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sábado, 11 de julio de 2009

Es el Señor quien da la Sabiduría para mirar con los ojos de Dios

Prov. 2, 1-9
Sal. 33
Mt. 19, 27-29


‘Es el Señor quien da la Sabiduría, de su boca procede la prudencia y la inteligencia’. Así nos dice el libro de los Proverbios, un libro del Antiguo Testamento del conjunto de los Sapienciales. La liturgia nos ofrece este texto en la fiesta de san Benito Abad que hoy estamos celebrando. Fundador de los Benedictinos nos enseña a buscar y llenarnos del misterio de Dios en el silencio del monasterio, en la oración y en el trabajo que es su lema.
Buscar la sabiduría, desear ser sabios puede ser una noble aspiración. Sabio no es simplemente tener muchos conocimientos, sino haber aprendido a saber saborear esos conocimientos que en la vida hemos ido adquiriendo para de ellos saber deducir un buen hacer. Conocimientos acumulados están en los libros que llenan los estantes de una biblioteca o es el contenido de una enciclopedia, pero no es sabia la biblioteca ni la enciclopedia sino el hombre que ha rumiado y madurado esos conocimientos.
El hombre sabio es el hombre reflexivo, el hombre que sabe pasar una y otra vez por lo más hondo de su vida, su inteligencia y su corazón aquellos conocimientos que va adquiriendo. Es como el rumiante, como se suele decir, que dos veces mastica el alimento para saber sacarle todo su provecho. Así el hombre sabio es el que rumia, reflexiona, ahonda lo que ve, lo que siente, lo que conoce, lo que recibe y de todo eso va sacando el jugo más profundo. Por eso decimos que es un hombre reflexivo, prudente, paciente, pacífico porque ya va viendo todo con una nueva visión.
Pero nosotros somos creyentes que confesamos que todo viene de Dios y en Dios se centra para bien del hombre y para la misma gloria de Dios. Pues el creyente toda esa reflexión la hace en Dios. ¿Cómo? Es la oración. La oración en la que no sólo nos contentamos con decirle cosas a Dios, sino que intentamos llenarnos de su presencia, dejarnos inundar de Dios mismo. Dejarnos inundar de Dios para mirar con su mirada. Veremos entonces la vida, lo que nos sucede, a nosotros mismos o a los demás, el mundo que nos rodea y todo lo que vamos recibiendo con los ojos de Dios.
El creyente pide la Sabiduría de Dios. No olvidemos que uno de los dones del Espíritu Santo es el don de la Sabiduría, junto con el don de la ciencia o el don del conocimiento de Dios y del temor de Dios. Que nos llene e inunde, pues, el Espíritu de Sabiduría y así tendremos esa mirada de Dios. Eso significa dejarnos conducir por Dios. Algo que nos cuesta en nuestro orgullo porque queremos ser grandes, porque nos queremos aceptar que alguien nos diga o nos señale lo que hacemos o vivimos. De ahí, esa humildad para dejar a Dios introducirse en nuestra vida, escuchar su Palabra y hacer que nos ilumine, nos señale caminos o nos dé el verdadero sentido de las cosas.
Escuchar a Dios allá en lo más hondo de nosotros mismos para lo que necesitaremos un silencio interior, recogimiento, decimos. Los ruidos nos distraen. Pero no son ya solamente los ruidos externos, sino los ruidos que podamos tener en nuestro interior. Si ya es necesario que externamente nada nos distraiga, cuánto más en nuestro interior donde nuestra mente, nuestra imaginación nos distrae con tantas cosas. Ruidos interiores que nos distraen con aquellas cosas que nos han entrado por los sentidos, - lo que hemos visto, lo que hemos escuchado, aquello por lo que nos sentimos atraídos -; ruidos interiores que son nuestras preocupaciones o nuestros sueños, o nuestras propias pasiones. Un dominio de los sentidos para lograr ese silencio, ese serenidad, esa paz interior.
Sólo así podremos escuchar a Dios. Sólo así podremos ir adquiriendo esa sabiduría de Dios. Sólo así tendremos esa nueva mirada de nuestra vida, del mundo que nos rodea, o de las personas con las que convivimos, que es la mirada con los ojos de Dios.
Busquemos esa Sabiduría que nos viene de Dios como el más hermoso tesoro. Entonces, como nos decía el libro de los Proverbios, ‘comprenderás el temor del Señor y alcanzarás el conocimiento de Dios… comprenderás verdaderamente la justicia y el derecho, la rectitud y toda obra buena’.

