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sábado, 13 de agosto de 2011

Lejos de nosotros abandonar al Señor, con alegría serviremos al Señor


Josué, 24, 14-29;

Sal. 15;

Mt. 19, 13-15

‘Elegid hoy a quien queréis servir… lejos de nosotros abandonar al Señor… serviremos al Señor. ¡Es nuestro Dios!’

Josué les había recordado toda la historia sagrada en que Dios se había volcado sobre su pueblo, como recordábamos ayer, y ahora a la entrada a la tierra que el Señor les había prometido les hace ese planteamiento. ‘Si os resulta duro servir al Señor, elegid hoy a quien queréis servir…’ Los habitantes de Canaán tenían sus dioses, al establecerse allí podían escoger servir a esos dioses, acomodándose a las costumbres y leyes de aquellas tierras. Pero el pueblo que reconoce cuánto ha hecho el Señor por ellos en su larga historia, exclamará: ‘Lejos de nosotros abandonar al Señor para ir a servir a otros dioses. El Señor nuestro Dios es quien nos sacó a nosotros y a nuestros padres de la esclavitud de Egipto… serviremos al Señor ¡Es nuestro Dios!’

Hacen su elección. Su heredad es el Señor, como hemos dicho en el salmo responsorial. ‘Tú eres, Señor, mi heredad… mi suerte está en tu mano… tengo siempre presente al Señor… me enseñarás el sendero de la vida…’ Qué hermoso que sepamos poner así toda nuestra confianza en el Señor para dejarnos guiar siempre por El. Es un gozo grande confiar en el Señor. Es nuestra alegría, la más grande, la que nos llena de mayor plenitud y felicidad.

Una hermosa lección para nosotros. También nosotros nos vemos tentados de seguir unos caminos que no son los caminos del Señor. Cuántas veces nos dejamos seducir por señuelos que nos engañan y confunden. Hay cosas a nuestro alrededor que nos atraen y desvían nuestro camino.

Tenemos que hacer nuestra elección también. Y hacerla con gozo y con entusiasmo. Es importante esa alegría y ese entusiasmo que nos da nuestra fe, nuestro seguimiento de Jesús. Aunque por lo que vemos en ocasiones en algunos cristianos parece como siguieran a Jesús con amargura. Me gustan los rostros serenos y alegres en los cristianos, que reflejen esa alegría de nuestro corazón por ser cristianos y tener fe.

‘Lejos de nosotros abandonar al Señor… abandonar sus caminos… Serviremos al Señor’, decimos nosotros también. Y nos dejamos enseñar por El, nos dejamos conducir por su Espíritu, porque El lo es todo para nosotros. Servir al Señor no tiene sentido de esclavitud ni mucho menos. Es amarle, es escucharle, es seguir sus caminos, es buscar en todo y siempre la gloria del Señor. ‘Tú eres, Señor, mi heredad… mi suerte está en tu mano’, le decimos también.

Y a El nos acercamos con humildad y sencillez. Como los niños que se confían. Es el texto del evangelio que hoy hemos escuchado. Las madres le llevan a Jesús a sus hijos pequeños para que los bendiga. Por allá están los discípulos muy celosos de que molesten al Señor; y ahora esos chiquillos que todo lo revuelven, como pensamos nosotros algunas veces. ‘Los discípulos los regañaban’, dice el evangelista. Pero Jesús está atento a todo. ‘Dejadlos, no impidáis a los niños acercarse a mí; de los que son como ellos es el Reino de los cielos’.

Por eso queremos hacernos niños en la sencillez y humildad para acercarnos nosotros a Jesús y participar de su Reino. Será algo que Jesús recordará en otras ocasiones también. Cuando andan los discípulos con sus orgullos y aspiraciones ambiciosas buscando grandezas o primeros puestos. Hacerse niño, hacerse pequeño, hacerse el último es lo que Jesús nos enseña una y otra vez. Así queremos acercarnos a Jesús para aprender de El, para dejarnos conducir, con ansias de conocerle y seguirle, para convertirlo de verdad en el centro de nuestra vida.

viernes, 12 de agosto de 2011

Damos gracias a Dios por nuestra historia sagrada


Josué, 24, 1-13;

Sal. 135;

Mt. 19, 3-32

Cuando era niño en la escuela o en el colegio había una hora de clase que nos gustaba a todos; era la clase de historia sagrada en la que se nos narraban las historias de los personajes de la Biblia, la historia de Israel, y tanto del Antiguo Testamento como también de los evangelios contados así en forma de historia. Era algo ameno pero que nos dejaba grandes enseñanzas porque de alguna manera se nos estaba contando la historia de nuestra fe.

