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sábado, 20 de agosto de 2011

El orgullo nos hace vivir tras las máscaras de las apariencias la mentira de la vida


Rut, 2, 1-3.8-11;
4, 13-17;

Sal. 127;

Mt. 23, 1-12

‘En la cátedra de Moisés se han sentado los letrados y los fariseos… no hagáis lo que ellos hacen… todo lo que hacen es para que los vea la gente…’ Previene Jesús a sus discípulos de los fariseos y letrados que se presentan como maestros en Israel, pero que no son consecuentes con su vida. Enseñan y plantean muchas exigencias a la gente, pero no es lo que ellos hacen. Todo se queda en apariencias y en lo que podríamos llamar la mentira de la vida o una vida de mentira. Ya tendremos oportunidad de reflexionar más sobre ello.

Os tengo que confesar que este texto del evangelio siempre me ha hecho detenerme a pensar en lo que el Señor dice para mi vida. Por supuesto, cada vez que me acerco a la Palabra de Dios tengo que escucharla como Palabra que el Señor me dice a mí. Claro que en mi misión sacerdotal luego tengo que reflexionar también en cómo os anuncio esa palabra, os la explico y os ayudo a través de ella a encontraros con el Señor para que todos descubramos qué es lo que el Señor quiere decirnos.

Siempre pido al Señor que me ilumine y me dé fuerzas para que esta Palabra que os predico en el nombre del Señor transforme mi corazón y no vaya nunca tras las apariencias, buscando honores o primeros puestos; no puedo ser yo el que me haga notar porque todo lo que tengo que hacer es conducirles hasta el Señor.

Nunca podrá ser el camino soberbio del orgullo, de la apariencia y de la mentira de mi vida el que yo transite para ayudaros en vuestro camino hacia el Señor. Tienen que ser necesariamente caminos de sencillez y de humildad que fueron los que hizo el Señor. Así lo contemplo en Belén, así lo contemplo siempre rodeado de los humildes y sencillos, así lo contemplo en su entrega de infinito amor en la pasión y en la cruz, como cordero humilde llevado al matadero. Es lo que al menos intento hacer con mi vida, no siempre lo consigo, pero me acojo al juicio miseridordioso del Señor. Siento admiración por los que son sencillos y humildes y de alguna manera me siento estimulado con sus ejemplos. La dulzura de la humildad siempre nos atraerá más que la acritud del soberbio.

El Señor siempre es misericordioso, pero siento que el pecado del orgullo y la soberbia es un pecado difícil de perdonar. No, porque el Señor no estuviera siempre dispuesto a concedernos su perdón, sino porque al orgulloso le es difícil agachar la cabeza humilde para reconocer su pecado y pedir perdón. Y es un pecado en el que fácilmente caemos. Por eso, decía, siempre pido al Señor su luz y su fuerza para descubrir cuales han de ser mis verdaderas actitudes y de verdad plasmarlas en mi vida. Que no caiga nunca en esa tentación de la soberbia y del orgullo; que el Señor me dé un corazón sencillo y humilde, pido al Señor.

Nuestro único Maestro y Señor es Jesús; y es su Espíritu el que nos ilumina interiormente sugiéndonos e inspirándonos siempre lo bueno que tenemos que hacer. Por eso Jesús decía que no nos dejemos llamar ni maestros, ni padres, ni consejeros porque sólo el Ungido del Espíritu del Señor es nuestro verdadero consejero.

Creo que esta reflexión que me estoy haciendo para mi mismo en alta voz nos puede valer a todos, porque el mensaje de Jesús es siempre para todos. Será algo que nos repetirá muchas veces. ‘El primero entre vosotros sea vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido’. Que nunca nuestras relaciones mutuas las entintemos con ese color turbio del orgullo y la soberbia; lo que tiene que resplandecer entre nosotros es el amor y el amor nos hace sencillos y humildes, porque antes que valorarnos nosotros siempre valoraremos a los demás.

viernes, 19 de agosto de 2011

Unos pilares sólidos para nuestra vida, la fe y el amor


Rut, 1, 1.3-6.14-16.22;

Sal. 145;

Mt. 22, 34-40

En alguna ocasión hemos reflexionado cómo un edificio ha de estar solidamente edificado sobre unos buenos cimientos y que los pilares que sustentan toda su estructura ha de tener la necesaria fortaleza para poder sostenerlo frente a los embates de vendavales y tormentas.

