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sábado, 8 de mayo de 2010

Una palabra de dicha para vosotros ancianos y enfermos de parte del Señor

celebración del sacramento de Unción de los Enfermos
Sant. 5, 13-16;
Sal. 70;
Mt. 5, 1-12

‘Al ver Jesús el gentío se subió a la montaña, se sentó y se acercaron sus discípulos y El se puso a hablar enseñándolos…’ Es el comienzo del sermón del Monte que empieza proclamando las bienaventuranzas.
¿Quiénes formaban parte de aquel gentío? En medio de toda aquella multitud había gente que sufría en su corazón y estaban llenos de inquietudes en su espíritu; habría enfermos e impedidos, pues ya la fama de Jesús se había ido extendiendo y unos valiéndose por sí mismos a duras penas con la esperanza de la salvación y de la salud, otros conducidos en rudimentarias camillas por sus familiares y amigos, ciegos, cojos, sordomudos, paralíticos, atenazados por diferentes males y sufrimientos allí estaban ante Jesús.
¿Qué es lo esperan y qué es lo que van a escuchar y a recibir? Comienza Jesús con algo que podría resultar paradójico para muchos, pero que va a ser el meollo de su Buena Nueva, de su Evangelio. Comienza llamando dichosos a los pobres, a los que sufren, a los que lloran, a los que tienen hambre y sed, y pasaría su mirada por cada uno de aquellos que allí estaban a su alrededor y llenos de esperanza; pero llamará también dichosos a los que tenían buen corazón y saber compadecerse y ser misericordiosos con los demás, a los que buscan el bien o a los que les toca sufrir precisamente por hacer o buscar lo bueno y lo justo. Es la paradoja de las Bienaventuranzas de Jesús.
Pero esa bienaventuranza la escuchamos los que esta mañana (tarde) aquí nos hemos congregado para esta celebración. A vosotros, queridos ancianos y enfermos, el Señor quiere llamaros dichosos, decir que la felicidad, la verdadera, es para vosotros también aunque os sintáis débiles por el paso de los años, o sufriendo por los dolores que de un lado de otro van apareciendo en vuestros cuerpos y en vuestras vidas. Pero es la felicidad y la paz que el Señor quiere daros con su presencia. Con paz, fortalecidos interiormente, queriendo darle un verdadero sentido y valor a la debilidad o al sufrimiento que vamos padeciendo, tenemos que salir de aquí hoy porque el Señor viene a vosotros, el Señor quiere hacerse presente aquí en medio nuestro y con El siempre encontramos paz y valor verdadero para nuestra vida.
Como expresaremos en el prefacio ‘has querido que único Hijo, autor de la vida, médico de los cuerpos y de las almas, tomase sobre sí nuestras debilidades para socorrernos en los momentos de prueba y santificarnos en la experiencia del dolor’. Como había anunciado el profeta ‘tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras debilidades’, nuestras enfermedades. Por algo nos invita a ir a El ‘todos los cansados y agobiados, que yo os aliviaré’.
Jesús, el justo, el Hijo de Dios tomó nuestra condición humana y, además de compadecerse de nuestras miserias y nuestros dolores, pasó también por el sufrimiento, por el dolor, porque pasó por la muerte y la cruz. El ha ido delante de nosotros en ese camino de dolor y sufrimiento. El quiere ayudarnos a darle un sentido y un valor a la vida, pero también a las debilidades que aparecen en nuestra vida cuando nos aparece la enfermedad, la debilidad de la ancianidad y todo tipo de sufrimiento.
Ya sabemos cómo se acercaba a los enfermos para llenarlos de vida. Daba vista a los ciegos o hacía oír a los sordos, levantaba de la postración de sus camillas a los inválidos y curaba a los leprosos, hacía que cesara el sufrimiento de tantos atenazados por el dolor y daba vida a los muertos resucitándolos. Con Jesús llegaba la vida, la salud y la salvación.