Es lo que le hemos escuchado hoy a Josué. Han entrado ya en la tierra prometida y él quiere hacer que el pueblo proclame su fe en el Dios que les ha salvado y conducido hasta aquella tierra, queriendo además que sea una respuesta libre pero bien firme, como mañana escucharemos. Lo que hoy se nos ha narrado en el texto es es recuerdo de la historia del pueblo de Israel haciendo resaltar en cada momento la presencia y la intervención de Dios en su propia historia. Es un pueblo creyente que sabe leer su vida y su historia desde su fe y descubre esa presencia del Señor que nunca les ha abandonado.

Desde Abraham y todos los patriarcas, su salida de Egipto, el paso del mar Rojo y su largo camino por el desierto hasta establecerse ahora en la tierra que Dios les había prometido, el Señor ha estado siempre presente, llamando, alentando, conduciendo, enseñando, corrigiendo, castigando incluso sus infidelidades, pero perdonando siempre amándolos sobremanera porque son su pueblo y El es su Dios.

Historia sagrada la llamamos porque desde nuestro sentido creyente vemos siempre esa mano del Dios presente en medio de su pueblo. Pero todos tenemos nuestra historia sagrada. Bueno sería que cada uno la recordáramos. Es nuestra historia personal, aunque enraizada en una familia y también en la pertenencia a un pueblo determinado, o una sociedad en la que hemos hecho y hacemos nuestra vida. Y decimos también historia sagrada la nuestra porque como creyentes hemos de saber leer la historia de nuestra vida a la luz de la fe y descubrir también esa presencia de Dios con nosotros.

Sería un buen ejercicio, por llamarlo de alguna manera, que nos vendría bien hacerlo más de una vez en la vida. Entonces descubriríamos por cuántas cosas tenemos que darle gracias a Dios, porque es tanto lo que el Señor nos ha regalado. Desde nuestro nacimiento y nuestro bautismo, desde la familia en la que nacimos y fuimos educados, desde todo ese proceso de crecimiento y maduración de nuestra vida en todos sus aspectos, nuestra niñez o nuestra juventud, nuestra vida adulta y lo que ahora somos y vivimos. Sepamos descubrir la acción y la presencia de Dios ahí en nuestra vida concreta.

Aunque haya habido momentos en nuestra vida que quizá no contábamos tanto con el Señor porque nuestra fe era muy elemental o quizá se había enfriado en nuestra vida; aunque quizá hayamos vivido momentos de infidelidad y pecado, no olvidemos que todos somos pecadores; aunque haya habido momentos muy difíciles y con muchos problemas que quizá nos volvieron rebeldes o con reacciones como muy especiales. Dios ha estado siempre ahí a nuestro lado, no nos ha abandonado, sino que siempre con lazos de amor ha querido atraernos hacia El para que sintamos su amor y su protección.

Quizá podamos haber tenido momentos especiales, experiencias especiales en que Dios nos habló a nuestro corazón. El nos habla por muchos caminos, en una celebración religiosa, en una lectura especial que hayamos hecho, en un consejo que alguien nos dio, en un momento de reflexión… de muchas formas, pero quizá podemos recordar esa luz especial que iluminó nuestra conciencia, nuestro corazón y nos hizo sentir ese calor del amor de Dios en nosotros.