Escuchando el evangelio que hoy se nos ha proclamado vemos bien cuáles son esos pilares que han de sustentar todo el edificio de nuestra vida. Son los pilares de la fe en Dios y del amor. Por eso en otro momento Jesús nos habla de los cimientos que han de estar bien plantados en la Palabra de Dios y que metamos hondo en nuestro corazón para llevarla a nuestra vida y que nos permitirá luego caminar con seguridad el camino de nuestra vida de fe, nuestra vida cristiana. Sin esa fe y sin ese amor nuestra vida carecía de norte, de sentido. Con esa fe y ese amor nuestra vida encontraría su verdadero valor.

Hemos escuchado como alguien se acerca a hacerle una pregunta, aunque nos dice el evangelista que lo hacía para poner a prueba a Jesús. Más allá de esas intenciones no tan puras de aquel fariseo que además entendía de las Escrituras, sin embargo hemos de reconocer que no es tan banal la pregunta y a la larga a nosotros nos puede ayudar. Porque realmente está preguntando por lo más fundamental. ‘Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?’ ¿Qué es lo fundamental que hemos de hacer? ¿cuál lo esencial que ha de dar norte a nuestra vida? ¿Sobre qué tendría que fundamentar mi vida?

Jesús le responde, como hemos escuchado, recordando lo que todo buen judío había de saber porque incluso lo repetían cada día casi como una oración. ‘Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: amarás a tu prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos sostienen la ley entera y los profetas’.

Efectivamente, estos dos mandamientos, el amor a Dios y el amor al prójimo sostienen en verdad toda nuestra vida. Son esos pilares de ese edificio de nuestra fe y de nuestra vida cristiana. Los pilares del amor. A Dios sobre todo y por encima de todo. Y como derivándose de ese amor que le tenemos a Dios tenemos que amar también al prójimo, tenemos que amar a los hermanos. Como ya nos explicará la escritura es que no podemos decir que amamos a Dios si no amamos al hermano que está a nuestro lado. Como nos amamos a nosotros mismos. Pero como nos ama Dios a nosotros, como es el amor de Jesús que es el supremo modelo de nuestro amor.

Ayer escuchábamos al Papa decirle a los jóvenes en su primer encuentro con ellos para la Jornada Mundial de la Juventud cómo habían de cimentar su vida en Cristo que es la verdad absoluta de nuestra vida y el que nos conduce a la verdadera libertad. Recordaba precisamente esa imagen del edificio cimentado en roca firma o en arena, que tantas veces hemos escuchado y que era el evangelio que en ese momento fue proclamado.

Cuando fundamentamos nuestra vida en Cristo y en la ley del Señor, cuando lo centramos todo el amor, ese amor que hemos de tenerle a Dios sobre todas las cosas, como decimos en el primer mandamiento, pero también ese amor al prójimo como nos amamos a nosotros mismos, nuestra vida camina hacia la plenitud, hacia al auténtica felicidad.

Esa es nuestra sabiduría, la sabiduría de la fe. Es por lo que tenemos que luchar, en lo que hemos de esforzarnos cada día para que nuestra fe sea cada vez más auténtica. El pilar de la fe y el pilar del amor que antes decíamos. Escuchemos esta palabra que nos dice el Señor y plantémosla de verdad en el corazón para que sea centro de nuestra vida y para que demos los frutos que el Señor quiere.

jueves, 18 de agosto de 2011

Vistamos el traje de fiesta del amor para participar en el banquete de bodas del Reino


Jueces, 11, 29-39;

Sal. 39;

Mt. 22, 1-14

‘No endurezcais vuestro corazón; escuchad la voz del Señor’. Es la antífona que nos propone la liturgia como aclamación en el aleluya antes del evangelio hoy. Escuchar al Señor. No endurecer nuestro corazón. Ayer escuchábamos la parábola en que el amo de la viña nos invitaba a ir a trabajar a su viña. Hoy es el rey que celebrar una boda y nos invita a que participemos en el banquete. Pero ya se nos decía que no endurezcamos el corazón sino que escuchemos la invitación del Señor.