Es lo que Jesús quiere seguir haciendo hoy. En su Iglesia ha dejado los signos sacramentales de su presencia, y en especial el sacramento con el que El quiere estar junto al que sufre, al enfermo, al que se siente débil. Es el Sacramento de la Unción que hoy queremos celebrar, estamos celebrando. ‘En el signo sacramental de la Unción , por la oración de la Iglesia, nos libras del pecado, nos confortas con la gracia del Espíritu Santo y nos haces partícipes de la victoria pascual’.
Por eso nos enseña Santiago en su carta. ‘¿Está enfermo alguno de vosotros? Que llame a los presbíteros de la Iglesia y que oren sobre él, después de ungirlo con óleo, en el nombre del Señor. Y la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor lo curará, y si ha cometido pecado, lo perdonará’. Es lo que Jesús les había mandado a los discípulos cuando los envió a anunciar el Reino de Dios. ‘Curad enfermos, resucitad muertos…’
Pero hay algo que no quiero dejar de subrayar. ‘Nos hace partícipes de su victoria pascual’. Cristo se hace presente a nuestro lado, en nuestro lecho de dolor o en nuestro sufrimiento para hacernos partícipes de su Pascua, para que nos unamos a El en su Pascua. Con nuestro dolor y nuestro sufrimiento, desde nuestra debilidad nos podemos unir a la pasión y a la cruz de Jesús, tenemos que aprender a unirnos a la pasión y cruz de Jesús con la certeza de la vida y de la resurrección, porque nos estamos uniendo al misterio pascual de Cristo.
Qué valor nuevo y grandioso adquiere nuestra vida aunque esté debilitada por el dolor y el sufrimiento. Es el valor redentor que Cristo le dio con su amor a la ofrenda de su pasión y de su cruz. Es la ofrenda de amor que nosotros hemos de aprender a hacer de nuestros sufrimientos y debilidades. Qué riqueza le da el amor a nuestra vida aunque nos parezca que nada valemos y que somos inservibles en las condiciones en que estamos.
Cuando aprendemos a hacerlo, cuando hacemos esa ofrenda de nuestra vida, sentiremos de manera especial a Cristo junto a nosotros y nos llenaremos de su fortaleza y de su paz, de esperanza y de paciencia, y nos sentiremos en verdad confortados en nuestro cuerpo y en nuestro espíritu.
Vivamos con fe este momento. Sintamos que es el Señor el que viene y nos pone su mano sobre nosotros. Médico de los cuerpos y de las almas, Cristo llega a nuestra vida y ese signo de la unción con el óleo santo nos lo está haciendo presente. Claro que sí, es a nosotros a quien Jesús nos llama dichosos. ¿No nos llenamos de dicha y de paz con su presencia? Es lo que hemos pedido en la oración, ‘concede a cuantos se hallan sometidos al dolor, la aflicción o la enfermedad, la gracia de sentirse elegidos entre aquellos que tu Hijo ha llamado dichosos y de saberse unidos a la pasión de Cristo para la redención del mundo’. Para vosotros es el reino de Dios.
Pero una cosa, también llama dichosos a los que son compasivos y misericordiosos, los que tratan de enjugar una lágrima o hacer brotar una sonrisa y un nuevo aliento. Que seamos muchos los que vivamos también esa dicha porque así llenemos nuestro corazón de misericordia para con los demás. Es una palabra que el Señor quiere deciros religiosas, voluntarios, trabajadores en este hermoso campo de la salud, enfermeros/as, médicos y tantos que cuidan de una manera o de otra a los enfermos, a los ancianos o a todos los que sufren alguna limitación en su vida. Sentid vosotros también ese gozo en el corazón de esa Palabra de dicha que el Señor os dirige. Vosotros con vuestro amor estáis haciendo presente también el Reino de Dios.