Cada uno tenemos nuestra especial historia sagrada por la que tenemos que dar gracias a Dios. En el salmo, como respuesta a la Palabra que se nos iba proclamando, y haciendo precisamente un recuerdo de esa historia sagrada, fuimos dando gracias a Dios ‘porque es eterna su misericordia’. Hágamoslo muchas veces allá desde lo hondo del corazón. Que crezca nuestra fe. Que crezca el amor con que respondemos a Dios.

jueves, 11 de agosto de 2011

La grandeza del corazón que se manifiesta en la compasión y el perdón


Josué, 3, 7-10.11-13-17;

Sal. 113;

Mt. 18, 21-19, 1

Una señal clara de la grandeza de un corazón es su capacidad de compasión y de misericordia. Algunas veces en la vida nos la vamos dando de duros y nos volvemos inflexibles e intransigentes.

Y hay quizá quien piense que en el orgullo de su autosuficiencia, poniéndose por encima de todo y de todos, manifiesta mejor su hombría y su poder porque así marca las distancias con los demás subiéndose en el pedestal de su orgullo. Querrá ser hombría, o como quiera llamársele, pero no es humanidad.

Y las relaciones entre las personas, las verdaderas relaciones, tienen que estar llenas de humanidad; humanidad que no podrá nacer sino de un corazón bueno, un corazón bondadoso, capaz de amar y compadecerse, para ser comprensivo y misericordioso con los demás. Qué distintas serían las relaciones entre nosotros cuando tenemos esa generosidad de corazón para comprendernos y perdonarnos.

Es una de las cosas que quiere enseñarnos la parábola. Jesús la propone desde una pregunta que hace Pedro, después que ha escuchado hablar a Jesús del amor que hemos de tenernos para ser capaces de ayudarnos incluso con la corrección fraterna. Y ya sabemos que hay ocasiones en que nos corregimos con amor los unos a los otros, pero quizá no se da el paso a un verdadero cambio del corazón y de las actitudes, y se vuelve una y otra vez a tropezar en la misma piedra, como se suele decir, en lo que molestamos u ofendemos a los demás.

‘Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?’ Ya conocemos bien la respuesta de Jesús por que en esas setenta veces siete está queriendo decirnos que siempre tenemos que perdonar al hermano. Y es que si no somos capaces de perdonarnos nos hacemos la vida imposible los unos a los otros.

Es cierto que no tendríamos que ofendernos, pero ahí está nuestra debilidad. Pero frente a esa debilidad tendría que estar un corazón generoso capaz de comprender y de perdonar, capaz de mirarse a sí mismo antes de tirar la piedra contra el hermano, porque también tenemos vigas en nuestros ojos, tantas veces también ofendemos a los demás, pero sobre todo tendríamos que aprender desde la veces que nos hemos sentido perdonados por el Señor.

La parábola está clara y fácil de entender. Diferente actitud y diferente corazón entre uno y otros. Grandes eran las diferencias de las deudas, pero precisamente al que le debían menos, pero le habían perdonado mayor cantidad, más intransigente se había vuelto y más duro era su corazón. Creo que entendemos fácilmente que no nos quedamos en unas deudas simplemente de orden económico, sino que es una forma de hablar en la parábola para hablarnos de esas ofensas que nos hacemos mutuamente o de cómo ofendemos a Dios.

Una hermosa lección para la vida que tendríamos que aprender bien. Confieso que siento dolor en mi corazón cuando contemplo a personas que no son capaces de perdonar y están martirizándose continuamente en su interior guardando un rencor, algunas veces por cosas bien insulsas; pienso que ese encerrarse en esos rencores guardados en el corazón poco menos que eternamente lo que hace es atormentarnos más y más; aunque se diga que tienen el gusto de no querer perdonar al otro para fastidiarlo y estarle recordando con nuestra actitud inmisericorde lo que ha hecho mal o aquello en lo que nos ha ofendido, quien realmente está sufriendo es el que guarda ese rencor.

