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jueves, 9 de julio de 2009

Anuncio de la buena noticia de la salvación

Gen. 44, 18-21.23-29; 45, 1-5
Sal. 104
Mt. 10, 7-15


Jesús comenzó su actividad pública invitándonos a la conversión para creer en el evangelio porque el Reino de los cielos estaba cerca, como nos cuenta el principio del evangelio y hoy se ha recogido en la antífona del aleluya.
Hoy le escuchamos enviar a los doce apóstoles que ha escogido diciéndoles: ‘Id y proclamad que el Reino de los cielos está cerca…’ Es el anuncio de la Buena Noticia de la salvación, del Reino de Dios, de la vida y de la gracia, de la victoria sobre el mal y el pecado. Es lo que se quiere expresar con lo que les dice Jesús: ‘Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad demonios’. Son las señales del Reino de Dios que llega. Pero esos milagros van más allá de la materialidad de los enfermos o los leprosos que son curados, los muertos que resucitan, o a los endemoniados a los que Jesús cura, como le vimos ayer curar al endemoniado que era mudo.
Jesús que nos sana y que nos salva; Jesús que nos limpia del mal más hondo que pueda haber en nuestra vida cuando nos perdona nos pecados; Jesús que nos llena de nueva vida arrancándonos de la muerte del pecado para darnos la vida de la gracia; Jesús que se manifiesta vencedor en nuestra vida cuando nos libera del mal y de la tentación; Jesús que nos pone en camino de una vida nueva con un estilo nuevo que es el estilo del amor.
Y eso que han experimentado los apóstoles en si mismos cuando al seguir a Jesús su vida se ha transformado, han de llevarlo a los demás. Como les dice Jesús: ‘Lo que habéis recibido gratis, darlo gratis’. Porque la salvación recibida es un regalo de Dios. Por mucho que hagamos no somos nosotros los que merecemos la salvación, sino que es gracia, regalo, don de Dios. Es el amor de Dios al que nosotros hemos de responder y corresponder. Y una correspondencia es el trasmitir también esa salvación a los demás, para que todos lleguemos a comprender y vivir lo que es el amor de Dios.
Y Jesús nos da unas características del que recibe esa misión de Jesús como con el desprendimiento y la pobreza, la confianza en la providencia de Dios y la paz. Nos habla Jesús diciendo que no llevemos ‘en la faja oro, ni plata ni calderilla, ni tampoco alforja para el camino, ni otra túnica ni sandalias, ni bastón, que bien merece el obrero su salario…’ El que va con la misión recibida del Señor no va apoyándose en fuerzas humanas ni terrenas, sino que su fortaleza está en el Señor. De ahí esa confianza, ese ponerse en las manos de Dios para realizar esa misión que se le confía.
Creo que esto tendría que hacernos pensar, porque algunas veces puede dar la impresión que nos queremos apoyar en esos medios humanos o incluso en poderes humanos, lo que está bastante lejos del espíritu del Evangelio. Creo que el apóstol y evangelizador tiene que sentirse libre en lo más profundo de sí mismo sin ninguna atadura. El evangelio tiene fuerza por sí mismo, porque es la fuerza del Espíritu de Dios que es el que nos salva. No temamos ser vasijas de barro, como dice san Pablo en alguna ocasión, para que así se vea que la fuerza está en el Señor.
Porque Cristo con su gracia nos ha liberado, queremos llevar esa libertad de Cristo a los demás. Es la Buena Nueva que anunciamos a los demás. Es la paz que tenemos que saber trasmitir a todos llevándola nosotros en lo más profundo de nosotros mismos. ‘En la casa en que entréis, saludad con la paz. Y si allí hay gente de paz, la paz vendrá a ella…’ nos dice Jesús. Por eso primero que nada tenemos que sentir en nosotros esa paz que Jesús nos da, para que podamos trasmitirla a los demás.
¡Cómo tenemos que agradecer esa salvación que nos ha regalado Jesús y el que nos haya querido confiar que la trasmitamos a los demás!

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