Vistas de página en total
sábado, 9 de julio de 2011
No tengáis miedo
viernes, 8 de julio de 2011
El que persevere hasta el final, se salvará
Gén. 46, 1-7.28-30;
Sal. 36;
Mt. 10, 16-23
Hemos venido escuchando estos días el envío que Jesús hace de los doce apóstoles con la misión de anunciar que el Reino de los cielos está cerca y las diversas instrucciones y mandatos que les da. Cuando escuchamos esta palabra de Jesús, Palabra de Dios para nosotros, vamos tratando de sentirnos iluminados por esa Palabra que el Señor nos dice. No son palabras de otro tiempo o para otras gentes sino que son Palabra que el Señor hoy, ahora, nos dirige a nosotros iluminando nuestra vida en las situaciones concretas que vivimos.
En el texto hoy escuchado nos anuncia Jesús que no siempre será fácil hacer ese anuncio del Reino.dar ese testimonio de Jesús. Habra persecusiones y cárceles, ‘os entregarán a los tribunales, os azotarán en las sinagogas y os harán comparecer ante gobernadores y reyes por mi causa’. Pero nos da la seguridad también de su presencia junto a nosotros con la fuerza del Espíritu. ‘No seréis vosotros los que habléis, el Espíritu de mi Padre hablará por vosotros’.
Podríamos quizá sentirnos retraídos ante estos anuncios de Jesús. Saber que encontramos dificultades no nos es agradable humanamente hablando. Pero empapados de evangelio como hemos de estar tendríamos que recordar, por ejemplo las bienaventuranzas. Allí ya Jesús nos lo anunció y nos llamó dichosos, felices, bienaventurados por padecer por su nombre. ‘Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos’, nos decía Jesús entonces.
Lo que hoy nos ha anunciado Jesús lo hemos visto palpablemente reflejado en los Hechos de los Apóstoles, que fuimos leyendo en el tiempo pascual. Y ya veíamos entonces cómo los apóstoles salían contentos de la presencia del Sanedrín por haber sufrido por causa del nombre de Jesús. Y recordamos la valentía de los apóstoles para enfrentarse a quienes les prohibían hablar del nombre de Jesús, señal de esa fuerza del Espíritu que animaba sus corazones y sus vidas.
Pero es la historia de la Iglesia de todos los tiempos. Con frecuencia en nuestras celebraciones hacemos memoria y celebramos a diversos mártires que han dado su vida por el testimonio de Jesús. ‘La sangre de los gloriosos mártires, derramada como la de Cristo para confesar tu nombre, manifiesta la maravillas de tu poder; pues en su martirio has sacado fuerza de lo débil haciendo de la fragilidad tu propio testimonio’, como reconocemos y cantamos en los prefacios de las misas de los mártires.
Pero el martirio no es cosa de otros tiempos, porque esa persecusión de los cristianos se sigue sufriendo también en nuestro tiempo. Si estuviéramos más al tanto de noticias de la Iglesia que no salen habitualmente en los medios de comunicación escucharíamos cómo en muchos sitios hoy sigue habiendo cristianos que son perseguidos y martirizados. Lugares donde no se puede hacer pública manifestación de fe cristiana; lugares donde el fanatismo de muchos lleva a esa persecusión y muerte. Bien sabemos que en muchos paises de un islamismo fanático siguen muriendo muchos cristianos hoy, o son expulsados de sus pueblos, y no se les permite una manifestación pública de la fe cristiana.
Aunque quizá en otros lugares de una forma más sutil se quiera desterrar todo signo religioso y sobre todo los signos cristianos, porque pareciera que una cruz molesta o una expresión religiosa que ha estado desde siglos en nuestras tradiciones incluso culturales ahora se quieren hacer desaparecer. Indiferencia religiosa, acoso en ocasiones, situaciones difíciles porque pareciera que lo que se quiere imponer hoy a nuestra sociedad es todo lo contrario a un sentido cristiano.