viernes, 7 de mayo de 2010

El Espíritu para la concordia y para el amor verdadero

Hechos, 15, 22-31;
Sal. 56;
Jn. 15, 12-17

El texto hoy proclamado de los Hechos de los Apóstoles, junto con los escuchados en días precedentes nos relatan lo que suele llamarse el Concilio de Jerusalén. Habían surgido algunas controversias, como hemos venido escuchando, al ir creciendo el número de los que se adherían a la fe y sobre todo al anunciársele el evangelio también a los gentiles.
Algunos querían seguir imponiendo las costumbres de la ley de Moisés y por ello desde la comunidad de Antioquia se envía a Bernabé y Pablo a consultar a los ancianos y apóstoles de Jerusalén. Se discute y se llega a un acuerdo, pues como Pedro reconocería ‘Dios me escogió para que los gentiles oyeran de mi boca el mensaje del Evangelio y creyeran. Y Dios que penetra los corazones, mostró su aprobación dándoles el Espíritu Santo igual que a nosotros’.
Es por eso por lo que tras tensa discusión envían la solución del conflicto con una carta a aquellas comunidades desde donde habían sido enviados Pablo y Bernabé. Y es aquí donde quiero fijarme de manera especial. ‘Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros…’ Eran conscientes de que en medio de aquella discusión el Espíritu Santo era el que les iluminaba y les guiaba. Y con esa fuerza del Espíritu encontrarán la solución para evitar las discordias y los enfrentamientos. Es el Espíritu Santo el que les lleva a la concordia y a la paz en medio de la Iglesia.
El Espíritu que Jesús había prometido que lo enseñaría todo y os recordaría el mensaje de Jesús. El Espíritu Santo que sigue obrando y actuando en la Iglesia de Dios, a pesar de que los hombres que formamos la Iglesia no siempre seamos lo buenos que tendríamos que ser, por decirlo de alguna manera.
Es el Espíritu del amor y de la unidad. El Espíritu que nos congrega como Iglesia para alabar y bendecir al Señor. ‘Con la fuerza de tu Espíritu das vida y santificas todo, y congregas a tu pueblo sin cesar para que ofrezca en tu honor un sacrificio sin mancha desde donde sale el sol hasta el ocaso’, como decimos en la tercera plegaria eucarística.
Por la fuerza del Espíritu Santo que se derrama sobre los dones del pan y el vino de la Eucaristía serán para nosotros el Cuerpo y la Sangre del Señor, por eso en la segunda invocación del Espíritu Santo en la segunda plegaria eucarística ‘pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo’.
Muchas veces estas palabras de la oración eucarística nos pasan un tanto desapercibidas porque las escuchamos y decimos tantas veces que tenemos el peligro de no ahondar lo suficiente en su sentido y profundidad pero nos recuerdan algo muy importante, que es la presencia del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia y en la vida de cada día de los cristianos.
Así podríamos pensar en todos y cada uno de los sacramentos que tienen su virtualidad y fuerza por la acción del Espíritu Santo. Ya que estamos en estos días por otro lado reflexionando sobre el sacramento de la Unción de los Enfermos, así lo manifestamos en la fórmula del sacramento, o sea en las palabras que dice el Sacerdote al hacer la Unción. ‘Por esta santa Unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo…’
Hoy Jesús en el evangelio nos habla del mandamiento del amor. ‘Que os améis los unos a los otros como yo os he amado’, nos dice. ¿Cómo podremos llegar a un amor así? Porque la medida del amor que Jesús nos propone es bien alta. Sólo con la fuerza del Espíritu podemos realizarlo. Muchas veces decimos que es a mi me cuesta amar a aquella persona… ¿has probado de pedir la fuerza del Espíritu Santo para que pueda llenar tu corazón de amor y de amor de una forma concreta a esa persona que tanto te cuesta amar?
Que se derrame sobre nosotros el Espíritu del amor, de la unidad y de la paz.

