Josué, 3, 7-10.11-13-17;
Sal. 113;
Mt. 18, 21-19, 1
Una señal clara de la grandeza de un corazón es su capacidad de compasión y de misericordia. Algunas veces en la vida nos la vamos dando de duros y nos volvemos inflexibles e intransigentes.
Y hay quizá quien piense que en el orgullo de su autosuficiencia, poniéndose por encima de todo y de todos, manifiesta mejor su hombría y su poder porque así marca las distancias con los demás subiéndose en el pedestal de su orgullo. Querrá ser hombría, o como quiera llamársele, pero no es humanidad.
Y las relaciones entre las personas, las verdaderas relaciones, tienen que estar llenas de humanidad; humanidad que no podrá nacer sino de un corazón bueno, un corazón bondadoso, capaz de amar y compadecerse, para ser comprensivo y misericordioso con los demás. Qué distintas serían las relaciones entre nosotros cuando tenemos esa generosidad de corazón para comprendernos y perdonarnos.
Es una de las cosas que quiere enseñarnos la parábola. Jesús la propone desde una pregunta que hace Pedro, después que ha escuchado hablar a Jesús del amor que hemos de tenernos para ser capaces de ayudarnos incluso con la corrección fraterna. Y ya sabemos que hay ocasiones en que nos corregimos con amor los unos a los otros, pero quizá no se da el paso a un verdadero cambio del corazón y de las actitudes, y se vuelve una y otra vez a tropezar en la misma piedra, como se suele decir, en lo que molestamos u ofendemos a los demás.
‘Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?’ Ya conocemos bien la respuesta de Jesús por que en esas setenta veces siete está queriendo decirnos que siempre tenemos que perdonar al hermano. Y es que si no somos capaces de perdonarnos nos hacemos la vida imposible los unos a los otros.
Es cierto que no tendríamos que ofendernos, pero ahí está nuestra debilidad. Pero frente a esa debilidad tendría que estar un corazón generoso capaz de comprender y de perdonar, capaz de mirarse a sí mismo antes de tirar la piedra contra el hermano, porque también tenemos vigas en nuestros ojos, tantas veces también ofendemos a los demás, pero sobre todo tendríamos que aprender desde la veces que nos hemos sentido perdonados por el Señor.
La parábola está clara y fácil de entender. Diferente actitud y diferente corazón entre uno y otros. Grandes eran las diferencias de las deudas, pero precisamente al que le debían menos, pero le habían perdonado mayor cantidad, más intransigente se había vuelto y más duro era su corazón. Creo que entendemos fácilmente que no nos quedamos en unas deudas simplemente de orden económico, sino que es una forma de hablar en la parábola para hablarnos de esas ofensas que nos hacemos mutuamente o de cómo ofendemos a Dios.
Una hermosa lección para la vida que tendríamos que aprender bien. Confieso que siento dolor en mi corazón cuando contemplo a personas que no son capaces de perdonar y están martirizándose continuamente en su interior guardando un rencor, algunas veces por cosas bien insulsas; pienso que ese encerrarse en esos rencores guardados en el corazón poco menos que eternamente lo que hace es atormentarnos más y más; aunque se diga que tienen el gusto de no querer perdonar al otro para fastidiarlo y estarle recordando con nuestra actitud inmisericorde lo que ha hecho mal o aquello en lo que nos ha ofendido, quien realmente está sufriendo es el que guarda ese rencor.
Qué paz se siente en el alma cuando se tiene la valentía de perdonar. Paz y valentía, sí; la valentía nacida de la generosidad y del amor, que nos llena de verdadera paz en el alma. Aprendamos, por otra parte, a saborear el ser perdonados con la paz que nos da el Señor cuando es misericordioso con nosotros, para que así seamos capaces de tener esa generosidad y esa grandeza de corazón para saber perdonar a los demás.
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