Prov. 2, 1-9
Sal. 33
Mt. 19, 27-29
Sal. 33
Mt. 19, 27-29
‘Es el Señor quien da la Sabiduría, de su boca procede la prudencia y la inteligencia’. Así nos dice el libro de los Proverbios, un libro del Antiguo Testamento del conjunto de los Sapienciales. La liturgia nos ofrece este texto en la fiesta de san Benito Abad que hoy estamos celebrando. Fundador de los Benedictinos nos enseña a buscar y llenarnos del misterio de Dios en el silencio del monasterio, en la oración y en el trabajo que es su lema.
Buscar la sabiduría, desear ser sabios puede ser una noble aspiración. Sabio no es simplemente tener muchos conocimientos, sino haber aprendido a saber saborear esos conocimientos que en la vida hemos ido adquiriendo para de ellos saber deducir un buen hacer. Conocimientos acumulados están en los libros que llenan los estantes de una biblioteca o es el contenido de una enciclopedia, pero no es sabia la biblioteca ni la enciclopedia sino el hombre que ha rumiado y madurado esos conocimientos.
El hombre sabio es el hombre reflexivo, el hombre que sabe pasar una y otra vez por lo más hondo de su vida, su inteligencia y su corazón aquellos conocimientos que va adquiriendo. Es como el rumiante, como se suele decir, que dos veces mastica el alimento para saber sacarle todo su provecho. Así el hombre sabio es el que rumia, reflexiona, ahonda lo que ve, lo que siente, lo que conoce, lo que recibe y de todo eso va sacando el jugo más profundo. Por eso decimos que es un hombre reflexivo, prudente, paciente, pacífico porque ya va viendo todo con una nueva visión.
Pero nosotros somos creyentes que confesamos que todo viene de Dios y en Dios se centra para bien del hombre y para la misma gloria de Dios. Pues el creyente toda esa reflexión la hace en Dios. ¿Cómo? Es la oración. La oración en la que no sólo nos contentamos con decirle cosas a Dios, sino que intentamos llenarnos de su presencia, dejarnos inundar de Dios mismo. Dejarnos inundar de Dios para mirar con su mirada. Veremos entonces la vida, lo que nos sucede, a nosotros mismos o a los demás, el mundo que nos rodea y todo lo que vamos recibiendo con los ojos de Dios.
El creyente pide la Sabiduría de Dios. No olvidemos que uno de los dones del Espíritu Santo es el don de la Sabiduría, junto con el don de la ciencia o el don del conocimiento de Dios y del temor de Dios. Que nos llene e inunde, pues, el Espíritu de Sabiduría y así tendremos esa mirada de Dios. Eso significa dejarnos conducir por Dios. Algo que nos cuesta en nuestro orgullo porque queremos ser grandes, porque nos queremos aceptar que alguien nos diga o nos señale lo que hacemos o vivimos. De ahí, esa humildad para dejar a Dios introducirse en nuestra vida, escuchar su Palabra y hacer que nos ilumine, nos señale caminos o nos dé el verdadero sentido de las cosas.
Escuchar a Dios allá en lo más hondo de nosotros mismos para lo que necesitaremos un silencio interior, recogimiento, decimos. Los ruidos nos distraen. Pero no son ya solamente los ruidos externos, sino los ruidos que podamos tener en nuestro interior. Si ya es necesario que externamente nada nos distraiga, cuánto más en nuestro interior donde nuestra mente, nuestra imaginación nos distrae con tantas cosas. Ruidos interiores que nos distraen con aquellas cosas que nos han entrado por los sentidos, - lo que hemos visto, lo que hemos escuchado, aquello por lo que nos sentimos atraídos -; ruidos interiores que son nuestras preocupaciones o nuestros sueños, o nuestras propias pasiones. Un dominio de los sentidos para lograr ese silencio, ese serenidad, esa paz interior.
Sólo así podremos escuchar a Dios. Sólo así podremos ir adquiriendo esa sabiduría de Dios. Sólo así tendremos esa nueva mirada de nuestra vida, del mundo que nos rodea, o de las personas con las que convivimos, que es la mirada con los ojos de Dios.
Busquemos esa Sabiduría que nos viene de Dios como el más hermoso tesoro. Entonces, como nos decía el libro de los Proverbios, ‘comprenderás el temor del Señor y alcanzarás el conocimiento de Dios… comprenderás verdaderamente la justicia y el derecho, la rectitud y toda obra buena’.
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