jueves, 6 de mayo de 2010

Permaneced en mi amor…

Hechos, 15, 22-31;
Sal. 56;
Jn. 15, 12-17

Como es normal en la acción litúrgica vamos leyendo el evangelio por partes, pero sí hemos de tener en cuenta su unidad para mejor captar y comprender el mensaje de Jesús. Lo que estamos leyendo en estos días forma parte de ese discurso, o si queremos, sobremesa de Jesús con sus discípulos después de la Cena Pascual, antes de su marcha a Getsemaní y el comienzo de su pasión. Por eso nos puede parecer en algún momento que hay repeticiones, pero más que repeticiones hemos de ver esa unidad, esa línea de lo que fue la despedida de Jesús antes de su pascua.
‘Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor’, les dice. Ya antes nos había dicho ‘es necesario que el mundo comprenda – y nosotros también – que yo amo al Padre, y que lo que el Padre me manda, yo lo hago’. Podemos recordar cómo en otro momento del evangelio nos decía ‘mi alimento es hacer la voluntad del Padre’.
El Padre le ama – ‘Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto’, escuchamos tras el bautismo en el Jordán o en el Tabor – y Jesús ama al Padre; amor que se manifiesta haciendo su voluntad, el plan de Dios de salvación para el hombre que porque nos ama nos ha enviado, nos ha entregado a su Hijo único. Como cristianos, como discípulos de Jesús queremos identificarnos con El, hacernos uno con El; o sea, queremos hacer las cosas como Jesús, vivir la vida de Jesús; en una palabra le amamos y queremos cumplir también sus mandamientos, como el hace con el Padre.
‘Si guardáis mis mandamientos permaneceréis en mi amor, nos dice, lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor’.
Lo hemos dicho y reflexionado muchas veces. Si consideráramos bien cuánto es el amor que Dios nos tiene, no haríamos otra cosa que amar. Es la mejor respuesta. Es la única respuesta. Porque amamos a Dios, porque creemos en Jesús y le amamos, queremos permanecer unidos a El. Es el deseo más profundo del amor. Y es en lo que hemos de caldear nuestro espíritu constantemente. Ya hemos reflexionado, ayer, que hemos de estar unidos a Jesús como los sarmientos a la vid.
Cuántas consecuencias para nuestra vida espiritual. No terminamos de ver toda la hondura de este mensaje y cuánto tendríamos que hacer y que vivir. Cuántas exigencias también de vigilancia, de espíritu de superación, de deseos serios y profundos de crecimiento espiritual. Es algo que un cristiano tiene que cuidar continuamente. Son muchas las cosas de alrededor que nos tientan, que nos distraen, que nos quieren alejar de ese camino.
Hemos de saber darle importancia a lo que verdaderamente lo tiene. Vivimos en medio del mundo, tenemos nuestra vida, nuestras obligaciones y responsabilidades también, pero eso no puede ser obstáculo de ninguna manera para que cuidemos nuestro espíritu. Porque además ¿de dónde vamos a sacar fuerzas para vivir toda esa vida con responsabilidad pero también con integridad? Hemos escuchado muchas veces que te dicen que primero está la obligación que la devoción, como si toda nuestra relación con Dios y la vida de nuestro espíritu se quedara solamente en una devoción.
Recordemos una vez más las palabras de Jesús. ‘Permaneced en mi amor… si guardáis mis mandamientos permaneceréis en mi amor…’

