz?
¿Nos quedaremos solamente en esos momentos emotivos y de fervor, o seremos capaces de traducir todo eso en un compromiso serio, por ejemplo, de arrancarnos de nuestros vicios y pecados para vivir una vida más santa?
¿Sucederá que los que vienen a nuestras fiestas del Cristo les cuesta entender todo ese camino de compromiso y de amor por una vida nueva y distinta? ¿Nos dirán también, no nos compliquen la vida ahora que la cosa no es para tanto, que yo tengo mi fe y a mí no me la van a cambiar ahora?
Fue hermoso que Pedro fuera capaz de confesar su fe en Jesús proclamándolo el Cristo y el Mesías, pero le era más difícil aceptar un camino de entrega y de pasión, un camino de amor hasta el final que le llevar a la muerte y a la resurrección.
Que seamos capaces de confesar valiente e íntegramente nuestra fe en Jesús. Nos lo está planteando hoy el evangelio. Pero que lo hagamos con toda nuestra vida, con una mayor santidad, arrancándonos del pecado, viviendo un compromiso de amor por los demás en medio de la Iglesia y del mundo, que lo testimoniemos con el ejemplo de nuestra vida en los momentos fáciles y de fervor, pero también en los momentos difíciles, que seamos capaces de dar la cara por Cristo y por su Evangelio.