viernes, 10 de julio de 2009

Como ovejas en medio de lobos

Gén. 46, 1-7.28-30
Sal. 36
Mt. 10, 16-23

El texto del evangelio de hoy tiene continuidad con los que hemos reflexionado en los días precedentes porque todos forman un conjunto en un único episodio que sin embargo litúrgicamente se nos ofrece por partes. Digo esto para que comprendamos mejor la unidad del mensaje del evangelio.
Hemos escuchado en días precedentes la elección de los Doce como Apóstoles por parte de Jesús y su envío de dos en dos a predicar que ‘el reino de los cielos está cerca’ acompañado de signos y prodigios, en la instrucciones que da a los discípulos ya nos deja entrever que no siempre iban a ser aceptados por todos de la misma manera y en este texto de hoy ya se nos habla de persecuciones en concreto por causa de su nombre.
Pero este anuncio que hace Jesús no es para el temor y el miedo, o para echarnos atrás por las dificultades que se van a encontrar, sino que el anuncio fundamental que nos hace Jesús es el gozo del testimonio dado, la fuerza del Espíritu que nunca nos faltará y la esperanza de salvación eterna que acompañará todo nuestro actuar.
‘Os entregarán a los tribunales, os azotarán en las sinagogas y os harán comparecer ante gobernadores y reyes… os arrestarán’ e incluso nos anuncia que por parte de los más cercanos - y habla de padres, hermanos e hijos – ‘os odiarán y os matarán’. Todo por causa del nombre de Jesús.
Pero Jesús promete el gozo hondo que se siente al dar, por la causa de Jesús, ‘testimonio ante ellos y los gentiles’. Nos dice que no nos preocupemos de lo que hemos de hablar en nuestra defensa ‘porque no seréis vosotros los que habléis, el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros’. Será el Espíritu que nos de fortaleza para la perseverancia, porque en el horizonte final esta la salvación eterna. ‘El que persevere hasta el final, se salvará’, nos dice el Señor.
Estas palabras de Jesús nos dan fortaleza y esperanza, porque sabemos que nunca nos faltará la asistencia del Espíritu. Podíamos decir que Jesús nos está preparando para lo que ha de venir, que no siempre será camino de rosas, sino que esas flores tienen también sus espinas, pero el perfume de la gracia, de la presencia de Jesús, del testimonio valiente que demos, compensará esos otros momentos de sufrimiento.
Cuando escuchamos este evangelio de Jesús que anuncia persecuciones, nos dice que nos manda ‘como ovejas entre lobos’ y nos pide ser astutos a la que vez que sencillos, podríamos pensar que Jesús está anunciando lo acaecido en otros tiempos o lugares, pero que quizá a nosotros eso no nos afecte. Fácil es pensar eso fue en el tiempo de las persecuciones de los emperadores romanos o en otras épocas y lugares de la historia donde los cristianos han sufrido rechazo y persecución.
Pero tenemos que pensar que esa palabra de Jesús se nos dirige hoy a nosotros, y no como testigos con la distancia del tiempo del sufrimiento de otros cristianos y en otras épocas. También hoy no siempre los cristianos son aceptados en todos sitios, sufren vejaciones y oposición abierta o solapada. Hay quienes rechazan la fe y hacen oposición muy activa contra todo lo que signifique religioso o cristiano. En el mundo moderno en el que vivimos ser cristiano puede ser muchas veces un signo de contradicción y un blanco fácil para el odio de muchos que rechazan todo lo que signifique fe o religión.
Muchas veces no sólo de ateos radicalmente convencidos y combativos, sino que muchas veces hasta dentro de nuestro propio círculo, hasta de nuestros propios grupos surge esa oposición y hasta persecución. ¡Cuántas veces en nuestros propios grupos cristianos y hasta en la misma Iglesia – lo que es más doloroso si cabe - nos encontramos situaciones así de rechazo, de crítica destructiva, de división… hacia los sacerdotes, hacia los otros grupos, hacia la misma Iglesia! Es bueno reconocerlo porque es una realidad. Es bueno darnos cuenta de ello para afirmarnos más en nuestra fe y en nuestras convicciones para dar testimonio y para dejarnos conducir por la fuerza del Espíritu que nos llevará a la perseverancia final y a la salvación.
El Espíritu del Señor no nos faltará nunca y el que vendrá y nos guiará hasta la verdad plena también será quien hable por nosotros cuando tengamos que vernos enfrentados no solo ante los tribunales, sino ante todo testimonio que hayamos de dar frente a los que nos rodean.