Qué paz se siente en el alma cuando se tiene la valentía de perdonar. Paz y valentía, sí; la valentía nacida de la generosidad y del amor, que nos llena de verdadera paz en el alma. Aprendamos, por otra parte, a saborear el ser perdonados con la paz que nos da el Señor cuando es misericordioso con nosotros, para que así seamos capaces de tener esa generosidad y esa grandeza de corazón para saber perdonar a los demás.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Una espiritualidad para la entrega generosa de nosotros mismos

2Cor. 9, 6-10;

Sal. 111;

Jn. 12, 24-26

Vive la vida, nos suelen decir los amigos o los que nos rodean. Y por vivir la vida se entiende el disfrutar de todo y sin poner ninguna cortapisa, el que alejarnos de todo lo que nos pueda ocasionar preocupación o problemas, porque para qué vamos a complicarnos la vida, y en el pensar en uno mismo como si uno fuero lo único imporante o el centro del mundo. En ese sentido hay muchos refranes o frases hechas, que no es necesario traer ahora aquí. En esa manera habitual como entendemos la vida, o lo que vemos a nuestro alrededor, eso de sufrir o morir para poder vivir es algo que no se entiende. Encontramos facilmente un sentido de la vida así a nuestro alrededor y a pesar de que nos digamos cristianos es algo de lo que fácilmente nos podemos contagiar.

Hoy nos dice Jesús: ‘Os aseguro, que si el grano de trino no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto…’ Cuesta entenderlo y asumirlo. Pero miremos a Jesús si en verdad nos decimos cristianos, creyentes en El y nos daremos cuenta que con estas palabras nos está reflejando lo que fue su vida. Ya sabemos que el camino de la pasión y de la cruz es algo que nos cuesta aceptar. Pero es su camino. Como tantas veces hemos dicho era algo que Pedro quería quitarle de la cabeza a Jesús.

Jesús nos viene a enseñar cómo nuestra mayor dicha y felicidad está en darnos, en ser capaces de entregarnos por los demás aunque tengamos que olvidarnos de nosotros mismos; que cuando hagamos felices a los demás es cuando más felices podemos llegar a ser nosotros. La grandeza espiritual de una persona pasa por ahí, por esa generosidad del corazón.

Pero a esa hondura no se llega de cualquier manera. Tenemos que dejarnos impregnar profundamente por el Espíritu de Jesús. Es necesario para un cristiano que quiere ser fiel de verdad a su fe el que cada día nos vayamos empapando más y más del evangelio. Para llegar a vivir en una entrega como nos enseña Jesús no es simplemente hacer lo que a mi buenamente se me ocurra, por asi decirlo, lo que pueda hacer con buena voluntad, sino que es necesario fortalecernos en el Señor. sólo con El es como podemos descubrir lo que tiene que ser nuestra entrega y nuestro amor y tener la fuerza para poder vivirlo.

Algunas veces cuando vemos una persona entregada y sacrificada por los demás y que además lo vive con alegría, nos preguntamos cómo es posible que puedan vivir con ese entusiasmo esa entrega y esa generosidad. Tenemos que descubrir allá en lo más hondo de esas personas que son personas de una espiritualidad grande porque viven muy unidas al Señor. Es eso profundo lo que tenemos que descubrir.

Es lo que podemos descubrir en la entrega hasta el sacrificio y la muerte de los mártires. Hoy celebramos a san Lorenzo, diácono y mártir. Con qué generosidad vivía su vida en el servicio de los pobres a los que atendía. Cuando le piden que les enseñe las riquezas de la Iglesia en aquellos momentos de persecusión, él les presenta a los pobres de Roma a los que atiende generosamente. Esa es su riqueza y la riqueza de la Iglesia, la entrega por amor a los demás.

Si en momentos difíciles asi, de persecusión, él tiene esa entereza tiene que ser por su fe profunda, por su grande espiritualidad, de su unión con Cristo para vivir un amor como el de Cristo. Un amor que le llevaba a despreciar su propia vida, a no temer la muerte, por el nombre de Jesús porque sabía bien donde estaba su riqueza y el premio que el Señor le concedería.

