Vistas de página en total

sábado, 24 de julio de 2010

Qué deseables son tus moradas, Señor de los Ejércitos

Jer. 7, 1-11;
Sal. 83;
Mt. 13, 24-30

‘¡Qué deseables con tus moradas, Señor de los Ejércitos!’ Es el responsorio del salmo que hoy hemos recitado. ¿A qué nos estamos refiriendo? ¿Es una referencia sólo al templo del Cielo lleno de la inmensidad de la presencia de Dios? ¿Podríamos estarnos refiriendo también a los templos que aquí en la tierra se convierten para nosotros en signos de la presencia de Dios en medio nuestro y donde también en nuestra liturgia cantamos la gloria del Señor, alabamos a Dios?
Una y otra cosa, me atrevo a decir. Es un deseo de Dios. Un deseo de sentirnos en la presencia de Dios, inundados por su gloria, henchidos de su presencia, rebosantes de la alegría de sentirnos en su gloria. La plenitud de esa presencia de Dios, ya sin velos que nos lo oculten, la tendremos en el cielo, donde gocemos en toda plenitud de la gloria de Dios. Es la meta por la que suspiramos, que esperamos alcanzar un día.
Pero, aquí en la tierra, ¿no podemos disfrutar de esa presencia y gloria del Señor? En nuestra fe sabemos que Dios está en todas partes, nada se oculta a su presencia. Pero será sólo con los ojos de nuestra fe con los que podremos vislumbrar y gustar de esa presencia de Dios y siempre aquí en la tierra de manera imperfecta. Ojalá fuera tan grande nuestra fe que nunca dejemos de pensar que estamos en su presencia y que todo lo que hagamos siempre ha de ser para la gloria del Señor.
Sin embargo hay más signos de esa presencia de Dios en medio de nosotros como son nuestros templos y la liturgia que en ellos celebramos con los que anticipadamente de alguna forma queremos participar de la liturgia celestial, nos unimos desde aquí en la tierra a esa liturgia celestial.
Los templos esos lugares que hemos consagrado al Señor para su culto y para que en ellos gustemos de esa presencia especial del Señor. No son nuestros templos un lugar cualquiera como cualquier salón de nuestra casa o cualquier otro edificio que en lo civil hayamos construido. Nuestras templos han sido bendecidos, dedicados o consagrados al culto del Señor y por ello se convierten para nosotros en esos lugares donde podemos gozar de una presencia especial del Señor. Hoy queremos tanto desacralizar todo, que desgraciadamente algunas veces olvidamos ese sentido sagrado que tienen nuestros templos que para eso han sido bendecidos o consagrados.
Y no digamos nada cuando celebramos nuestra liturgia. Con su solemnidad y con su sobriedad y sencillez al mismo tiempo, porque utilizamos elementos y signos humanos porque es lo que tenemos para poder expresar lo que llevamos en el corazón, cuando estamos viviendo una celebración litúrgica, ya sea la Eucaristía o cualquier otro sacramento, ahí estamos pregustando esa gloria del cielo.
Nos unimos a los ángeles y a los santos, nos unimos a todos los coros celestiales, queremos cantar la alabanza y la gloria del Señor. Fijémonos cómo lo vamos expresando en la liturgia con nuestras palabras, nuestros signos y gestos, nuestros ritos, nuestros cantos. Todo nos habla de la gloria de Dios. Todo lo queremos hacer para cantar la gloria del Señor. Todo lo queremos hacer en alabanza y bendición a Dios.
‘Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor; mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo… dichosos los que viven en tu casa alabándote siempre… vale más un día en tus atrios… prefiero el umbral de la casa de Dios…’ así hemos ido diciendo hoy en el salmo.
Pero nos queda una cosa que reflexionar, uniéndolo a lo que hemos escuchado hoy al profeta. Ese culto que queremos dar a Dios en el templo del Señor tiene que ser con un corazón limpio y puro; no podemos mezclar nuestras malas conductas, nuestros crímenes e injusticias con el culto que le queramos dar a Dios, porque no sería agradable al Señor y no nos lo aceptaría. Es a lo que nos ha invitado el profeta Jeremías hoy y merecería un más amplio comentario. Pero tratemos nosotros de purificar nuestro corazón cuando nos acercamos al Señor para darle culto para que en verdad podamos sentirnos en su presencia y disfrutar de la gloria del Señor.