jueves, 9 de julio de 2009

Anuncio de la buena noticia de la salvación

Gen. 44, 18-21.23-29; 45, 1-5
Sal. 104
Mt. 10, 7-15


Jesús comenzó su actividad pública invitándonos a la conversión para creer en el evangelio porque el Reino de los cielos estaba cerca, como nos cuenta el principio del evangelio y hoy se ha recogido en la antífona del aleluya.
Hoy le escuchamos enviar a los doce apóstoles que ha escogido diciéndoles: ‘Id y proclamad que el Reino de los cielos está cerca…’ Es el anuncio de la Buena Noticia de la salvación, del Reino de Dios, de la vida y de la gracia, de la victoria sobre el mal y el pecado. Es lo que se quiere expresar con lo que les dice Jesús: ‘Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad demonios’. Son las señales del Reino de Dios que llega. Pero esos milagros van más allá de la materialidad de los enfermos o los leprosos que son curados, los muertos que resucitan, o a los endemoniados a los que Jesús cura, como le vimos ayer curar al endemoniado que era mudo.
Jesús que nos sana y que nos salva; Jesús que nos limpia del mal más hondo que pueda haber en nuestra vida cuando nos perdona nos pecados; Jesús que nos llena de nueva vida arrancándonos de la muerte del pecado para darnos la vida de la gracia; Jesús que se manifiesta vencedor en nuestra vida cuando nos libera del mal y de la tentación; Jesús que nos pone en camino de una vida nueva con un estilo nuevo que es el estilo del amor.
Y eso que han experimentado los apóstoles en si mismos cuando al seguir a Jesús su vida se ha transformado, han de llevarlo a los demás. Como les dice Jesús: ‘Lo que habéis recibido gratis, darlo gratis’. Porque la salvación recibida es un regalo de Dios. Por mucho que hagamos no somos nosotros los que merecemos la salvación, sino que es gracia, regalo, don de Dios. Es el amor de Dios al que nosotros hemos de responder y corresponder. Y una correspondencia es el trasmitir también esa salvación a los demás, para que todos lleguemos a comprender y vivir lo que es el amor de Dios.
Y Jesús nos da unas características del que recibe esa misión de Jesús como con el desprendimiento y la pobreza, la confianza en la providencia de Dios y la paz. Nos habla Jesús diciendo que no llevemos ‘en la faja oro, ni plata ni calderilla, ni tampoco alforja para el camino, ni otra túnica ni sandalias, ni bastón, que bien merece el obrero su salario…’ El que va con la misión recibida del Señor no va apoyándose en fuerzas humanas ni terrenas, sino que su fortaleza está en el Señor. De ahí esa confianza, ese ponerse en las manos de Dios para realizar esa misión que se le confía.
Creo que esto tendría que hacernos pensar, porque algunas veces puede dar la impresión que nos queremos apoyar en esos medios humanos o incluso en poderes humanos, lo que está bastante lejos del espíritu del Evangelio. Creo que el apóstol y evangelizador tiene que sentirse libre en lo más profundo de sí mismo sin ninguna atadura. El evangelio tiene fuerza por sí mismo, porque es la fuerza del Espíritu de Dios que es el que nos salva. No temamos ser vasijas de barro, como dice san Pablo en alguna ocasión, para que así se vea que la fuerza está en el Señor.
Porque Cristo con su gracia nos ha liberado, queremos llevar esa libertad de Cristo a los demás. Es la Buena Nueva que anunciamos a los demás. Es la paz que tenemos que saber trasmitir a todos llevándola nosotros en lo más profundo de nosotros mismos. ‘En la casa en que entréis, saludad con la paz. Y si allí hay gente de paz, la paz vendrá a ella…’ nos dice Jesús. Por eso primero que nada tenemos que sentir en nosotros esa paz que Jesús nos da, para que podamos trasmitirla a los demás.
¡Cómo tenemos que agradecer esa salvación que nos ha regalado Jesús y el que nos haya querido confiar que la trasmitamos a los demás!