Muchas y diversas situaciones que sin embargo no tendrían que hacernos perder la esperanza ni la fuerza de nuestra fe. Confiemos en la palabra de Jesús y sintamos cómo tenemos la fuerza del Espíritu del Señor con nosotros. perseveremos en nuestra fe y en nuestro testimonio cristiano porque es una luz que no se puede apagar. Como nos dice hoy Jesús ‘el que persevere hasta el final, se salvará’.
jueves, 7 de julio de 2011
Un mensaje de vida y un mensaje de paz
Gén. 44, 18-21.23-29; 45, 1-5;
Sal. 104;
Mt. 10, 7-15
Un mensaje de vida y un mensaje de paz; un mensaje desde el amor y un mensaje desde la disponibilidad generosa.
Continuamos el texto de ayer en el envío que Jesús hace de los doce apóstoles escogido a anunicar que ‘el Reino de los cielos está cerca’. Jesús les da instrucciones de lo que han de hacer y de lo que han de anunciar. ‘Curar enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad demonios’. Ningun mal puede atar ni esclavizar el corazón del hombre.
Esos milagros que van realizando en el nombre de Jesús son los signos de esa liberación, de esa salvación que en Jesús vamos a encontrar. Esa enfermedad y esa muerte nos habla de cómo estamos lejos de Dios. Todo tiene que cambiar, transformarse. Con Jesús, desde nuestra fe en El todo tiene que ser nuevo. En el Reino de Dios tiene que prevalecer la luz y la vida; nada de muerte ni de pecado.
Un mensaje de vida y un mensaje de paz, dijimos al principio. Es el saludo que llevan los discípulos allá por donde van. Sería una contradicción que no fuera así. Si vamos enviados por el amor, si vamos siendo constructores de un mundo de amor un fruto tiene que ser la paz. ‘Mi paz os dejo, mi paz os doy’, nos dice el Señor. Es la paz que tenemos que saber llevar a los demás. ¿Será ese el mensaje que los cristianos trasmitimos? Quienes se van encontrando con nosotros por los caminos de la vida ¿sentirán cómo esa paz llega también a sus corazones? ¿Seremos capaces de trasmitirles paz? Qué importante esto en un mundo de violencia en el que vivimos.
Un signo también de cómo el Reino de los cielos está cerca de nosotros es nuestra manera de acercanos a los demás a llevar el mensaje. Primero nos habla de gratuidad. El Señor ha sido generoso con nosotros cuando nos ha hecho llegar la salvación. Así de corazón, con un corazón generoso hemos de hacerla llegar a los demás en ese anuncio que hemos de hacer. ‘Gratis habéis recibido, dadlo gratis’, nos dice Jesús. La ganancia para todo es el Reino de Dios que comenzamos a vivir. Para pensarlo mucho.
Jesús nos pide disponibilidad, generosidad, pero también austeridad. No vamos a llevar el mensaje de Jesús desde ningún poder humano, desde ninguna fuerza humana. Vamos en el nombre del Señor. Nuestra eficacia, por así decirlo, está en el Señor. Hoy nos dice ‘no llevéis en la faja oro, plata ni calderilla; ni tampoco alforja para el camino, ni otra túnica, ni sandalias, ni bastón; bien merece el obrero su sustento’.
Parecen fuertes estas recomendaciones del Señor. No son los medios humanos los que hacen eficaces el anuncio del Evangelio, sino la gracia del Señor. Es la confianza total que tenemos que poner en el Señor. Podemos tener el peligro de darle mas importancia a esos recursos humanos que a la confianza que ponemos en el Señor alimentada en la oración.
A los que realizamos trabajos pastorales esto nos tendría que hacer pensar mucho. Dedicamos más tiempo a la preparación de esos recursos o medios humanos que empleamos para hacer llegar el mensaje del evangelio, que orar delante del Señor para en una disponibilidad total de nuestro corazón llenarnos de Dios y sentirnos inundados por su Espíritu. Esto que estoy compartiendo con ustedes a mí, el primero, me interroga por dentro.
Me recuerda la actitud de Pedro cuando Jesús le manda echar la red en el lago, después de haber estado intentando pescar durante toda la noche sin coger nada. ‘En tu nombre echaré la red’. Y lo hecho en el nombre del Señor tuvo un fruto abundante, una pesca bien cuantiosa, pero que además fue el reconocimiento por parte de Pedro de quien era Jesús, y al mismo tiempo el confiarle Jesús el ser de ahora en adelante pescador de hombres.