miércoles, 5 de mayo de 2010

Itinerario espiritual, permanecer unidos a la vid

Hechos, 15, 1-6;
Sal. 121;
Jn. 15, 1-8

Nos propone Jesús hoy una hermosa alegoría con gran enseñanza para nuestra vida espiritual y para nuestro camino cristiano. Ya se trate de la vid, como hoy nos habla, o si queremos de cualquier árbol frutal para que podamos obtener buenos frutos es necesario que esté plantado en buena tierra y debidamente cuidado lo que incluye la poda para eliminar aquellas ramas inservibles y que le restarían calidad a los frutos que queramos obtener.
Una tarea importante en nuestro camino espiritual, en nuestro camino de seguimiento de Jesús. No nos puede faltar nuestra unión íntima y profunda con El. ¿Qué significa eso? Pensemos en nuestra oración, pensemos en la escucha de la Palabra, pensemos en toda nuestra vida sacramental como algo fundamental sin lo cual no seríamos nada.
Un cristiano tiene que ser una persona de oración, y, tendríamos que decir, de oración intensa. Son esas raíces de nuestra vida que hundimos en Dios cuando nos sentimos en su presencia, cuando ahondamos en nuestra relación con El. ¿Cómo pueden mantener la amistad unos amigos que no se relacionan? ¿Cómo se puede mantener vivo el amor si no hay encuentro entre aquellos que se aman? Eso tiene que ser nuestra oración. Que ya sabemos no es solamente pedirle a Dios que todopoderoso cuando nos vemos necesitados o apurados en nuestros problemas. Nuestra relación con Dios tiene que ser mucho más honda, porque además no creemos en un Dios al que nos interesa porque lo vemos como solucionador de problemas.
Eso entraña como podemos comprender la escucha de la voz de Dios en nuestro corazón, la escucha atenta a su Palabra. Ni podemos conocer hondamente a Dios si no escuchamos esa Palabra que de sí mismo El quiere decirnos y ahí tenemos contenida en la Biblia, y podremos descubrir de verdad cuál es el camino de la respuesta que hemos de darle con nuestra vida si no lo escuchamos. Su palabra es luz en nuestro sendero, es norma de nuestra vida, es cauce por donde tenemos que discurrir.
Y está toda la vivencia sacramental porque ahí nos ha dejado las grandes señales de su presencia y la verdadera fuente de la gracia y de la vida que hará que podamos tener vida en nosotros. Los sarmientos que están unidos, han de estar necesariamente unidos a la vid, como nos decía Jesús hoy en el evangelio. Sin Eucaristía estaríamos sin Cristo, sin el alimento fundamental de su gracia para nosotros.
Pero nos habla también Jesús de la poda. ‘A todo sarmiento mío que no da fruto lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda para que dé más fruto’. Ya sabemos bien lo que hacen los agricultores cuando quieren obtener buenos frutos de sus árboles frutales o de sus viñedos. Está el tiempo de la poda donde se corta lo inservible, lo que mermaría la producción del bien fruto. Necesitamos una poda en nuestra vida. Porque necesitamos purificarnos de tantas cosas que se nos van adhiriendo como malas rémoras a nuestra vida que nos impedirían ese avance espiritual, ese crecimiento de nuestro amor. Es la poda que arranca también de nuestro corazón ese mal que vamos dejando meter dentro de nosotros.
La Palabra que escuchamos, la oración sincera que hacemos poniéndonos en la presencia del Señor nos irán ayudando a descubrir de todo eso que tenemos que purificarnos o que tenemos que arrancar. Es ese examen continuo que vamos haciendo de nosotros mismos. Buena costumbre el examen del día cada noche antes de irnos a descansar cuando le damos gracias al Señor por el día vivido, pero también le pedimos perdón por aquello en lo que hayamos fallado porque no hayamos puesto el suficiente amor o porque hayamos dejando introducir el pecado en nosotros.