miércoles, 8 de julio de 2009

La misión y la obra de Cristo, de los Apóstoles y nuestro compromiso

Gén. 41, 55-57; 42, 5-7.17-24
Sal. 32
Mt. 10, 1-7


Ayer contemplábamos y reflexionábamos sobre la obra y la misión de Jesús: proclamar el anuncio del Reino de Dios y a través de signos y señales hacerlo presente en la vida de los hombres. ‘Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el Evangelio del Reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias’.
Escuchábamos también la invitación que nos hacía a ‘rogar al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies… porque la mies es abundante y los trabajadores pocos’. Y es que Jesús ‘se compadecía de la gentes porque estaban extenuadas y abandonadas como ovejas que no tienen pastor’.
Hoy en el evangelio contemplamos cómo Jesús nos confía esa misión. Muchos eran los discípulos que le seguían, pero quiere tener un círculo más íntimo y cercano que van a ser como el fundamento de esa nueva comunidad que se forma en torno a Jesús y a los que va a confiar su misma misión. ‘Llamó a sus doce discípulos…’ y el evangelista nos da la relación concreta, incluso con detalles de sobrenombres o actuaciones, como en el caso de Judas. Son los obreros, los trabajadores de la mies del Señor, del campo de nuestro mundo.
Los elige y los envía ya a realizar una misión. Aún no los enviará por todo el mundo, como hará momentos antes de su Ascensión al cielo, no quiere incluso que vayan ‘a tierra de paganos ni a las ciudades de Samaria, sino a las ovejas descarriadas de Israel’. Podríamos llamar a esto una primera experiencia apostólica. A mi me recuerda mis tiempos de seminario, que en verano éramos enviados a lugares concretos a realizar lo que llamábamos ‘experiencias apostólicas’.
Les confía una misión y les da un poder y autoridad para que puedan realizarlo en su nombre. ‘Les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos – ayer contemplábamos a Jesús curando a un endemoniado que era mudo – y curar toda enfermedad y dolencia’, como Jesús hacia cuando recorría las ciudades y aldeas. ‘Id y proclamad que el Reino de los cielos está cerca’. Es el anuncio de la Buena Noticia, el Evangelio del Reino, en el que había que creer y al que había que convertirse.
Es la misión y la obra de Jesús que se prolonga en los apóstoles, que se prolonga en la Iglesia. No es otra nuestra misión. La proclamación del Evangelio, de la Buena Noticia de la Salvación y hacer presente el Reino de Dios en nuestro mundo también por medio de señales y signos, por las señales de nuestro amor y compromiso.
Es la obra que sigue realizando la Iglesia con su predicación pero también a través de la acción de tantas instituciones y de tantos cristianos comprometidos en el amor y la justicia. Creo que puede ser un motivo este evangelio que estamos reflexionando para reconocer y valorar la obra de la Iglesia. Reconocer que comience por conocer porque muchas veces tenemos un desconocimiento grande los cristianos de lo que la Iglesia realiza.
Pero también puede ser una ocasión para que nosotros seamos conscientes también de la misión que como cristianos hemos recibido, de la obra que tenemos que realizar. Porque esa obra de la Iglesia es nuestra obra, la que nosotros cada día tenemos que hacer, tenemos que asumir, en la que tenemos que responsabilizarnos.
Tenemos que rezar para que haya trabajadores para su mies, como Jesús nos pide en el evangelio; rezar para que descubramos nuestro lugar y asumamos esa misión recibida del Señor; rezar para que no nos falte nunca la fuerza del Espíritu del Señor, el Espíritu que ungió a Jesús y a nosotros nos ha ungido también, para que seamos testigos de su evangelio, testigos del Reino de Dios en medio de nuestro mundo.