Y es que en el relato evangélico ‘los convidados no quisieron ir’. Y a pesar de las insistencias del rey que envía de nuevo a sus criados ‘encargándoles que les dijeran: tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas y todo está a punto. Venid a la boda. Los convidados no hicieron caso’. Tenían otras cosas que hacer o se buscaban disculpas para no asistir, sus tierras que atender o sus negocios en los que trabajar.

Somos nosotros también los invitados. ¿Cómo respondemos a esa invitación a participar en el banquete de bodas? Lo primero que se nos ocurre responder a esta pregunta es decir que nosotros sí respondemos a la invitación; ¿cómo no lo vamos a hacer? Pero seamos sinceros en nuestra respuesta y veamos si acaso nosotros también en muchas ocasiones nos buscamos mil disculpas.

¿Qué puede significar ese banquete de bodas al que somos invitados? Ya Jesús cuando comenzaba la parábola decía que ‘el reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo’. La imagen de la comida o del banquete, de la fiesta o de la boda es una imagen repetida para hablarnos del reino de Dios. Ya los profetas incluso anunciaban los tiempos mesiánicos como un festin de manjares suculentos, de una mesa preparada con las mejores comidas y los mejores vinos para todos compartir.

¿Qué entraña la celebración de una boda? Fiesta y alegría, compartir una comida o una convivencia de unos y otros en armonía y fiesta; se sienta a la mesa juntos los que se conocen y son amigos, y en caso de no conocerse se hacen las presentaciones mutuas que nos lleven a ese conocimiento y amistad; mucho se comparte en una comida alrededor de una mesa y que es mucho más que los manjares que comamos, porque es la comunicación, la conversación que nos puede llevar a muchas cosas buenas e interesantes.

Podríamos quizá volver a preguntarnos ahora sobre cómo respondemos nosotros a la invitación que se nos hace de participar en el banquete de bodas. Nos damos cuenta que no siempre contribuimos por nuestra parte con todo lo necesario para crear esa hermosa armonía con los que nos rodean, crear ese ambiente de fiesta y de alegría en las relaciones de unos y otros y cómo muchas veces parece que en la vida cada uno vamos por nuestra parte y no somos como los que realmente estamos sentados alrededor de la misma mesa.

Es, pues, esta palabra que hoy estamos escuchando y reflexionando sobre ella para revisar muchas actitudes que se nos meten en el corazón que nos llevan a que no siempre sepamos aceptarnos con sinceridad y buen corazón los unos a los otros. Queremos quizá venir a ese banquete pero no tenemos el traje de fiesta del amor, de la sinceridad, de la comprensión, de la humildad, de la apertura generosa de nuestro corazón. Y para participar en ese banquete del reino son cosas que tenemos que hacer brillar en nuestro corazón.

Todos estamos invitados, pero de muchas cosas tenemos que purificarnos, muchas cosas buenas tenemos que hacer crecer en nuestro corazón, muchas posturas buenas y generosas tenemos que hacer resplandecer en nuestra vida. No endurezcamos el corazón, escuchemos la voz del Señor que nos llama y que nos invita, que quiere que en verdad adornemos nuestro corazón de mucho amor, de mucha comprensión, de mucha generosidad, de mucha alegría. Muchas más cosas podríamos reflexionar sobre este texto pero ya tendremos oportunidad.

miércoles, 17 de agosto de 2011

La riqueza del trabajo en la viña de la vida


Jueces, 9, 6-15;

Sal. 20;

Mt. 20, 1-16

‘Id vosotros también a trabajar a mi vida’. Así una y otra vez, en el amancecer, a media mañana, al mediodía, a media tarde sale el propietario de la viña en busca de trabajadores para su viña. ‘¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar?’ pregunta los de la última hora. Para todos tiene su denario, su recompensa.