‘Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada’, nos ha dicho Jesús hoy. ‘Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos’.

lunes, 3 de mayo de 2010

Os doy mi paz pero no como la da el mundo

Hechos, 14, 18-27;
Sal. 144;
Jn. 14, 27-31
¿Quién no desea la paz? Todos la buscamos, la deseamos, la queremos en lo personal, y la queremos en el ámbito social. Rechazamos la violencia, todo lo que pueda mermar la paz, que son muchas cosas. Nos gustaría disfrutar de la paz, pero a veces parece que nos falta.
Hoy nos dice Jesús: ‘La paz os dejo, mi paz os doy: no os la doy yo como la da el mundo…’ Vaya si tiene razón Jesús. No todo lo que llamamos paz es verdadera paz. La paz no se impone ni se puede obligar por la fuerza a tener paz. La paz no es sólo un estado de ánimo externo. No es sólo guardar un orden establecido, ni es una adormidera para nuestra vida. La paz no es una quietud en el espíritu como si no pasara nada o porque no nos queremos enterar de nada.
Jesús nos ha dicho: ‘No os la doy yo como la da el mundo’. Es algo muy hondo lo que nos quiere dar Jesús. Si nos falta por dentro, ya se pueden establecer muchas normas o leyes para que haya paz, que no la tendremos. Aunque tengamos turbulencias en el espíritu podemos alcanzar esa paz que Jesús nos ofrece. Aunque vivamos en medio de conflictos de todo tipo, podemos mantener esa paz interior.
Queremos la paz de Jesús. La que El nos ofrece, pero la que El vivió. En su nacimiento los ángeles anunciaron la paz para todos los hombres, porque todos los hombres son amados de Dios. Ahora Cristo se entrega y muere por nosotros para que tengamos paz, porque su sangre derramada derriba los muros del odio y del mal; El se entrega y se da para lograr la reconciliación y en virtud de su sangre derramada nos ofrece su perdón.
Qué hermoso sentirnos amados de Dios, sentir que Dios nos perdona por muchos que sean nuestros males y pecados. Cuando Jesús perdonaba a los pecadores les decía vete en paz, y cómo no iban a tenerla si sus pecados quedaban perdonados y se sentían seguros porque se sentían amados y perdonados por Dios.
Es fácil buscar ese camino de paz. Simplemente mirar a Jesús y sentir el amor de Dios en nuestra vida. Nuestra alma se llenará de paz aunque ande inquieta porque desea muchas cosas buenas, porque está insatisfecha por la situación de nuestro mundo.
Las palabras de Jesús en el evangelio son de despedida. Llega la hora del príncipe de este mundo; llega la hora del poder de las tinieblas como dirá más tarde en el huerto a la hora del prendimiento. Fue una hora dura y de amargura. Ya conocemos cómo lo vivió en Getsemaní en esos momentos previos al comienzo de la pasión. Pero, aun siendo conciente Jesús como era de todo lo que iba a suceder, ¿perdería la paz de su corazón? Aunque fuerte fue la agonía en la cruz, ¿perdería la paz de su corazón? Seguro que no, porque El se había puesto en las manos del Padre. Ahora mismo nos lo ha dicho, cuando nos habla de la llegada del príncipe de este mundo, el que lo llevaría a la pasión y a la cruz. Pero Jesús no pierde la paz. ‘Es necesario que el mundo comprenda que yo amo al Padre, y que lo que el Padre me manda, yo lo hago’. Es el amor el que le hará no perder la paz.
¿Entenderemos nosotros la lección, aprenderemos a hacer como Jesús? Es bien elocuente y tenemos que aprender la lección. Nos puede venir el dolor, la debilidad nos deja, nos parece, inservibles, el corazón nos duele por dentro cuando vemos cuanto desamor ha habido en nuestra vida, nos sentimos agobiados por el peso de nuestros pecados o por los problemas que nos van envolviendo que nos parece que no tenemos salida. Pero ahí tenemos que poner amor y nos sentiremos amados de Dios. Que no perdamos nunca la paz en el corazón.