viernes, 23 de julio de 2010

Que sea Cristo quien vive en mí

Gál. 2, 19-20;
Sal. 13;
Jn. 15, 1-8

Los santos son para nosotros espejos en los que hemos de mirarnos para ayudarnos a descubrir las altas metas a las que estamos llamados por ser cristianos seguidores de Jesús. Tenemos el peligro de vivir como embotados en medio del ajetreo de la vida de cada día y muy preocupados por esas realidades humanas y terrenas en medio de las cuales estamos perder ese norte, olvidarnos de esas metas y simplemente dejarnos arrastrar por la vida sin esos ideales que en verdad nos tendrían que hacer grandes.
Cuando contemplamos la vida de los santos tendríamos que sentirnos elevados, impulsados a darle ese sentido profundo a nuestra vida, a poner esos ideales y esas metas en nuestro corazón, a sentir el deseo de vivir esa santidad que ellos en su vida nos reflejan que no es otra que la santidad de Dios que todos estamos llamados a vivir.
Nos tendríamos que preguntar con toda seriedad si lo que hemos escuchado hoy en la carta de san Pablo a los Gálatas en verdad es deseo, meta e ideal de nuestra vida. ‘Estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí’. Es cierto que no es fácil. Lo que nos suene a pasión y a cruz nos cuesta aceptarlo en nuestra vida. Asemejarnos así a Jesús es una tarea fuerte, aunque sabemos que no imposible, porque para Dios nada hay imposible y si queremos emprender esa tarea sabemos que Dios está con nosotros.
Precisamente santa Brígida a quien hoy estamos celebrando destaca por esa espiritualidad en torno a la pasión y a la cruz de Cristo. Un biógrafo de la santa decía que ‘no podía pensar en la pasión sin derramar lágrimas y experimentaba una dulzura tal al contemplar las llagas del Salvador, que se sentía a veces abrasada por completo de amor’. Bien nos vendría a nosotros esa más asidua contemplación de la pasión del Señor para mejor sentirnos movidos al amor y a una vida santa meditando todo lo que es la entrega de Jesús por nosotros.
Eso tendría que llevarnos a vivir su vida, a hacer que nuestra vida no sea sino la suya, que sea Cristo quien vive en mí, como decía san Pablo. Pero eso tendría que nacer de esos deseos de estar unidos a Cristo totalmente. Es lo que nos ha dicho el evangelio. Como los sarmientos unidos a la vida para poder tener vida, porque sin Cristo nada podemos hacer, nada podemos ser.
¿Cómo nos unimos a Cristo? Podríamos decir viviendo nuestra espiritualidad bautismal. Desde el Bautismo ya estamos injertados en Cristo para vivir su vida. Pero eso tenemos que hacerlo, vivirlo en el día a día. Ahí tenemos, pues, los sacramentos. Con qué profundidad tendríamos que vivir nuestra Eucaristía de cada día. En ella nos alimentamos de Cristo, que se nos da en el Palabra que se nos proclama, la Palabra que Cristo cada día quiere decirnos; y nos alimentamos en su Cuerpo y Sangre que comulgamos. Con qué devoción, fe, amor tenemos que vivir la Eucaristía. Qué oportunidad más hermosa tenemos. Qué regalo del Señor.
Y por supuesto, nuestra oración personal. Ese vivir en la presencia de Dios, escucharle allá en lo más hondo del corazón, entrar en ese hermoso diálogo de amor con El. Quienes no se tratan no podrán llegar a conocerse profundamente. Y eso nos pasa muchas veces en nuestra relación con el Señor. Por eso es tan importante la oración en la vida del cristiano. Con qué fe y con que amor hemos de saber venir al encuentro con el Señor. No nos puede faltar. Tiene que ser algo que sepamos vivir con toda intensidad. Cuántas cosas podríamos y tendríamos que decir. Que nazca ese deseo profundo en nuestro corazón y lleguemos a ese convencimiento serio y sincero que sin ese encuentro vivo con el Señor en nuestra oración no podremos llegar a vivir plenamente su vida.

jueves, 22 de julio de 2010

¿Qué has visto de camino, María, en la mañana?