Es lo que tenemos que aprender nosotros. Es en lo que tenemos que ahondar cada día más en nuestra vida cristiana. Ese empaparnos del Evangelio, ese dejarnos impregnar y conducir por el Espíritu de Jesús. Y eso lo iremos logrando en la medida en que sepamos vivir unidos a Cristo en nuestra oración. Una oración de encuentro vivo, profundo, intimo, lleno de amor con el Señor. Que nunca nuestra oración sean rezos rutinarios. Que seamos capaces de darle hondura a nuestros encuentros con el Señor, en la oración o en la participación y celebración de la Eucaristía. Así florecerá esa generosidad del corazón para llegar a olvidarnos de nosotros mismos por darnos por los demás.

martes, 9 de agosto de 2011

Queremos que su luz ni se merme ni se apague nunca


Os. 2, 16-17.21-22;

Sal. 44;

Mt. 25, 1-13

¿Seremos capaces nosotros de mantener encendidas las lámparas? ¿Cómo podremos hacer para mantenerlas encendidas? Cuando eschamos la parábola nos puede parecer absurdo lo que le sucedió a aquellas doncellas que habían de tener encendida la lámpara para cuando llegara el novio a la boda. Esa era su tarea. Su misión. Para eso las habían enviado al camino con aquellas lámparas que iluminasen la llegada del esposo. Pero se durmieron. No fueron previsoras. Cuando necesitaron la luz no tenían aceite suficiente para alimentar las lámparas.

Cuando Jesús nos propone una parábola no pretende solamente contarnos un episodio de un cuento muy bonito que nos agrade y nos entretenga. Jesús no es un simple narrador de cuentos. Con las parábolas El nos hablaba del Reino. La función de la parábola es enseñarnos y hacernos pensar. Hacer que intentemos vernos reflejados de alguna manera en los personajes de la parábola.

Por eso las preguntas que nos hacíamos al principio. ¿Seremos capaces nosotros de mantener encendidas las lámparas? ¿Cómo podremos hacer para mantenerlas encendidas? Claro que tenemos que pensar de qué luz se trata, cuales son esas lámparas que tenemos en nuestras manos y cuál es el combustible, el aceite que las haga mantener encendidas.

Ya lo decíamos, Jesús con las parábolas nos hablaba del Reino. ‘Entonces se parecerá el reino de los cielos a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron al encuentro del esposo’. Costumbres de la época que le valen a Jesús para darnos un mensaje de cómo hemos de vivir el Reino de los cielos, el Reino de Dios.

Continuamente nos está hablando Jesús del Reino de Dios. Nos pedía desde el principio creer y convertirnos porque el Reino de Dios estaba cerca. Ha venido Jesús a instaurarlo, a inaugurarlo en nuestra vida. Cuando le hemos dado nuestro sí a Jesús, el sí de nuestra fe, hemos entrado en el Reino; cuando nos hemos unido a El por el Bautismo, hemos recibido el don del Reino de Dios plantándolo en nuestro corazón.

El Reino de Dios es vida. Reconocemos a Dios como nuestro Rey y Señor y El nos da el don de su vida por la fuerza del Espíritu y en virtud de la salvación, de la redención de Cristo. Y comenzamos, entonces, a vivir una vida nueva. Como una luz que hemos plantado en nuestro corazón y ya las cosas las vemos y las vivimos de manera nueva. Digo las cosas, lo que es nuestra vida, nuestro ser, lo que hacemos o lo que deseamos. Todo es distinto porque ya Dios ocupa el centro de nuestra existencia.

No nos importan luchas o trabajos, no tememos tentaciones o peligros, porque tenemos a Dios en el centro de nuestra vida. Ya hay un nuevo sentido, un nuevo existir, porque ya para siempre vivimos desde el amor. Y queremos que eso sea para siempre. Queremos que esa luz no merme ni se apague.

Decíamos que no nos importan luchas ni trabajos y no tememos tentaciones ni peligros, pero sabemos que ahí están. Que habrá cosas que nos distraigan, nos quieran alejar del rumbo que hemos querido darle a la vida, que nos adormecen para hacernos olvidar lo que es importante, que nos quieren arrastrar por otros caminos que no son precisamente los de la vida y del amor, sino los del mal y del pecado. Y todas esas cosas ponen en peligro la luz.

Tenemos que saber buscar donde alimentar esa luz; tenemos que tratar de que esa luz no se apague. Tenemos que saber buscar esa gracia de Dios que nos alimenta, que nos fortalece, que nos previene contra el mal y el pecado. Y esa gracia la encontramos en Dios, es un regalo de Dios que hemos de saber valorar y aprovechar.