¿Qué nos querrá decir? ¿qué nos querrá enseñar Jesús con esta parábola? Muchas consideraciones podríamos hacernos. La viña, nuestra vida, nuestro mundo, la sociedad en la que estamos. Hay una tarea que realizar. Podemos remontarnos al paraíso cuando Dios al crear al hombre pone el mundo en sus manos para que continúe con la tarea iniciada en la creación. Nos ha dado unos talentos el Señor, una inteligencia, una voluntad. Llenad la tierra y sometedla. Nos ha dado unas capacidades, como nos ha dado también ese precioso valor de la libertad.

Hacen falta jornaleros que trabajen en la viña. El amo de aquella viña los busca una y otra vez. Dios sigue confiando en la capacidad del hombre. El trabajo es un hermoso valor que no solo hace crecer la riqueza de nuestro mundo, sino que primero que nada nos hace crecer a nosotros en ese mismo trabajo.

El hombre se desarrolla en el trabajo que realiza, plasma su vida, salen a flote todas las capacidades del hombre y ya no solo en beneficio propio sino como riqueza de vida para la sociedad en la que vive. El hombre cuando termina su obra no solo fue el fruto en una ganancia material sino que se recrea en la obra que ha realizado, porque allí ha ido plasmando todo su ser. La ganancia material la necesitamos para nuestro sustento pero tendríamos que aprender a amar el trabajo por algo más hondo.

Por eso al comenzar esta reflexión al decir la viña, al mismo tiempo dije nuestra vida, nuestro mundo, la sociedad en la que estamos. Trabajar en la viña a lo que el amor nos llama es enriquecer nuestra propia vida, hacerla crecer, llenarla de valores. Es la responsabilidad con que asumimos nuestra vida y las tareas que tenemos que realizar. Es todo eso que en el crecimiento de nuestra vida personal nos abre también al otro, a la relación mutua y al mutuo enriquecimiento.

No trabajamos solo para nosotros sino que todo trabajo por muy personal que sea siempre está en relación con los otros, con el mundo que nos rodea al que queremos desarrollar y hacer más hermoso cada día, a esa sociedad en la que estamos que queremos también mejorar para que en una pacífica convivencia todos podamos también ser más felices.

Trabajo que hemos de vivir también con sentido de trascendencia. El trabajo de la persona sobrepasa nuestra realidad física y material. Desde esa responsabilidad que tenemos con Dios, podemos decir, desde que El nos ha dado esa capacidad, pero también porque con esos valores que desarrollamos en nuestro trabajo hacemos un mundo nuevo que tendrá su plenitud en el Reino eterno de Dios.

Muchas veces al reflexionar sobre nuestro trabajo lo miramos como una carga, como algo duro, como un pesado yugo. Es cierto que las consecuencias de nuestro pecado lo pueden llenar de negruras y sombras, pero tenemos que mirarlo con mayor hondura y encontrarle esste hermoso sentido del que ahora estamos hablando.

Que nunca el trabajo del hombre sea duro y esclavizante sino que lo llenemos de luz y de creatividad y lo hagamos verdaderamente humano. Y santificándolo con la gracia del Señor podemos también darle un valor y un sentido sobrenatural como camino también de nuestra propia santidad.

Que no nos tengan que decir ‘¿qué hacéis ahí ociosos todo el día sin trabajar?’ Por supuesto que quienes tienen la responsabilidad de nuestra sociedad hagan que haya trabajo para todos. Cuántos son los problemas que se derivan de esa falta de trabajo lo estamos padeciendo ahora con la crisis social que vivimos. Pero también el trabajo que tengamos lo hagamos con responsabilidad y seamos capaces de llenarlo de cosas hermosas.

¿Por qué Cristo, al hacerse hombre, quiso también trabajar con sus manos? Santificó con su presencia y con su trabajo todo el trabajo humano.

martes, 16 de agosto de 2011

El Señor está contigo, vete y salva a Israel


Jueces, 6, 11-24;

Sal. 84;

Mt. 19, 23-30

‘El Señor está contigo… vete, y con tus propias fuerzas salva a Israel de los madianitas. Yo te envío…’ Así le dice el ángel del Señor a Gedeón.

Hemos comenzado a leer el libro de los Jueces que abarca una etapa de la historia de Israel en la que pasan por muchas dificultades. Tiempos atrás han quedado los grandes líderes como Moisés y luego su sucesor Josué y al establecerse en la tierra que el Señor les había prometido se encuentran divididos y confundidos, acosados por los pueblos que ya habitaban aquella tierra y también se habían llenado de muchas infidelidades contra el Señor.