martes, 7 de julio de 2009

Abre, Señor, nuestros labios para cantar tu alabanza

Gen. 32, 22-32
Sal. 16
Mt. 9, 32-38


Unos con fe se llenan de admiración ante el actuar de Jesús – ‘la gente admirada decía: Nunca se ha visto en Israel cosa igual’ – mientras otros le rechazan, le malinterpretan y hasta tienen reacciones blasfemas atribuyendo al maligno lo que son las obras de Dios – ‘éste echa los demonios con el poder del jefe de los demonios’ -.
¿Qué es lo que hace Jesús? Enseñar anunciando el Reino de Dios y curar a los enfermos como señal de que el Reino de Dios ha llegado. ‘Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el evangelio del Reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias’. El texto de hoy ha comenzado hablándonos de la curación de un endemoniado mudo.
¿Qué significan esas curaciones? Ya decíamos que curaba a los enfermos como señal, como signo de que el Reino de Dios ha llegado. Es el signo que manifiesta cómo Cristo viene a arrancarnos del mal.
La enfermedad es carencia de un bien, es un mal. Era fácil en los antiguos pensar en la enfermedad como un castigo de Dios; el leproso, por ejemplo, se le consideraba no solo una persona inmunda que no podía estar con el resto de la comunidad, sino como un maldito de Dios.
No es ajeno ni lejano ese concepto a lo que muchas veces entre nosotros pensamos. ¿Por qué me ha sucedido a mí esto?, nos preguntamos cuando enfermamos sobre todo con una enfermedad grave. ¿Qué he hecho yo para que Dios me castigue así?
Era fácil entender que al enfermo se le considerase como un poseído por el maligno. En este sentido la expresión endemoniado en la Biblia no es sólo una posesión diabólica, sino que así se le considera al que tiene una enfermedad grave e inexplicable. Que Jesús los curara era expresión de la liberación del mal que Cristo quiere hacer en nuestra vida con su salvación.
Hoy le han traído a Jesús a un endemoniado mudo. Y Jesús lo cura. Y de ahí surgen los diferentes comentarios a los que hacíamos mención al principio de este comentario. Nosotros queremos reconocer el poder de Dios, las maravillas que Jesús realiza y por ello queremos dar gracias y dar gloria a Dios.
Esa curación del sordomudo puede tener también para nosotros hondo significado. Ni podía oír, ni podía hablar. ¡Cuántos sordos y cuántos mudos y no sólo ya por la carencia de los sentidos! ¡Cuántas veces somos sordos o nos hacemos sordos y cuántas veces somos mudos o nos callamos por distintos motivos que impiden dar gloria a Dios!
Que el Señor nos abra nuestros oídos para que estemos atentos. Atentos primero que nada a Dios, para escuchar su Palabra, para ver y descubrir tantas señales del salvación que Dios pone a nuestro alcance. Atentos a la voz de Dios que nos llama. Atentos también al clamor de nuestros hermanos pobres, necesitados, sufrientes de nuestro alrededor. Abiertos nuestros oídos para saber escuchar y para saber comprender. Muchos necesitan ser escuchados y nosotros en nuestras prisas y agobios no tenemos tiempo para detenernos a la vera del hermano que nos encontramos en el camino.
Que el Señor abra nuestros labios para la alabanza del Señor, para cantar su gloria, para contar a todos los pueblos las maravillas del Señor. Que no se nos cierren nuestros labios por cobardía, por vergüenzas o por temores. Que seamos valientes para decir esa Palabra que nos hace testigos, que llena de esperanza, que siembra paz en el corazón de quienes nos oyen, que despierta a la alegría y a la ilusión.