Ojalá allá donde estemos siempre vayamos sembrando ese amor y esa paz. Significaría que en nosotros está vivo el Reino de Dios y que lo sabemos anunciar, llevar a los demás, como Jesús nos pide.
miércoles, 6 de julio de 2011
Sintamos que el Reino de Dios está entre nosotros y despertemos esperanza en los corazones
Gén. 41, 55-57; 42, 5-7.17-24;
Sal. 32;
Mt. 10, 1-7
‘Llamó a sus doce discípulos… estos son los nombres de los doce Apóstoles… y a estos doce los envió… id y proclamad que el Reino de los cielos está cerca…’
En otro momento del evangelio hablará san Lucas del envío de setenta y dos discípulos, ahora serán doce los escogidos pero a los que llamará Apóstoles. Y nos da el evangelista con todo detalle el nombre de los doce apóstoles. El nombre indica su misión, enviados. Y el número de doce, a la manera de las doce tribus de Israel, como la base y el fundamento de la Iglesia que se va a constituir por nuestra fe y comunión con Jesús.
Ahora son enviados a los más cercanos. ‘No vayáis a tierra de paganos, sino a las ovejas descarriadas de Israel’, les dice. Cuando sea el envío al final del evangelio antes de la Ascensión será ya a toda la creación. Cuando promete el Espíritu y les indica que esperen en Jerusalén a recibirlo les dirá Jesús que han de ser sus testigos en Jerusalén, en Judea, Samaría y hasta los confines de la tierra.
Y la misión con que Jesús los envía es la misma obra que El ha ido realizando. Ha anunciado el Reino de Dios invitando a la conversión – fue su primer anuncio al salir a predicar – y ha ido realizando signos y señales de esa cercanía del Reino de Dios curando a los enfermos, librando de todo mal. Lo mismo que ahora les dice: ‘Y les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia… Id y proclamad que el Reino de los cielos está cerca’.
El Reino de Dios, el reino de los cielos, como es la expresión de san Mateo, está cerca. Es el anuncio que tienen que hacer. Es lo que se tiene que hacer presente. Es a lo que tenemos que convertirnos, volver nuestro corazón. El Reino de Dios está cerca porque se está acogiendo la Palabra de Dios, que no sólo es la enseñanza de Jesús, sino Jesús mismo, Verbo de Dios encarnado para nuestra salvación. Es una señal, esa acogida, esa escucha. Es el primer paso que luego tendrá que prolongarse en las nuevas actitudes, en la nueva forma de vivir según el estilo y el sentido del Evangelio. Esa disposición de nuestro espíritu, de nuestro corazón significa ya esa cercanía del Reino de Dios.
Pero serán más los signos y señales por donde hemos de conocer esa cercanía. Son las señales del amor. Jesús manda curar enfermos, expulsar al maligno de nuestro corazón. Es el Señor que viene y nos sana y nos salva. Es el Señor que viene con su amor y nos enseña a vivir nosotros también esas actitudes del amor sanando y curando todo sufrimiento y dolencia que encontremos en el corazón de los demás.
Cuando ponemos el bálsamo del amor en nuestro trato, en nuestras relaciones con los demás estamos dando señal de que estamos queriendo vivir el Reino de Dios. Es lo que tenemos que seguir haciendo, sembrar amor que es sembrar salud y salvación, que es sembrar vida y que es sembrar paz. No nos pide Jesús ahora ir lejos a construir el Reino de Dios, sino que sepamos hacerlo presente ahí donde estamos y con aquellos que están a nuestro lado.
Cuántas dolencias de ese tipo tenemos que curar; en cuantos corazones doloridos tenemos que poner el bálsamo del amor con nuestro cariño, con nuestra acogida, con nuestro buen talante, con nuestra sonrisa y con nuestra alegría; cuánto tenemos que despertar de esperanza en los corazones atormentados que lo ven todo negro y se encierran en su dolor. Cuando lo vamos haciendo estamos sintiendo que el Reino de Dios está entre nosotros, estamos sintiendo la cercanía del Reino de Dios.