Este es el momento en que sitúa la llamada del Señor a Gedeón para que lidere su pueblo y lo libre de los madianitas. Se sienten desamparados del Señor. Gedeón se siente pequeño ante el Señor para la misión que se le confía. ‘Mi familia es la menor de Manasés y yo soy el más pequeño de la casa de mi padre’, le replica en su desesperanza al ángel del Señor. ‘Yo estaré contigo…’ le sigue diciendo el Señor. Pide pruebas y poco a poco irá sintiendo que en verdad el Señor está con él. ‘No temas, no morirás… Entonces Gedeón levantó allí un altar al Señor y le puso el nombre del Señor de la paz’.

Podríamos decir que es la historia de una llamada, de una vocación. ¿De la llamada que el Señor nos hace a cada uno de nosotros? ¿De la llamada que el Señor hace a los que El de manera especial escoge con una misión en medio de la Iglesia y del mundo? El que siente la llamada del Señor se mira a sí mismo y se ve pequeño e incapaz de la misión que se le confía.

Nos pasa a todos. Buscamos y pedimos pruebas, seguridad de que es la voluntad del Señor lo que se nos manifiesta. Solamente desde la oración podrá descubrir ese designio de Dios. Por eso también cuando oramos por las vocaciones pedimos al Señor por aquellos a los que el Señor llama para que encuentren esa luz del Señor y esa fuerza de su Espíritu para dar respuesta.

Finalmente Gedeón se fia del Señor y realizará su misión de ser juez en medio de su pueblo, liderándolo para que se vieran libres de los acosos que sufrían. Así lo podemos ver en el resto de Jueces de los que nos habla la Biblia.

Pero la lectura de la Palabra de Dios y la reflexión que nos hacemos nos tiene que valer a cada uno de nosotros, como Palabra que el Señor nos dice hoy y ahora, para descubrir también el testimonio que como creyentes en Jesús hemos de dar en medio de los hermanos. Ya hablábamos de la vocación y con lo que reflexionábamos nos sentimos motivados a orar por las vocaciones y por aquellos a los que el Señor llama.

Pero, cada uno de nosotros ¿no tendría que hacer algo en medio del mundo en el que vivimos? Algunas veces hablamos de tiempos difíciles, de cuánto cuesta dar un testimonio de fe en el mundo que nos rodea, o de todo lo que podemos encontrar enfrente nuestro como oposición al mensaje de Jesús que tendríamos que testimoniar. Las dificultades de los israelitas en medio de los madianitas.

¿Nos cruzamos de brazos? ¿Silenciamos el testimonio que tendríamos que dar de nuestra fe, de nuestro sentido cristiano de la vida? Como los israelitas ¿nos escondemos en el lagar de nuestros miedos, como hemos escuchado, por miedo al que dirán o a la oposición que podamos encontrar? Quizá pensamos, yo ¿qué puedo hacer? Si yo no valgo nada, si yo no sé; yo con mis años ¿a dónde voy a ir? ¿quién me va a escuchar?

Creo que esta Palabra que hoy estamos escuchando y meditando es una palabra que nos quita miedos, nos da fortaleza, nos hace sentir la seguridad de la presencia del Señor. ‘Yo estoy contigo’, también nos dice el Señor. Somos enviados en medio del mundo como testigos, como apóstoles, como misioneros de nuestra fe; no nos podemos acobardar porque con nosotros está siempre la fuerza del Espíritu del Señor. Podemos decir una palabra, encender una luz de esperanza, estimular con un testimonio por pequeño que sea; podemos mirar nosotros a lo alto dando transcedencia a nuestra vida, y enseñar a los que están a nuestro lado a que pongan ideales grandes en sus vidas.