2Cor. 5, 14-17;
Sal. 62;
Jn. 20, 1-2.11-18

‘¿Qué has visto de camino, María, en la mañana? A mi Señor glorioso, la tumba abandonada, los ángeles testigos, sudarios y mortaja’. Así le pregunta a María Magdalena el hermoso himno de la secuencia de pascua cuyo versículo hoy ha entresacado la liturgia en la aclamación del aleluya del Evangelio.
Celebramos a santa María Magdalena. Allí junto a la cruz estaba con María, la madre de Jesús y otras mujeres, sería la última quizá en abandonar el lugar de la sepultura porque ‘las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea, lo iban observando todo de cerca y se fijaron en el sepulcro y en el modo en que habían colocado el cadáver; después volvieron y prepararon aromas y ungüento’, para la mañana del primer día de la semana y ‘el sábado descansaban, según el precepto’.
Ahora había sido la primera, como nos narra Juan, en acercarse ‘al sepulcro al amanecer cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro’. Grande era su dolor como grande había sido su amor. Había llorado sus pecados y el Señor había expulsado siete demonios de ella, como nos narra el evangelio de Marcos. Había seguido a Jesús desde Galilea y había sido testigo de su muerte en la cruz porque tuvo la valentía de acercarse hasta el calvario y hasta el pie de la cruz. Ahora iba a ser la primer testigo y misionera de la resurrección.
Hemos escuchado el relato en el evangelio. ‘¿Por qué lloras?’ Lloraba de amor y lloraba porque no sabía ni qué habían hecho con el cuerpo de su Señor. ‘Si tú te lo has llevado, dímelo donde lo has puesto y yo lo recogeré’. Sus lágrimas cegaban sus ojos y no fue capaz de reconocerlo. ¿Era el encargado del huerto? Basta una palabra para que sus oscuridades se disipen. ‘¡María!’ La llamaba por su nombre. Qué bien conocía su voz. ‘¡Maestro!’
El Señor que la llamaba por su nombre. El Señor que nos llama también tantas veces por nuestro nombre. ¿Reconoceremos su voz? ¿Cuánto es el amor que le tenemos? ¿No nos ha perdonado El también tantas veces y nos ha arrancado de las garras del mal? ¿Por qué nos cuesta reconocer su voz? Es cierto que nuestros ojos están turbios, si no por las lágrimas del arrepentimiento y del dolor como Magdalena, muchas veces porque los hemos cegados prefiriendo las tinieblas a la luz. ¿No necesitaremos que crezca más y más nuestro amor reconociendo cuánto ha hecho por nosotros?
Que seamos capaces de ver la luz de Cristo resucitado. Que se despierte nuestra fe, que explosione nuestro corazón de amor, como María Magdalena. Es el mensaje, es la lección que hoy debemos de tomar de María Magdalena, para que sigamos al Señor con toda valentía; para que como Magdalena nos convirtamos también en sus testigos y en sus misioneros. ‘Ve y dile a mis hermanos…’, le encarga Jesús que trasmita el mensaje, la noticia. ‘Y María Magdalena fue y anunció a los discípulos: He visto al Señor y me ha dicho esto’.
Pedimos hoy con la liturgia que con la intercesión de María Magdalena que tuvo la misión de anunciar a los discípulos la alegría pascual, así también nosotros tengamos la dicha de anunciar siempre a Cristo resucitado y verle un día glorioso en el Reino de los cielos. No necesitamos ir ya nosotros al sepulcro porque sabemos que está vacío. Desde María Magdalena, la primer testigo y misionera, junto con los apóstoles y toda la fe de la Iglesia tenemos la certeza de que Cristo está resucitado. Allá en lo hondo de nuestro corazón también nosotros lo sentimos vivo. Y también nosotros tenemos que ser testigos y misioneros. Que resplandezca nuestra vida de testigos para que al resplandor de esa luz muchos lleguen también hasta Jesús.