Os confieso que cuando veo brillar vuestros ojos con una sonrisa me siento confortado interiormente porque estoy viendo el Reino de Dios que brilla también en vuestros corazones. Vayamos siempre con una sonrisa en nuestros labios, con el fulgor de una esperanza en nuestros ojos para que levantemos el ánimo abatido de quienes están a nuestro lado. Hagamos presente de verdad el Reino de Dios entre nosotros.
martes, 5 de julio de 2011
Oremos para que sean muchos los llamados por el Señor a su mies
Gén. 32, 22-32;
Sal. 16;
Mt. 9, 32-38
‘Llevaron a Jesús un endemoniado mudo, echó el demonio y habló el mudo… La gente se admiraba… recorría todas las ciudades y aldeas enseñando y curando… al ver a las gentes se compadecía de ellas, porque estaban como ovejas sin pastor…’
‘Pasó haciendo el bien’, diría Pedro en uno de sus anuncios kerigmáticos de los que nos hablan los Hechos de los Apóstoles. Era la obra salvadora de Jesús. Su presencia llena de gracia y de salvación. Es la obra de Jesús, la obra que la Iglesia tiene que seguir haciendo. En un mundo donde también andamos extenuados y desorientados.
Un mundo en el que algunos se admiran de la obra que hacemos los cristianos, que hace la Iglesia en nombre de Jesús, pero donde quizá muchos pasan indiferentes en su desorientación y su andar sin rumbo, u otros, como aquellos fariseos de los que nos habla el evangelio, reaccionan de forma adversa o incluso rechazan el anuncio de la salvación porque quizá creen que no necesitan salvación, o porque les falta una visión de mayor altura y profundidad; un mundo en el que quizá andamos demasiado agobiados por los mismos problemas de la vida de cada día o por las ansiedades que nos buscamos cuando no sabemos descubrir lo que de verdad merece la pena y pueda dar mayor sentido y plenitud a la vida y nos apegamos a cosas que terminarán esclavizándonos y quitándonos la paz y la felicidad que tanto buscamos.
Un mundo que necesita luz que ilumine y que guíe por los senderos de la verdadera libertad y felicidad. Se camina muchas veces como ovejas sin pastor, como nos dice hoy el evangelio. Hacen falta esos pastores, esos guías espirituales, esos testigos de la luz, esos testigos de Jesús y de su evangelio. ‘La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos’, como decía Jesús. Querríamos llevar la luz del evangelio a todos los hombres. No nos falta inquietud en el corazón, deseos de que el nombre de Jesús sea anunciado como el único y verdadero Salvador. La Iglesia quiere cumplir con la misión que Cristo le encomendó, pero sabemos como nos sentimos desbordados.
Esta invitación que nos hace Jesús hoy a orar al Señor para que envíe trabajadores a su mies no la podemos echar en saco roto. Orar por las vocaciones no es cosa de un día o de unas campañas que hagamos en determinados momentos a través del año. Tiene que ser una oración que esté muy presente en nuestro corazón. Hacen falta muchos sacerdotes, muchos testigos, muchas personas que se consagren a Dios para el anuncio del evangelio en los diferentes carismas que el Espíritu suscita en la Iglesia. La mies es abundante, los obreros pocos. Tenemos que orar con insistencia.
La obra de Jesús tiene que seguirse realizando hoy en nuestro mundo. La salvación es para todos y a todos ha de llegar. Y todos los cristianos tenemos que sentirnos comprometidos en ello. Por eso tenemos que, por una parte crear el espacio y el clima más apropiado en nuestras familias y comunidades, para que haya quienes se interroguen por dentro y les surja esa inquietud y al mismo tiempo orar al Señor para que llame a muchos para trabajar en su viña, en su mies.
Y es que nuestros jóvenes necesitan también testigos que les estimulen para seguir a Jesús y darse cuenta que merece bien la pena darlo todo por seguirle. Estas próximas jornadas mundiales de la juventud son una oportunidad muy bonita y seguro que el Señor llamará a muchos, pero eso tenemos que tenerlo en cuenta siempre, en todo momento. Por eso rezamos también por el fruto de estas Jornadas Mundiales de la Juventud a tener en Madrid el próximo mes. Son también una gracia del Señor.
