Hechos, 14, 21-27;
Sal. 144;
Apoc. 21, 1-5;
Jn. 13, 31-35
‘Vi un cielo nuevo y una tierra nueva… el primer cielo y la primera tierra han pasado… todo lo hago nuevo…’ Proféticamente nos habla el Apocalipsis de ese cielo nuevo y de esa tierra nueva y nos está hablando de esa plenitud que en Dios, en el cielo vamos a tener, y a los que continuamos nuestra peregrinación en medio de luchas y debilidades nos llena de esperanza. ‘La ciudad santa, la nueva Jerusalén que descendía del cielo enviada por Dios…’
Pero proféticamente nos habla el paraíso de ese cielo nuevo y de esa tierra nueva que ya ahora tenemos que ir viviendo y realizando aunque no lo tengamos en plenitud, porque aún el pecado sigue reinando en nosotros, porque aún el dolor y el sufrimiento no ha desaparecido de todo, porque aún seguimos dejando que haya muerte en nuestra vida. ¿No es eso lo que tenemos que ir construyendo ahora cuando queremos vivir el Reino de Dios? Ese Reino de Dios no puede ser algo lejano y que nos parezca inalcanzable, sino que es algo que quienes creemos en Jesús y seguimos su camino tenemos que ir viviendo ya.
Porque ya vamos viviendo la presencia de Dios entre nosotros, porque somos su pueblo, ese pueblo que El ha rescatado con su sangre y nos ha santificado. ‘Esta es la morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo, y Dios estará con ellos, y será su Dios’. ¿No nos recuerda lo que se nos dice en el principio del Evangelio de san Juan ‘la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros’?
Esa ‘ciudad santa que descendía del cielo, esa nueva Jerusalén’ la tenemos que ir logrando, viviendo ya ahora. ‘Dios estará con ellos y será su Dios’. ¡Qué consuelo! Aún nos queda sufrimiento porque, como les decía Pablo a aquellas comunidades de Asia Menor donde había anunciado el evangelio, ‘hay que pasar mucho para entrar en el Reino de Dios’. Pero ‘el que estaba sentado en el Trono dijo: Todo lo hago nuevo’. Es la novedad del Evangelio que nos trae Jesús; es la novedad de esa vida nueva que tenemos que vivir; es esa transformación que hemos de ir realizando en nuestra vida y en nuestro mundo.
Algunas veces nos pasamos de conservadores porque nos contentamos como vivimos y pensamos que ya nada nuevo puede haber en nosotros. No es la novedad, diríamos de la novelería, sino es la novedad de esa transformación que el Señor con su gracia quiere realizar en nuestro corazón. Y cuando abrimos de verdad nuestro corazón al Señor y a su palabra nos damos cuenta de cuántas cosas tenemos que purificarnos, cuantas cosas podemos hacer mejor, en cuántas cosas nos podemos y nos tenemos que santificar.
El Apocalipsis nos habla de esa ‘nueva Jerusalén que descendía del cielo arreglada como una novia que se adorna para su esposo’. ¿Cuáles son esos adornos y esas joyas? La esposa o la novia se engalana con las joyas que le ha regalado su amor. Lo que ha recibido con amor y por amor, le sirve para adornar y enjoyar su vida para su esposo.
¿Qué nos querrá decir todo esto? Lo podemos tener bien claro. ¿No es la joya más preciosa que podemos tener en nuestra vida todo el amor que Dios nos tiene? No nos extrañe, pues, que lo que nos pida Jesús, que se mandamiento nuevo sea el del amor. Su mandamiento, nuestro distintivo, la imagen más hermosa que podamos dar de nuestra fe en El, la joya más hermosa con que podemos y tenemos que adornar nuestra vida. ‘Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros’.
Qué importante lo que nos dice Jesús, lo que nos pide como respuesta de nuestra vida. La más mala imagen que nosotros podamos proyectar de nuestra fe no es que seamos débiles y pecadores, sino que no nos amemos, nuestra desunión, nuestras rencillas y rencores, los desapegos de nuestro corazón, el individualismo en que encerremos nuestra vida; en una palabra nuestra falta de amor. Cualquiera puede comprender que seamos débiles y tengamos muchos tropiezos mientras vamos luchando, lo que es más difícil de comprender es que llevemos el nombre de cristianos y no nos amemos.
Seguimos viviendo la Pascua. Cuidado con que por el hecho de que las semanas van discurriendo y pasan los día, ya veamos la pascua como algo lejano. La Pascua para el cristiano es algo que tenemos que estar viviendo siempre con intensidad. Y ya sabemos la pascua es muerte y resurrección; es un morir al pecado para renacer a una nueva vida.
Y san Juan nos dirá que ‘sabemos que pasamos de la muerte a la vida si nos amamos’. El que no ama permanece en la muerte. Si queremos vivir la pascua tenemos que pasar a la vida, resucitar, en una palabra, amarnos. En consecuencia nuestra vivencia pascual es amarnos. Cuando amamos a los hermanos estamos compartiendo de verdad la vida de Cristo resucitado, porque hemos pasado de la muerte a la vida.
¡De cuántas maneras tenemos que expresar nuestro amor a los demás! En cuántas cosas concretas, en cuantos gestos, en cuantos detalles, en cuánto compromiso se tiene que traducir ese amor, esa pascua en nuestra vida, en ese día a día de nuestra convivencia con los hermanos, en la vida familiar, con aquellas personas de las que estamos rodeados en nuestro trabajo o en nuestra vida social, en el quehacer diario de nuestra comunidad cristiana.
Para concluir esta reflexión quiero resaltar algo que nos dice el texto de los Hechos de los Apóstoles. Después del itinerario realizado en su viaje apostólico, Pablo y Bernabé regresan a la comunidad de ‘Antioquia de donde los habían enviado con la gracia de Dios a la misión que acababan de cumplir. Al llegar reunieron a la Iglesia, le contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles las puertas de la fe’. Hermoso cómo la comunidad siente como algo propio todo aquello que se había realizado y dan gracias a Dios por todo ello. Que así sintamos nosotros como propio todo el quehacer de la Iglesia y así también alabemos al Señor.
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