lunes, 6 de julio de 2009

El sueño de Jacob: Una escalinata, apoyada en la tierra, con la cima tocaba el cielo

Gén. 28, 10-22
Sal. 90
Mt. 9, 18-26


Un hecho muy significativo en la historia de Jacob. ‘Salió de Berseba en dirección a Jarán… llegó a un lugar donde se quedó a pernoctar porque ya se había puesto el sol, cogió allí mismo una piedra y se la puso como almohada y se echó a dormir en aquel lugar… y tuvo un sueño…’
Es normal en la historia de los grandes patriarcas de la historia de la salvación que Dios se les manifieste en la figura de ángeles, de caminantes que les salen al encuentro o de sueños, como es en este caso. Allí contempla la gloria de Dios en el sueño. ‘Una escalinata, apoyada en la tierra, con la cima tocaba el cielo. Ángeles de Dios subían y bajaban por ella. El Señor estaba en pié sobre ella y dijo: Yo soy el Señor, el Dios de tu padre Abrahán y el Dios de Isaac… yo estoy contigo; yo te guardaré donde quiera que vayas…’
Ese signo de los ángeles que bajaban y subía nos habla de esa cercanía de Dios que también se manifiesta en su presencia y en sus palabras. ‘Yo estoy contigo…’ No es el Dios lejano allá arriba en el cielo sino que ya se está manifestando el Dios que viene al encuentro del hombre, el que va a ser el Emmanuel, el Dios con nosotros cuya manifestación culminante será en Jesús.
Un día el hombre había querido levantar una torre tan alta que estuviera por encima de Dios. Recordamos la torre de Babel, de la confusión. En su orgullo y soberbia quisieron ser tan grandes que Dios no pudiera estar sobre ellos; por eso quisieron levantar esa torre tan alta. Pero la soberbia y el orgullo confunden al hombre y lo enfrenta consigo mismo y con los demás. La imagen de la confusión de lenguas y la dispersión es eso lo que quiere expresar. Pero hoy por el contrario vemos que es Dios el que tiene una escala para acercarse al hombre, para estar con El y para caminar a su lado.
Al despertar Jacob es conciente de la presencia de Dios y de que aquel lugar es un lugar santo. ‘Realmente el Señor está en este lugar y yo no lo sabía…’ Quiere dejar una señal y realizará un signo que será primera vez que aparezca en la Biblia, pero que será signo repetido. ‘Tomó la piedra que le había servido como almohada, la levantó como estela y derramó aceite encima’.
Aquel lugar sería para siempre un lugar santo. El signo de derramar aceite encima quedará como signo de consagración que veremos repetido en el Antiguo Testamento y que también lo realizaremos en el Nuevo Testamento. Ungido con aceite para significar una consagración. Lo que es ungido es considerado como cosa santa y sagrada. Es como una pertenencia de Dios y al mismo tiempo como una señal de la presencia de Dios. Ungido es el altar y el templo de Dios, ungidos son los sacerdotes y los reyes; y ungido por el Espíritu es Jesús, como se manifestará en el Bautismo en el Jordán o en el texto leído en la Sinagoga de Nazaret.
‘Sobrecogido añadió: Qué terrible es este lugar; no es sino la casa de Dios y la puerta del cielo… y llamó a aquel lugar Betel, Casa de Dios; antes la ciudad se llamaba Luz’. Betel, la Casa de Dios. Sería un santuario muy importante en la historia de Israel y signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Muchas veces más aparecerá este lugar en la Biblia.
Todos estos signos y señales también nos pueden decir muchas cosas a nosotros hoy. Se nos habla de esa presencia de Dios, de esa unción del lugar santo. Recordamos que nosotros hemos sigo ungidos en nuestro Bautismo y Confirmación con el Espíritu Santo. Ungidos para ser también morada de Dios y templos del Espíritu. Ungidos para significar nuestra pertenencia al Señor y la santidad que ha de brillar en nuestra vida. Ungidos para ser santos. Es nuestra tarea y nuestra meta.
En todo momento y lugar podemos sentir, pues, la presencia de Dios, no como un Dios lejano, sino como un Dios que camina a nuestro lado. Pero es el Dios que nos quiere santos, que quiere morar en nuestro corazón y que seamos templos del Espíritu Santo. Vivamos esa santidad dejando que Dios venga a nosotros y nos inunde con su Espíritu, que es Espíritu de paz y de amor, que es Espíritu de comunión y de santidad.