Canales de gracia los tenemos en los sacramentos; canales abundantes de gracia encontramos en nuestra oración, en nuestra unión con el Señor; canales de gracia y de vida los tenemos en la Palabra que el Señor nos dice cada día, y que tenemos que saber escuchar, plantar en nuestro corazón. Si nos fallan esos canales, si rompemos esa conexión con la gracia del Señor porque abandonamos nuestra oración, porque no vivimos los sacramentos con toda hondura, porque no escuchamos su Palabra, esa luz se nos extinguirá. Sabemos donde podemos alimentarla, acudamos confiados al Señor. No nos durmamos para que podamos mantener encendida esa vida en nosotros.

Que un día podamos entrar en el banquete eterno de las Bodas del Reino de los cielos. Que el Señor nos reconozca porque hemos sabido tenerle como centro de nuestra vida y a pesar de nuestras debilidades siempre hemos sabido acudir a El; muchas veces quizá para pedirle perdón por nuestras infidelidades, nuestros olvidos y abandonos; muchas veces invocándole para obtener su gracia; siempre queriendo cantar sus alabanzar, queriendo cantar desde lo más hondo de nosotros la gloria del Señor.

Tenemos hoy el testimonio de quien un día encontró esa luz, porque la buscaba y porque el Señor la llamó y la iluminó, y ya nunca se apagó esa luz y esa vida en su corazón siendo capaz incluso de dar su vida a causa de su fe, Santa Teresa Benedicta de la Cruz, virgen y mártir.

lunes, 8 de agosto de 2011

Teme al Señor tu Dios y sigue sus caminos…


Deut. 10, 12-22;

Sal. 147;

Mt. 17, 21-26

Ahora Israel, ¿qué es lo que te exige el Señor tu Dios? Que temas al Señor, tu Dios, que sigas sus caminos y le ames…’ Así nos comenzaba a decir el texto que hemos escuchado del Deuteronomio hoy en la primera lectura.

Comentar que hemos ido escuchando los primeros libros de la Biblia, el Génesis, el Exodo, el Lévitico, Números en diversos textos de la historia de los patriarcas, de la salida de Egipto y su camino por el desierto hacia la Tierra Prometida.

El texto que hoy hemos escuchado es del Deuteronomio que es el quinto libro de ese conjunto que se llama el Pentateuco, los libros de la ley, la Torá, como dicen los judíos. Este libro está redactado como si fueran grandes discursos de Moisés al pueblo recordándoles la ley del Señor y cómo han de vivir al establecerse en la tierra que el Señor les va a dar. Sólo vamos leyendo textos escogidos en la imposibilidad de leer capítulo a capítulo todos y cada uno de los libros. En pocos días veremos ya la entrada del pueblo peregrino en Palestina.

El texto hoy proclamado tiene un hermoso mensaje. Como recordábamos Moisés se pregunta ‘¿qué es lo que te exige el Señor, tu Dios?’ ¿Cuál es lo fundamental, el principal mandamiento? ‘Que temas al Señor tu Dios, sigas sus caminos y le ames…’ Servir al Señor con todo el corazón y con toda el alma, cumpliendo los mandamientos del Señor.

Mandamientos del Señor, como nos dice, que son para nuestro bien. Sí, quizá alguno podría preguntarse, ¿y qué gano yo con cumplir los mandamientos del Señor? Pues como nos dice son para nuestro bien, son el camino de la mayor dicha y felicidad del hombre. Es nuestro gozo sentirnos amados del Señor y corresponderle con nuestro amor.

Como nos dice, es nuestro orgullo servir y amar al Señor. Por eso nos pide que no endurezcamos el corazón. ‘Circuncidad vuestro corazón, no endurezcais vuestra cerviz…’ La circuncición no puede ser un rito externo, corporal solamente, sino que tiene que ser desde el corazón. De cuántas cosas tenemos que purificar nuestro corazón, cuántas actitudes egoistas, insolidarias y orgullosas tenemos que arrancar de él. Será algo que luego van a repetir continuamente los profetas.