La fiesta de los apóstoles señala a la Iglesia como signo de santidad y como camino hacia Jesús


1Cor. 15, 1-8;
Sal. 18;
Jn. 14, 6-14


‘Has cimentado tu Iglesia sobre la roca de los apóstoles, para que permanezca en el mundo como signo de santidad y señale a todos los hombres el camino que nos lleva hacia ti’. Así proclamamos en uno de los prefacios de los apóstoles y nos manifiesta bien el sentido hermoso que tiene para los cristianos, para la Iglesia la celebración de la fiesta de cualquiera de los apóstoles. En el prefacio manifestamos además el gran motivo de nuestra acción de gracias en Jesús en cualquiera de las celebraciones. Cuánto más en la celebración de algunos de los apóstoles como nos sucede hoy al celebrar a san Felipe y Santiago el Menor.
Por otra parte en la oración hemos pedido que ‘con su intercesión, podamos participar en la muerte y en la resurrección de tu Hijo (de Jesús) para que merezcamos llegar a contemplar en el cielo el esplendor de tu gloria (de la gloria de Dios)’. Y es que la Iglesia tiene que ser signo de la gloria de Dios en medio de los hombres, signo de la santidad de Dios que hemos de saber copiar e imitar en nuestra vida.
Es importante para la Iglesia, para los cristianos la celebración de las fiestas de los Apóstoles, aunque de algunos de ellos tengamos poco conocimiento de por donde transcurrió su misión apostólica una vez que se dispersaron por todo el mundo, siguiendo el mandato de Cristo, para anunciar la Buena Noticia de Jesús a todos los hombres.
Pero somos Iglesia apostólica en una de sus características principales y sobre la roca de los Apóstoles, de Pedro y de todo el colegio apostólico está cimentada la Iglesia, fundamentada nuestra fe. Esa fe en Jesús que nos trasmitieron los apóstoles, los primeros testigos de Cristo, de su vida, de su muerte y de su resurrección. Sin ese testimonio apostólico nuestra fe en Jesús, podríamos decir, se hubiera quedado coja, porque ellos son los primeros testigos, y los que escucharon de labios del Maestro el mandato de llevar la Buena Noticia del Evangelio a todo el mundo. Con los Apóstoles y como los apóstoles la Iglesia, nosotros hemos de señalar a los hombres el camino que lleva a Jesús.
En la primera lectura, de la primera carta a los Corintios, hemos escuchado esa proclamación de fe en Jesús, muerto y resucitado, que nos hace Pablo. Y precisamente en los testigos de la resurrección, aquellos a los que se manifestó Cristo resucitado, hace especial hincapié a la hora de proclamarnos su fe. Quizá la liturgia haya escogido este texto de manera especial por la referencia a Santiago a quien también se le apareció Jesús resucitado de manera especial, que podría ser este Santiago, hijo de Alfeo que hoy estamos celebrando.
El evangelio – lo escuchamos hace un par de días – nos hace referencia también al otro apóstol a quien hoy celebramos, Felipe, por la pregunta que hace a Jesús: ‘Muéstranos al Padre y nos basta’. Hubiéramos podido recordar que a Felipe lo llama Jesús de forma directa como se nos narra al principio del evangelio de Juan, pero que pronto Felipe se convertirá en misionero de Jesús porque traerá a Natanael hasta Jesús. ‘Aquel de quien hablaron Moisés y los profetas lo hemos encontrado… ven y verás’. Pero podríamos recordar también que junto a Andrés hará de intermediario para que unos griegos, unos gentiles lleguen hasta Jesús a quien quieren conocer.
Podemos aquí encontrar un mensaje. Conocemos a Jesús y queremos seguirle, pero hemos de hablar de Jesús a los demás, hemos de convertirnos en apóstoles y misioneros. Que el Espíritu del Señor nos dé ese arrojo y esa valentía para hablar de Jesús a los demás. Pero también en la respuesta-queja de Jesús cuando Felipe le pide que le muestre al Padre, que eso será suficiente, que Jesús le dirá. ‘Tanto tiempo que estoy con vosotros y aún no me conoces’. Que nuestro estar al lado de Jesús nos haga conocerle más y más. Que crezca nuestro amor, nuestros deseos de estar con El, pero que le conozcamos y nos llenemos de su vida, para que luego podamos trasmitir a los demás lo que nosotros hemos vivido, aquello de lo que estamos llenos, que es de la vida de Jesús.