domingo, 5 de julio de 2009

Nuestra respuesta al regalo de salvación de la Palabra de Dios


Ez. 2,2-5;

Sal. 122;

2Cor. 12, 7-10;

Mc. 6, 1-6


La profecía de Ezequiel que hoy hemos escuchado nos recuerda a Isaías en el texto que Jesús leyó en su visita a la sinagoga de Nazaret, como se nos cuenta en el evangelio de Lucas. ‘El Espíritu entró en mí, me puso en pie y oí que me decía… yo te envío a los israelitas…’
Jesús está lleno del Espíritu del Señor que le ha ungido y ha enviado a anunciar la Buena Noticia de Salvación… proclamar la amnistía, el perdón, la gracia salvadora de Dios.
La Palabra que se nos proclama espera respuesta por nuestra parte. La salvación es un regalo de gracia del Señor pero que tenemos que acoger y aceptar. Dios no nos obliga ni a la salvación. Nos ofrece su regalo de salvación. Pero podemos cerrar las puertas de la vida a la gracia salvadora del Señor.
Sucedió entonces y sigue sucediendo. Jesús en el evangelio nos lo muestra de diferentes maneras. Algunas veces con parábolas como la del trigo caído en tierras diferentes con la disparidad de sus frutos. Otras, como hoy, nos habla de la actitud y hasta rechazo de sus gentes en Nazaret.
Todas las preguntas que se hacen las gentes de Nazaret eran como poner ‘peros’ o pegas a la acción de Jesús. ¿Quién es éste? ¿Cómo sabe tanto? ¿Y esos milagros que sabemos que ha hecho en Cafarnaún y en otros lugares?
‘No rechazan a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa’, diría Jesús. ‘No pudo hacer allí ningún milagro… y se extrañó de su falta de fe’.
Ellos, te hagan caso o no te hagan caso (pues son un pueblo rebelde), sabrán que hubo un profeta en medio de ellos’, que decía la profecía de Ezequiel.
Hablábamos de la respuesta a la Palabra salvadora de Jesús, de la respuesta negativa de las gentes de Nazaret, pero ¿cuál es nuestra respuesta? Ya sabemos que cuando escuchamos y comentamos la Palabra de Dios no nos quedamos en hacer juicio de la respuesta que otros dieron a Jesús. La Palabra es una palabra viva que el Señor nos dirige, que el Señor dirige a cada uno de los presentes. Por eso siempre tenemos que mirarnos en el espejo de esa Palabra dicha y escuchada para ver nuestra respuesta.
Si miramos el conjunto de nuestra sociedad y del amplio campo de nuestro mundo ya sabemos y somos conscientes de la respuesta. No vamos a contentarnos en nuestra reflexión con lamentaciones sobre la increencia de la gente, la indiferencia religiosa en la que se está cayendo o la pérdida de valores que se sustituyen por ese materialismo de la vida, ese hedonismo o apetencia de vida fácil y placentera que estamos viendo como algo predominante en nuestra sociedad entre otras cosas.
Yo querría pensar en la respuesta que damos los que estamos más dentro de la Iglesia, de los que venimos a Misa cada semana o cada día y escuchamos la Palabra, en nosotros mismos que estamos aquí reunidos y me pongo yo el primero en este análisis o examen.