Oremos, pues, al Señor para que sean muchos los llamados que respondan a esa invitación del Señor.
lunes, 4 de julio de 2011
En este lugar está el Señor que es casa de Dios y puerta del cielo
Gén. 28, 10-22;
Sal. 90;
Mt. 9, 18-26
‘Realmente el Señor está en este lugar y yo no lo sabía’, exclama Jacob tras la visión que en sueños tiene de la presencia del Señor en aquel lugar. ‘Qué terrible es este lugar, no es sino la casa de Dios y la puerta del cielo’.
Los hombres en su orgullo habían querido llegar hasta el cielo para estar por encima de Dios y de su poder. Después del diluvio se quisieron construir una torre con la que llegando al cielo pudieran sentirse seguros contra el poder y la presencia de Dios. Fue la torre de Babel, la torre de la confusión.
Contra Dios no podemos actuar con esas pretensiones orgullosas, sino más desde la humildad saber descubrir su presencia que siempre es una presencia de amor que nos está pidiendo fidelidad. Y cuando somos fieles y ante El nos ponemos con humildad podremos descubrir y admirar su presencia amorosa porque Dios quiere llegar hasta nosotros para así manifestarnos su amor.
Es la visión de Jacob tiene en sueños. Hemos ido viendo el recorrido de los patriarcas del Antiguo Testamento. Largamente hemos contemplado la historia de Abrahán y de Isaac; hoy se nos habla de Jacob que tiene un sueño en el que contempla esa escala con los pies en la tierra y con la cima en los cielos y a los ángeles de Dios subiendo y bajando por ella hasta el trono de Dios. El Dios que le repite la promesa hecha a Abrahán. Porque es el Dios fiel que siempre cumple sus promesas. ‘No te abandonaré hasta que cumpla lo que te he prometido’.
Es entonces cuando exclama como recordamos al principio ‘esta es la casa de Dios y la puerta del cielo’. Y levanta allí una estela recordatoria convirtiendo aquel lugar en ‘casa de Dios’, Betel, un santuario que tanta importancia tendría luego en la historia de Israel.
‘El Señor está en este lugar’. Dios en su inmensidad infinita lo llena todo y en todo lugar en que estemos allí podemos decir igualmente ‘el Señor está en este lugar’. No necesita Dios lugares especiales para manifestarse y hacerse presente porque en El vivimos, somos y existimos. Dios nos envuelve con su presencia. La gran presencia de Dios en medio nuestro es Jesús. Es la presencia de Dios en medio de los hombres, Emmanuel, Dios con nosotros, con su palabra, su gracia y su salvación. Presencia certera de Jesús que por la fuerza de su Espíritu tenemos en los sacramentos, en todos y cada uno de los sacramentos, verdaderos signos de gracia, verdaderos signos de la presencia de Jesús en nosotros, en nuestra vida.
Pero sí nos ha dejado signos y señales especiales de su presencia cuando somos capaces de verlo en los hermanos, porque ya nos dice Jesús que todo lo que le hagamos al otro a El se lo estamos haciendo. Pero en este hecho de la escala de Jacob que hemos hoy escuchado y estamos comentando la Iglesia siempre ha visto también una imagen de sí misma, una imagen del misterio de la Iglesia, verdadera ‘casa de Dios y puerta del cielo’.
Aunque podríamos referirnos a la Iglesia como lugar sagrado, el templo santo donde nos reunimos para nuestras celebraciones y en el que tenemos la presencia de Jesús sacramentado en el Sagrario, cuando hablamos ahora de Iglesia hablamos de algo más, del misterio profundo de la comunión de los creyentes en Jesús que nos sentimos convocados en el Espíritu para formar la comunidad eclesial. ¿No decimos que formamos un cuerpo, el Cuerpo Místico de Cristo? Sepamos, pues, descubrir ese misterio de la presencia de Dios en su Iglesia que nos hace presente al Señor en la Palabra que nos proclama, en los sacramentos con los que alimenta nuestra vida cristiana.