Que el Señor nos acompañe y fortalezca en ese testimonio cristiano que hemos de dar. Que sintamos de verdad que el Señor es nuestra paz. Que nos estimule también el testimonio que vamos a contemplar en estos días de tantos jóvenes venidos de todas partes para proclamar su fe en Cristo resucitado.

lunes, 15 de agosto de 2011

Miramos al cielo en la Asunción de María, como primicia de nuestra glorificación


Apoc. 11, 19; 12, 1.3-6.10;

Sal. 44;

1Cor. 15, 20-27;

Lc. 1, 39-56

‘¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?’ les recriminaron los ángeles a los apóstoles el día de la Ascensión cuando extasiados vieron a Jesús subir al cielo. Era una forma de ponerlos en camino porque eran ellos ahora los enviados una vez que recibieran la fuerza del Espíritu Santo prometido.

Sin embargo hoy sí quiero yo quedarme en cierto modo plantado mirando al cielo, cuando estamos celebrando la glorificación de María en su Asunción en cuerpo y alma al cielo. Que me permitan los ángeles, sí, quedarme mirando a lo alto, no para desentenderme de mi misión sino porque de alguna manera me quedo como soñando en la meta a la que estamos llamados a tender, anhelando poder un día llegar a ella. Como el atleta que mira, aunque sea a lo lejos, la meta hacia la que corre en su carrera, miro al cielo sí, contemplando hoy a María, porque siento que ella es la primicia de esa glorificación que un día nosotros esperamos alcanzar. ‘Figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada’, como decimos en el prefacio.

Contemplar y celebrar, como hacemos en este día, la Asunción de la Virgen nos llena de esperanza, nos hace contemplar la meta del camino a recorrer y nos hace sentirnos seguros en ese camino que hacemos porque tenemos la certeza de aquello a lo que estamos llamados. La liturgia nos dice precisamente que ‘ella (María) es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra’.

Claro que esta esperanza, además de poner alas en los pies para recorrer solícitos este camino que ahora nos toca caminar, al mismo tiempo se convierte para nosotros en exigencia de fidelidad y de santidad. A María la contemplamos glorificada, pero ella es la virgen fiel y llena de santidad y de amor. Por caminos de fidelidad y de amor hemos nosotros de caminar a pesar de nuestras debilidades y tentaciones, en medio de las luchas y esfuerzos que cada día hemos de realizar por ir reflejando esa santidad en nuestra vida.

Cuánto tenemos que aprender de María en el día a día de nuestra vida. María, mujer creyente, siempre abierta a Dios, a su misterio y a su voluntad; María, la Madre que nos enseña a decir sí a todo lo que es la voluntad de Dios, como ella supo hacerlo; María, la virgen prudente que mantuvo siempre encendida la lámpara de su fe en su corazón lleno de esperanza; María, la madre del amor siempre dispuesta a la entrega y al servicio que la vemos correr hasta la montaña para amar y para servir. Así la contemplamos hoy en el evangelio.

Cuando queremos copiar en nosotros todas esas virtudes que vemos reflejarse con tanta claridad en María nos vemos y nos sentimos tan débiles y cómo algunas veces nuestro camino se llena de obstáculos, de dudas, de peligros de todo tipo, de tentaciones de encerrarnos en nosotros mismos para pensar sólo en nosotros y nos parece que no seremos capaces de recorrer esos caminos de santidad, de entrega y de amor.

María también se interrogaba por dentro ante todo aquello que le sucedía. Rumiaba todo lo que iba sucediendo allá en lo íntimo de su corazón. Estaba abierta a Dios pero se pone a considerar bien las palabras del ángel; decir sí a todo aquel misterio inmenso que Dios le proponía de ser la Madre del Salvador le podía hacer pensar en lo anunciado por los profetas acerca de los sufrimientos como varón de dolores del Mesías; la presencia de María al pie de la cruz en medio de tanto sufrimiento y dolor en la muerte de su Hijo era una espada grande que le atravesaba el alma, como le había anunciado el anciano Simeón. Pero María era la mujer fiel, la que estaba allí firme al pie de la cruz como madre de dolor pero como madre llena de fe que era capaz de hacer una ofrenda de amor de todo el sufrimiento de su corazón uniéndose al dolor redentor de Jesús. Es la madre que nos enseña la obediencia de la fe.