Pero hay algo importante que se nos resalta en este texto. Ese servir y amor al Señor tiene que pasar por el amor y la misericordia que tengamos con los demás. Dios ‘hace justicia al huérfano y a la viuda, ama al forastero, dándole pan y vestido’. Por eso nos dice: ‘Amaréis al forastero, porque forastero fuiste en Egipto…’ y el Señor hizo maravillas en vuestro favor. Pues de la misma manera tenemos que actuar. Será lo que luego Jesús nos enseñará en el evangelio, el amor a todos.

Creo que todo esto tiene que ayudarnos a reflexionar. Reconocemos las maravillas que el Señor hace a favor nuestro y le amamos, pero ya sabemos cómo y donde tenemos que manifestarle nuestro amor.

domingo, 7 de agosto de 2011

Donde todo nos pueda parecer borrascoso allí está el Señor


1Reyes, 19, 9.11-13;

Sal. 84;

Rm. 9, 1-5;

Mt. 14, 22-33

Se habían ido a un sitio apartado y tranquilo. Se las prometían felices, como se suele decir. Iban a estar con Jesús sólo los discípulos más cercanos. Pero al llegar se encontraron un gentío grande. Y como siempre había aflorado el corazón lleno de ternura y de misericordia de Jesús. Había comenzado por curar a los enfermos que le traían y terminó multiplicando el pan para que todos comieran.

Ahora había enviado a los discípulos en barca de nuevo a la otra orilla mientras El despedía a la gente. Por allá andaban ya queriéndolo hacer rey. Pero se había ido a la montaña a solas para orar. Un gesto que vemos repetidas veces en el evangelio. Se va a orar en la noche con el Padre y de madrugada lo encuentran en descampado, se lleva a algunos de sus discípulos para que participen en su oración como en el Tabor, o los lleva para en una intimidad grande instruirlos y cada día lo vayan conociendo más y creyendo más en El. Ahora se había ido a solas. ¡Qué lecciones nos da! Era su alimento como hacer la voluntad del Padre, según había dicho en otra ocasión.

A la montaña y al desierto se había ido Elías, como escuchamos en la primera lectura. ¿Buscaba a Dios? ¿Quería fortaleza y consuelo? Más bien quería que Dios le quitara la vida. Quería morir. Era el único profeta en Israel y todo se volvía en su contra. ¿Quería un milagro extraordinario que le confirmara que lo que estaba haciendo estaba bien? Allí estaba en el Horeb, el monte de Dios como Moisés. ¿Quería sentir una manifestación portentosa de Dios como cuando la zarza ardiente?

Y Dios se le va a manifestar. ‘Sal y ponte de pie en el monte ante el Señor. ¡El Señor va a pasar!’. Se suceden huracanes y tormentas, vientos recios, terremotos y fuego que todo lo devoraba. Pero allí no estaba el Señor. Así se había manifestado a los israelitas en el desierto al pie del Sinaí. Pero no era así como Elías iba a sentir al Señor. ‘Se oyó una brisa tenue y Elias salió y se cubrió el rostro’. Y Elías sintió la fortaleza del Señor que le confirmaba en su misión. Volvería a Israel con la fuerza del Señor con él. Seguiría con su misión.

Mientras Jesús está en el monte lleno de la gloria del Señor, los discípulos van bregando duramente en la travesía del lago. ‘El viento era contrario y la barca iba sacudida por las olas’. Remaban y remaban pero nada avanzaban.

Remamos, queremos avanzar, queremos vivir nuestra fidelidad al Señor, y nuestra entrega se nos hace costosa. Las dificultades se nos amontonan en ocasiones, las tentaciones son fuertes, nos cuesta superarnos en tantas cosas que quisiéramos que en la vida nos marcharan mejor. Quisiéramos ser más santos alejando de nosotros el pecado, pero siempre nos aparece la tentación que no sabemos superar. En ocasiones nos sentimos igual que Elías como si fuéramos los únicos profetas en Israel. En otros momentos todo se nos hace noche oscura y nos parece que ya ni Dios nos escucha.

Pero allí sobre aquel mar embravecido viene Jesús. Camina sobre el agua. Donde todo nos pueda parecer borrascoso allí está el Señor. Es el Señor que está por encima de la tormenta porque es el Señor todopoderoso, pero es el Señor que llega como un tenue susurro a nuestro corazón. Algunas veces no lo sabemos ver; nos confundimos como los discípulos que ‘creían ver un fantasma’.