Que el Señor nos de fe, una fe grande como la de aquel personaje del que nos habla hoy el evangelio que confiaba plenamente en la presencia salvadora de Jesús capaz de dar vida a su hija que acababa de morir; o como aquella mujer que se atreve a tocar el manto de Jesús porque sabe que con solo tocarlo la gracia de la salud y de la vida llegará a ella sanándola de su enfermedad. Que descubramos en todo momento esa presencia de vida y de salvación de Dios junto a nosotros.
domingo, 3 de julio de 2011
Somos los pobres a los que se nos revela el Señor
Zac. 9, 9-10;
Sal. 144;
Rom. 8, 9.11-13;
Mt. 11, 25-30
‘Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra…’ Toda la vida de Jesús es Eucaristía. Como tiene que serlo la vida del cristiano. Ser eucaristía para el cristiano no es sólo cuestión de un momento. Es la gloria, la alabanza, la acción de gracias a Dios de toda la vida. Como Jesús. ‘Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra…’ Todo es Jesús era siempre buscar la gloria del Padre, hacer la voluntad del Padre y ofrecimiento de si mismo al Padre como expiación y redención para nosotros.
En su nacimiento los ángeles cantaron la gloria de Dios. Era la gloria de Dios que se hacía presente en el mundo y de qué manera en el momento del nacimiento del Salvador. ‘Glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti… yo te he glorificado sobre la tierra… glorificame junto a ti con la gloria que yo tenía antes que el mundo existiese’, exclamará Jesús en algun momento en el evangelio. Y como todo era para la gloria de Dios, en el momento de expirar en las manos del Padre ponía su vida, ponía su espíritu.
Es la gloria de Dios lo que busca, para que toda la humanidad salvada pueda seguir siempre cantando la gloria del Señor. Y da gracias, lo escuchamos en distintos momentos del evangelio, ‘porque me escuchaste aunque yo sé que tú siempre me escuchas’, dirá cuando la resurrección de Lázaro. Y da gracias ahora, como hoy hemos escuchado, porque así se ha manifestado, revelado a los hombres, a los pequeños y a los sencillos.
Había sido enviado, ungido del Espíritu, para anunciar la Buena Noticia a los pobres, como había anunciado el profeta y El recordaba en la sinagoga de Nazaret. Y eso se estaba cumpliendo, realizando. ‘Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla…’ A los pobres, a los que tienen alma y corazón de niño, a los que sufren y a los que se sienten agobiados… les dice Jesús ‘venid a mí, aprended de mí’.
Así se manifiesta Jesús y asi nos revela el rostro de Dios. Su gozo es estar con los hijos de los hombres, como dice la Escritura. No se nos presenta desde la prepotencia y las grandiosidades humanas. Como había anunciado el profeta y escuchamos en la lectura de Zacarías, ‘mira a tu rey que viene a ti modesto y cabalgando en un asno, en un pollino de borrica…’ Será así como le veremos entrar triunfalmente en Jerusalén como conmemoramos el domingo de ramos. Porque es así como le vemos caminar por los caminos de Palestina. Y eso nos llena de alegría, como nos invitaba el profeta, ‘Alégrate, hija de Sión, canta, hija de Jerusalén’.
Y es así como quiere seguir llegando y haciéndose presente hoy en medio de los hombres. Que lo aprendamos los cristianos, que lo aprenda la Iglesia toda en su forma de presentarse como servidora en medio del mundo, que a veces parece que buscamos otros caminos que no se parecen a los de Jesús en el evangelio. Será la mejor manera de dar a conocer el rostro de Dios a los hombres nuestros hermanos.
‘Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mio, mi Rey’, hemos cantado en el salmo responsorial. Alabamos y bendecimos al Señor que es clemente y misericordioso. Alabamos y bendecimos al Señor y le damos gracias con toda nuestra vida. Como deciamos toda la vida del cristiano ha de ser Eucaristía, alabanza y bendición para el Señor, acción de gracias, ofrenda a Dios. Bendecimos a Dios porque también en nosotros se está cumpliendo este evangelio que hoy hemos proclamado.