La vemos, entonces, caminar delante de nosotros enseñándonos a hacer ese camino de fidelidad, de entrega, de amor. Aunque muchas sean las dificultades, las tentaciones o los peligros que nos acechen, está a nuestro lado para fortalecernos con su presencia maternal y la gracia del Señor. Como madre siempre nos estará señalando cuales son los caminos que nos lleven hasta Jesús. Como madre nos estará enseñando a mantener también nuestras lámparas siempre encendidas, las lámparas de nuestra fe, de nuestro amor, de nuestra responsabilidad, de nuestro trabajo por todo lo bueno, señalándonos también dónde podemos encontrar ese aceite de la gracia que nos haga mantener esas lámparas encendidas.

Y como madre intercesora que tenemos ya en el cielo glorificada junto a Dios - ¿no quieren siempre la madre lo mejor para sus hijos y piden lo que sea necesario para que ellos alcancen la mayor dicha y felicidad? – nos alcanzará, entonces, toda esa gracia que necesitamos, toda esa gracia que nos fortalezca para que recorramos ese camino de santidad, toda esa gracia que nos ayude a mantener esa lámpara encendida en nuestra vida, para poder entrar en las bodas del Reino.

domingo, 14 de agosto de 2011

Señor, tenemos en casa un mundo lleno de sufrimiento…


Is. 56, 1.6-7;

Sal. 66;

Rom. 11, 13-15.29-32;

Mt. 15, 21-28

‘¡Mujer, qué grande es tu fe!’ le dice finalmente Jesús a la mujer cananea. ‘Que sea como tú quieres’. En otra ocasión Jesús había exclamado: ‘No he encontrado en nadie tanta fe en Israel!’ Fue al centurión que venía suplicándole por su criado enfermo, pero que no se sentía digno de que Jesús entrase en su casa.

Dos ocasiones en que Jesús alaba la fe quienes acuden a El; y en estas dos ocasiones, no serán judíos sino gentiles, una la mujer cananea y el otro un centurión romano, los que merecerán esta alabanza de Jesús por su fe. Lo cual es también significativo de cómo la salvación de Jesús ha de llegar a todos los hombres de cualquier raza o condición.

Habrá otros momentos en que Jesús pida la fe de quienes acuden a El y les diga también que conforme a su fe se cumpla lo que desean. Pero serán siempre momentos en que con humildad grande se acercan a Jesús. Serán los que se sienten pequeños y humildes los que son más gratos a Dios y a los que el Señor se manifestará de manera especial. Sólo los pequeños y los sencillos tendrán ojos para ver a Dios, tendrán los ojos limpios para descubrir sin engaño ni confusión los misterios de Dios.

Los limpios de corazón serán dichosos porque verán a Dios, proclamará Jesús en las Bienaventuranzas. Bendice Jesús al Padre que revela los misterios de Dios a los humildes y sencillos de corazón. ‘Has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla’.

Y serán las gente sencillas y humildes los que van a poner todas sus esperanzas en Jesús, y le seguirán, y estarán con El, y a El le abrirán su corazón con las miserias de su vida. Con ellos Jesús será misericordioso, manifestará lo que es la grandeza de su corazón que es el amor y es la misericordia. Y recordemos también cómo será de los que se hacen como niños, sencillos y humildes de corazón, abiertos a la sabiduría de Dios de los que es el Reino de los cielos.

En estos domingos hemos escuchado que los pobres y los hambrientos de pan y de Dios, los que tenían el corazón roto y el cuerpo lleno de sufrimiento, los que tenían ansias de algo distinto en su alma eran los que seguían a Jesús por partes incluso en los descampados porque en El encontraban todas las razones para poner toda su esperanza.

Es lo que contemplamos hoy en este pasaje del evangelio. Jesús camina por territorios que ya están fuera de Israel. Una mujer cananea, como hemos escuchado, que tiene una hija muy enferma acude a Jesús llena de fe y con una confianza total. ‘Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo’. E insiste en su súplica una y otra vez. No teme ser despreciada porque es humilde, constante, perseverante, con una fe total en que Jesús puede curarla. Y la alabanza final de Jesús: ‘¡Mujer, qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas. Y en aquel momento quedó curada su hija’.