Tenemos que abrir los ojos de la fe, los oídos del alma para reconocerle y para escuchar su palabra suave y fuerte a la vez, su palabra que nos alivia en la tormenta de nuestro corazón o nos hace sentir la paz que supera todos los temores. ‘Soy yo, no temáis’. Palabras que nos recuerdan la pascua. Fue su saludo pascual repetido en todas sus apariciones, a las mujeres, en el cenáculo, en distintos momentos. Y será la palabra que siempre sentiremos hondamente en el alma. Con Jesús en medio de ellos, en la misma barca, volverá de nuevo la calma y renacerá la fe en los corazones. ‘Amanió el viento’.

Pedro, como siempre querrá adelantarse hasta Jesús caminando también él sobre las olas, pero aunque quiere, duda y se hunde. ‘¡Qué poca fe! ¿por qué has dudado?’ Pero allí está el Señor que le tiende su mano. Ya aprenderá la lección y después de la resurrección no temerá lanzarse al agua para llegar el primero.

Queremos, y en momentos de fervor, desearíamos comprometernos con tantas cosas, pero luego nos viene pronto la debilidad, la flaqueza, la duda, la flojera de nuestra fe y nos parece que nos hundimos. Quizá sentimos que no todos comprenden lo que estamos haciendo, o que es poca cosa lo que hacemos ante tanto que hay que hacer; o nos encontramos vientos en contra, oposición, gente que querría nuestro mundo o nuestra sociedad caminara por otros caminos y no quieren quizá que hagamos a Dios presente en nuestro mundo.

Hay tantos, ahora mismo, que no entienden que el Papa venga a reunirse con jóvenes de todo el mundo en Madrid en las próximas Jornadas mundiales de la juventud. Hay mucha gente que se opone por los más variopintos motivos. Que se hagan otras cosas, que no se gaste dinero en eso, que hay otros problemas más urgentes, dicen; es que quizá les puedan chirriar los oídos cuando el Papa les hable de Cristo a los jóvenes de nuestro mundo, o moleste que haya tantos que se sientan enamorados y entusiasmados por Jesús y por dar su testimonio. ¿No lo merecerá todo eso por nuestra fe en Jesús y su anuncio?

Pero ahí está siempre el Señor que nos tiende su mano, que nos acompaña con su gracia. Ahí está el Señor que se quiere hacer presente en nuestra vida y a través nuestro, por nuestro testimonio, en nuestro mundo. ‘Los que estaban en la barca se postraron ante El, diciendo: Realmente eres Hijo de Dios’.

Es lo que nosotros tenemos que proclamar con valentía. Hacen falta esos testimonios en nuestro mundo. Convencidos de nuestra fe porque hemos experimentado tantas veces la presencia y la gracia del Señor en nuestra vida tenemos que gritarla en medio del mundo. Allí donde estamos, pero ante todos sin ningun temor y sin acomplejarnos.

Estas Jornadas Mundiales de la Juventud van a ser ese grito también frente a nuestra sociedad tan secularida y materialista, tan indiferente a lo religioso, tan relativista que en nada que le dé trascendencia a su vida quiere creer. Muchos son los jóvenes que van a tener un encuentro profundo y vivo con Cristo y hasta muchas vocaciones pueden surgir para nuestra Iglesia. Todos tenemos que sentir como algo nuestro toda esta fiesta de Cristo con nuestros jóvenes y de nuestros jóvenes con Cristo, aunque ya nosotros peinemos canas o seamos mayores. Es cuestión de fe y de sentirnos Iglesia. Y todo esto tiene que estar muy presente en nuestra oración.

Sea que vayamos a solas a la montaña de nuestra oración o que participemos con los hermanos de la comunidad en nuestras celebraciones, busquemos siempre ese encuentro vivo con el Señor, que quizá como un tenue susurro va a llegar a nuestro corazón y nuestra vida. ‘¡El Señor va a pasar!’ Sentiremos su paz y nos sentiremos fortalecidos para ir a ese mar muchas veces embravecido de la vida pero con la fuerza del Señor a proclamar nuestro testimonio.