No nos extraña que los ajenos a la religión o al espíritu o sentido cristiano no terminen de entender el mensaje de Jesús, digan no sé cuantas cosas de la Iglesia y hagan sus propias interpretaciones, por ejemplo, del magisterio de la Iglesia, lo que nos enseña el papa o nuestros obispos. Cogerán, como se suele decir, el rábano por las hojas, tomarán una frase fuera de contexto según sus visiones e intereses y harán sus interpretaciones, sus juicios, como sucede tantas veces con el magisterio del Papa. Casos recientes tenemos muchos.
Pero, ¿no estaremos cayendo en esas redes los que nos sentimos más cercanos de la Iglesia, los que estamos dentro de ella? Muchas veces nos dejamos arrastrar por esos comentarios y los aceptamos sin más, sin buscar la manera de conocer mejor lo que realmente nos ha dicho la iglesia o el Papa. Otras veces también queremos hacer nuestras rebajas en principios fundamentales de nuestra fe o de nuestra moral cristiana basada en el evangelio. O nos vamos con éste o con aquel porque nos cae más simpático, o porque con su palabrería halaga mis oídos, mis intereses o mis pasiones diluyendo el espíritu del evangelio. Son peligros y tentaciones que todos tenemos.
Los convecinos de Jesús en Nazaret sacaban a relucir que si era el carpintero, o si era el hijo de María, o que por allí andaban sus parientes. Pero ¿estaban abiertos a la Palabra de Dios que Jesús proclamaba y al anuncio del Reino? Ya el mismo evangelista nos comenta que Jesús se extrañaba de su falta de fe. O sea, que lo importante cuando estaban escuchando a Jesús no era la Palabra de Dios que Jesús les trasmitía y que era Jesús mismo, sino que estaban pendientes de otras cosas más accidentales.
¡Cuántas cosas y comentarios tenemos que escuchar quienes tenemos que anunciar y proclamar la Palabra de Dios! Que si no nos entienden, que si tenemos que adaptarnos más, que si se tiene que hablar de ésta o de no sé qué forma… Y este sacerdote me cae más en gracia y que sermones más ‘bonitos’ dice no se quién, que el otro es un aburrido, que si es de esta tendencia o de no sé qué movimiento y esos sí que lo aplaudirán…
Pero me pregunto, ¿con qué espíritu de fe vamos a escuchar la Palabra de Dios? ¿Venimos realmente a escuchar lo que el Señor tiene que decirnos hoy y aquí allá en lo hondo de mi corazón y que el Señor se servirá de aquella celebración o de aquel sacerdote con todas sus limitaciones?
Que no nos cerremos a la Palabra de Dios detrás de nuestros prejuicios o buscando salvar nuestros deseos o intereses. Que haya una apertura de verdad de nuestro corazón a la gracia de Dios que llega a nosotros. Que no seamos ese pueblo testarudo y rebelde del que nos habla hoy la profecía.
Y si nos damos cuenta ahora al ir oyendo su Palabra – o leyendo este comentario los que me siguen a través de la red - en nuestro corazón de esa testarudez y cerrazón, demos respuesta cambiando nuestra actitud. Aunque nos cueste y nos escueza la Palabra que el Señor hoy nos dirige, dejémonos sanar por ella. Si nos escuece es que hay una herida abierta que tenemos que sanar; y la Palabra sana y salva; y la Palabra tiene que ser ese bálsamo, esa medicina que nos cure y nos llene de salud, salvación y vida.