Ya hemos reflexionado recientemente sobre este evangelio. http://la-semilla-de-cada-dia.blogspot.com/2011/08/admirable-fe-y-hermosa-oracion.html Y aprendemos mucho para nuestra manera de acercarnos al Señor: con humildad y confianza. ‘Pedid y recibiréis’, nos había enseñado Jesús; ‘llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, a quien llama se le abre…’ Dios es un Padre bueno y misericordioso y con esa confianza al mismo tiempo que humildad nos acercamos a El en todo momento y por todos los motivos.

Unas veces iremos suplicando en nuestras necesidades – qué pobres somos delante del Señor -; muchas veces tenemos que aprender también a ir en acción de gracias – no lo podemos olvidar -; siempre con el gozo en el corazón de encontrarnos con El para llenarnos de su gracia, de su presencia, de su vida. La riqueza de su gracia y la inmensidad de su amor nos inundará. Siempre saldremos confortados de su presencia si con fe acudimos a El.

Con el salmo tenemos que aprender a alabar al Señor y a alabarlo unidos a todos los pueblos y a todas las gentes. ‘Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben’. Todos los pueblos, todos los hombres están llamados a cantar esa alabanza del Señor; todos los pueblos, todos los hombres están llamados a la fe y a conocer al Señor.

Es hermoso el mensaje en este sentido del profeta Isaías que escuchamos en la primera lectura. Todos están llamados a venir al monte santo, a la casa del Señor, al encuentro con el Señor. Como dice el profeta ‘a los extranjeros que se han dado al Señor, para servirlo, para amar el nombre del Señor y ser sus servidores… los traeré a mi monte santo, los alegraré en mi casa de oración… así la llamarán todos los pueblos’.

Lo vemos palpablemente reflejado en este texto del evangelio de hoy, porque aquella mujer llena de fe merecerá la gracia del Señor de ver curada a su hija. Toda una señal, todo un signo de esa universalidad de la salvación que Jesús nos ofrece. Que todos los pueblos alaben el nombre del Señor. Y recordamos lo que Jesús decía después de la alabanza que hizo de la fe del centurión a quien hacíamos antes mención. ‘Vendrán de oriente y de occidente, del norte y del sur, y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en la mesa del Reino de los cielos’.

Por eso cuando los apóstoles son enviados a anunciar el evangelio serán enviados a todo el mundo, a toda la creación. Todos los pueblos están llamados a cantar la gloria y la alabanza del Señor.

Qué hermoso cuando podemos sentir la universalidad, la catolicidad de nuestra fe porque nos encontremos cantando y celebrando nuestra fe unidos a personas de distintos lugares, quizá cada uno en su lengua y con lo que son las expresiones propias de su lugar de origen. Estos días en Madrid, con las Jornadas mundiales de la Juventud, se va a tener una expresión viva, una manifestación muy clara de esa universalidad de nuestra fe en Jesús. Se van a reunir jóvenes venidos prácticamente de todos los países del mundo para tener ese encuentro que va a ser un encuentro vivo con Cristo.

Tenemos que alegrarnos que se pueda realizar un acto así en nuestra tierra española que puede valernos muy bien para revitalizar la fe de tantos que por distintos motivos hayan podido ahogar la fe en su corazón. En nuestro mundo y en la cultura que se vive hoy, donde se va cayendo en la indiferencia religiosa o se quieren apagar todos los brillos de la cruz salvadora de Jesús, este encuentro de miles de jóvenes creyentes en Jesús va a ser un grito que nos despierte, un testimonio vibrante que pueda sacar a nuestra sociedad de esa modorra e indiferencia espiritual.

Recemos todos para que se obtengan esos frutos de gracia para cuantos estos días participan en este encuentro, pero que sean frutos de gracia para toda nuestra sociedad para que muchos lleguen a descubrir desde la humildad del corazon que sólo en Cristo está la verdadera salvación del hombre.

Supliquemos a la manera de aquella mujer cananea, con su misma humildad; Señor, tenemos en casa, en nuestro mundo, en nuestra sociedad, muchos enfermos en su espíritu, con su corazón roto, vacío, destrozado por muchos sufrimientos… ten compasión de nosotros, tiende tu mano hacia nosotros y cúranos, danos tu salvación. Que encontremos tu luz.