Y le damos gracias al Señor porque también a nosotros se nos manifiesta, se nos revela. Queremos tener corazón humilde y sencillo, alma y corazón de niño como antes decíamos, para gozarnos con la palabra del Señor que se nos revela, que llega a nosotros. Jesús decía que ‘nadie conoce al Hijo más que el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar’. A nosotros nos lo está revelando Jesús, nos lo está dando a conocer. Pensemos cuánto cada día tenemos oportunidad de conocer más a Dios, empaparnos de su Palabra, conocer todo el misterio de Dios.
Mirémonos a nosotros los que ahora estamos aquí en nuestra celebración. Queremos venir con humildad delante del Señor. ¿Quiénes somos? Aquí estamos con nuestra pobreza, nuestras debilidades, nuestros sufrimientos, nuestras carencias, nuestros achaques, nuestros años que nos debilitan. Aquí estamos con nuestro corazón pobre pero que queremos estar abiertos al Señor.
Queremos sentirnos pobres delante del Señor, porque realmente lo somos en tantas limitaciones como tenemos en nuestra vida. Queremos sentirnos pobres porque queremos alejar de nosotros todo orgullo y vanagloria que nos pudiera hacer pensar que ya nosotros somos sabios o entendidos. No nos sentimos perfectos, ni mucho menos, sino llenos de debilidad y pobreza. Queremos sentir como llega cada día el Señor a nuestra vida; queremos buscarle, porque nos sentimos confortados cuando escuchamos la invitación que hoy Jesús nos está haciendo. ‘Venid a mí… los que estáis cansados y agobiados... venid a mí que yo os aliviaré… en mí encontraréis vuestro descanso’.
Y aunque a veces nos cuesta, porque quizá nuestras debilidades nos hacen sentirnos incómodos, queremos sin embargo llenar nuestro corazón de mansedumbre, de humildad porque queremos parecernos al Señor, que es manso y humilde de corazón. Nos cuesta rezar a veces porque hay cosas que nos distraen, o porque no siempre somos capaces de concentrarnos bien en lo que hacemos (y hasta nos dormimos), pero venimos aquí cada día buscando al Señor, y queremos rezar, y queremos alabarle y darle gracias, y queremos que en verdad nuestra vida sea siempre Eucaristía del Señor.
Os confieso que yo, como sacerdote, que me ha tocado en estos años serviros en mi ministerio, me siento dichoso de estar con ustedes a los que en mi corazón os llamo los pobres de Yavé, los pobres del Señor, ancianos, personas mayores, discapacitados en otra de las funciones de mi ministerio sacerdotal con la Frater. Siento que el Señor me ha llamado a anunciar su Buena Noticia a los pobres de manera especial, - recordando las profecías leidas por Jesús en la sinagoga de Nazaret – y los pobres, ustedes, son para mi también Buena Noticia del Señor. Ustedes son una ayuda grande para mi, para que esa Palabra de Dios llegue también a mi vida.
También yo doy gracias en esta Eucaristía de mi vida por este ministerio que en mi pobreza también entre vosotros realizo, y veo como el Señor se os revela a vosotros sencillos y humildes de corazón y ese mismo anuncio de la Palabra de Dios que os tengo que hacer cada día, para mí se convierte en una Palabra fuerte que me dice Dios en mi corazón. Pido a Dios saber ponerme siempre delante de El con corazón pobre, con corazón de niño porque es la mejor forma de sintonizar con su Palabra y con su amor.
Me quiero acercar yo también al Señor con ustedes escuchando esa llamada e invitación del Señor a los cansados y agobiados, a los pobres y a los que sufren para ir hasta El y encontrar en Jesús ese alivio, ese descanso, esa paz que tanto necesitamos. Hagámoslo siempre con humildad y hagámoslo siempre con mucho amor. Y así el Señor llegará a nuestro corazón. Así podremos sentir cómo ‘el Espíritu del Señor que habita en nosotros vivificará nuestros cuerpos mortales’, como nos decía san Pablo en la carta a los Romanos.