domingo, 2 de mayo de 2010

Compartimos la vida de Cristo resucitado si nos amamos


Hechos, 14, 21-27;
Sal. 144;
Apoc. 21, 1-5;
Jn. 13, 31-35

‘Vi un cielo nuevo y una tierra nueva… el primer cielo y la primera tierra han pasado… todo lo hago nuevo…’ Proféticamente nos habla el Apocalipsis de ese cielo nuevo y de esa tierra nueva y nos está hablando de esa plenitud que en Dios, en el cielo vamos a tener, y a los que continuamos nuestra peregrinación en medio de luchas y debilidades nos llena de esperanza. ‘La ciudad santa, la nueva Jerusalén que descendía del cielo enviada por Dios…’
Pero proféticamente nos habla el paraíso de ese cielo nuevo y de esa tierra nueva que ya ahora tenemos que ir viviendo y realizando aunque no lo tengamos en plenitud, porque aún el pecado sigue reinando en nosotros, porque aún el dolor y el sufrimiento no ha desaparecido de todo, porque aún seguimos dejando que haya muerte en nuestra vida. ¿No es eso lo que tenemos que ir construyendo ahora cuando queremos vivir el Reino de Dios? Ese Reino de Dios no puede ser algo lejano y que nos parezca inalcanzable, sino que es algo que quienes creemos en Jesús y seguimos su camino tenemos que ir viviendo ya.
Porque ya vamos viviendo la presencia de Dios entre nosotros, porque somos su pueblo, ese pueblo que El ha rescatado con su sangre y nos ha santificado. ‘Esta es la morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo, y Dios estará con ellos, y será su Dios’. ¿No nos recuerda lo que se nos dice en el principio del Evangelio de san Juan ‘la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros’?
Esa ‘ciudad santa que descendía del cielo, esa nueva Jerusalén’ la tenemos que ir logrando, viviendo ya ahora. ‘Dios estará con ellos y será su Dios’. ¡Qué consuelo! Aún nos queda sufrimiento porque, como les decía Pablo a aquellas comunidades de Asia Menor donde había anunciado el evangelio, ‘hay que pasar mucho para entrar en el Reino de Dios’. Pero ‘el que estaba sentado en el Trono dijo: Todo lo hago nuevo’. Es la novedad del Evangelio que nos trae Jesús; es la novedad de esa vida nueva que tenemos que vivir; es esa transformación que hemos de ir realizando en nuestra vida y en nuestro mundo.
Algunas veces nos pasamos de conservadores porque nos contentamos como vivimos y pensamos que ya nada nuevo puede haber en nosotros. No es la novedad, diríamos de la novelería, sino es la novedad de esa transformación que el Señor con su gracia quiere realizar en nuestro corazón. Y cuando abrimos de verdad nuestro corazón al Señor y a su palabra nos damos cuenta de cuántas cosas tenemos que purificarnos, cuantas cosas podemos hacer mejor, en cuántas cosas nos podemos y nos tenemos que santificar.
El Apocalipsis nos habla de esa ‘nueva Jerusalén que descendía del cielo arreglada como una novia que se adorna para su esposo’. ¿Cuáles son esos adornos y esas joyas? La esposa o la novia se engalana con las joyas que le ha regalado su amor. Lo que ha recibido con amor y por amor, le sirve para adornar y enjoyar su vida para su esposo.
¿Qué nos querrá decir todo esto? Lo podemos tener bien claro. ¿No es la joya más preciosa que podemos tener en nuestra vida todo el amor que Dios nos tiene? No nos extrañe, pues, que lo que nos pida Jesús, que se mandamiento nuevo sea el del amor. Su mandamiento, nuestro distintivo, la imagen más hermosa que podamos dar de nuestra fe en El, la joya más hermosa con que podemos y tenemos que adornar nuestra vida. ‘Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros’.
Qué importante lo que nos dice Jesús, lo que nos pide como respuesta de nuestra vida. La más mala imagen que nosotros podamos proyectar de nuestra fe no es que seamos débiles y pecadores, sino que no nos amemos, nuestra desunión, nuestras rencillas y rencores, los desapegos de nuestro corazón, el individualismo en que encerremos nuestra vida; en una palabra nuestra falta de amor. Cualquiera puede comprender que seamos débiles y tengamos muchos tropiezos mientras vamos luchando, lo que es más difícil de comprender es que llevemos el nombre de cristianos y no nos amemos.
Seguimos viviendo la Pascua. Cuidado con que por el hecho de que las semanas van discurriendo y pasan los día, ya veamos la pascua como algo lejano. La Pascua para el cristiano es algo que tenemos que estar viviendo siempre con intensidad. Y ya sabemos la pascua es muerte y resurrección; es un morir al pecado para renacer a una nueva vida.
Y san Juan nos dirá que ‘sabemos que pasamos de la muerte a la vida si nos amamos’. El que no ama permanece en la muerte. Si queremos vivir la pascua tenemos que pasar a la vida, resucitar, en una palabra, amarnos. En consecuencia nuestra vivencia pascual es amarnos. Cuando amamos a los hermanos estamos compartiendo de verdad la vida de Cristo resucitado, porque hemos pasado de la muerte a la vida.
¡De cuántas maneras tenemos que expresar nuestro amor a los demás! En cuántas cosas concretas, en cuantos gestos, en cuantos detalles, en cuánto compromiso se tiene que traducir ese amor, esa pascua en nuestra vida, en ese día a día de nuestra convivencia con los hermanos, en la vida familiar, con aquellas personas de las que estamos rodeados en nuestro trabajo o en nuestra vida social, en el quehacer diario de nuestra comunidad cristiana.
Para concluir esta reflexión quiero resaltar algo que nos dice el texto de los Hechos de los Apóstoles. Después del itinerario realizado en su viaje apostólico, Pablo y Bernabé regresan a la comunidad de ‘Antioquia de donde los habían enviado con la gracia de Dios a la misión que acababan de cumplir. Al llegar reunieron a la Iglesia, le contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles las puertas de la fe’. Hermoso cómo la comunidad siente como algo propio todo aquello que se había realizado y dan gracias a Dios por todo ello. Que así sintamos nosotros como propio todo el quehacer de la Iglesia y así también alabemos al Señor.