miércoles, 21 de julio de 2010

Recibí esta palabra del Señor… el ardor y el coraje del profeta

Jer. 1,1.4-10;
Sal. 70;
Mt. 13, 1-9

‘Recibí esta palabra del Señor’, lo vamos a oír repetir muchas veces, casi como estribillo, en toda la profecía de Jeremías. Nos quiere decir algo importante. El profeta no lo es por sí mismo, sino que se siente arrebatado por la Palabra del Señor, palabra que no puede callar que tendrá que proclamar en todo momento.
El profeta incluso se resiste porque se siente débil, como un niño indefenso que no sabe hablar. Pero ha recibido esa palabra del Señor y no puede callarla. La tarea no es fácil, incluso lo llamarán en algún momento profeta de calamidades y desgracias, pero el profeta tiene que mirar con la visión de Dios y desde ahí hacer una lectura de la historia, de los acontecimientos, de lo que está sucediendo en medio del pueblo. Aunque no guste a los que le escuchan pronunciará esa palabra, aunque lo persigan y lo lleven hasta la muerte tendrá que anunciar esa palabra recibida.
Para eso lo llamó el Señor, para eso lo escogió incluso desde el seno de su madre. Lo vemos en la vocación de todos los profetas y lo vemos hoy claramente en la vocación de Jeremías. ‘Antes de formarte en el vientre te escogí, antes de que salieras del seno de tu madre, te consagré, te nombre profeta…’ Y aunque se sienta débil y no sepa hablar tendrá que pronunciar esa palabra del Señor que ha recibido. Pero no estará sólo. ‘No digas soy un muchacho, que adonde yo te envíe allí irás, y lo que yo te mande, lo dirás; no tengas miedo, que yo estoy contigo para librarte…’ Como diríamos en el salmo ‘en el vientre materno ya me apoyaba en ti, en el seno, tú me sostenías; mi boca contará tu auxilio y todo el día tu salvación’.
Es la misión del predicador de todo tiempo; es la misión del que tiene que anunciar hoy la Palabra de Dios. Y no es tarea fácil. Pero así tenemos que sentirnos cogidos por el Señor, por esa Palabra de Dios que nosotros los primeros tenemos que recibir para poder luego trasmitir.
Hacen falta profetas hoy. Profetas que sepamos leer también la historia con esos ojos de Dios para poder trasmitir con ardor y valentía esa Palabra que recibimos de Dios. Repito, no es tarea fácil y no siempre sabemos hacerlo; quizá porque no nos dejamos arrebatar lo suficiente por esa Palabra de Dios que tiene que ardernos en el corazón, quemarnos en nuestras entrañas como lo sentían los profetas. No es tarea fácil porque tampoco encontramos un mundo que quiera acoger esa Palabra, más bien, nos encontraremos oposición, como siempre la encontraron los profetas.
Por eso, aunque mi misión ahora es trasmitiros esa Palabra del Señor, sin embargo me atrevo a pediros vuestra oración, la oración del pueblo cristiano, del pueblo creyente para que así podamos sentir nosotros en nuestra vida esa fuerza del Espíritu del Señor y nos dejemos guiar por El para anunciaros la auténtica Palabra de la verdad, la auténtica Palabra de Dios. La necesitamos porque necesitamos la fortaleza del Señor.
Decíamos antes que se necesitan profetas hoy en medio de nuestro mundo, en nuestra Iglesia. Pues pedidlo al Señor en vuestra oración. Que quienes tenemos la misión del anuncio de la Palabra de Dios, de sembrar esa semilla en el nombre de Jesús, como nos dice hoy el evangelio con la parábola del sembrador, seamos lo suficientemente santos para que podamos hacerlo y hacerlo con el fruto que quiere el Señor. Que tengamos esa valentía y ese coraje de los profetas porque así nos sintamos cogidos por la Palabra y llenos del Espíritu. Rezad al Señor por nosotros, por la Iglesia, para que la Iglesia sea esa Iglesia profética en medio del mundo.

martes, 20 de julio de 2010

Estos son mi hermano, mi hermana y mi madre…

Miqueas, 7, 14-15.18-20;
Sal. 84;
Mt. 12, 46-50

‘¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?’, se pregunta Jesús. En pocas palabras podemos resumir el mensaje del evangelio diciendo que Jesús viene a mostrarnos quienes y cómo formamos su nueva familia. La ocasión viene motivada porque mientras está hablando a la gente vienen a decirle que su madre y sus hermanos están fuera esperándole.
Aclarar lo que creo que entendemos todos y es que cuando en el lenguaje bíblico se está hablando de hermanos como en este caso lo que se está haciendo es una referencia a los familiares, no sólo a los hijos del mismo padre y madre. También nosotros empleamos ese sentido cuando nos referimos a un pariente muy querido del que decimos que es como un hermano para nosotros. Es un texto que muchas veces se ha utilizado para originar controversias y debates sobre si Jesús tuvo más hermanos, María tuvo otros hijos sin ser Jesús, pero no vamos a entrar ahora en ese aspecto. Valga lo comentado.
‘¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y señalando con la manos a los discípulos, dijo: Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre’. Está, sí, la familia a la que nos unen los lazos de la sangre. Pero con Jesús nace una nueva familia, la familia de quienes formamos el Reino de Dios; la familia de los que en verdad reconocen a Dios como Padre y como único Señor de su vida; la familia de los hijos de Dios; la familia de los que creyendo en Jesús vivimos en un nuevo sentido de amor y de fraternidad que nos une con los lazos más profundos; la familia de los que nos hemos dejado inundar por el Espíritu de Jesús para llenarnos de su nueva vida, esa vida que nos hace hijos de Dios; la familia, entonces, de los que queremos plantar en nuestro corazón y nuestra vida la palabra de Dios para cumplirla, para vivirla, para hacerla el único sentido y valor de nuestra existencia.
Por una parte podemos recordar otro texto del evangelio en cierto modo semejante. Una mujer anónima de entre el pueblo bendice y alaba a la madre que dio tal hijo ‘bendito el vientre que te llevó y los pechos que te alimentaron’, pero Jesús exclamará ‘dichosos, más bien, los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen’. Los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen, plantándola en su vida, se parecen, se asemejan a María; hoy nos dice los que escuchan la Palabra y la cumplen, son como María, son su madre y su hermano y su madre.
Nosotros, los que creemos en Jesús, aquellos de los que dice el evangelio de Juan ‘a cuantos le recibieron, a todos aquellos que creen en su nombre, les dio poder para ser hijos de Dios. Estos son los que no nacen por vía de generación humana, ni porque el hombre lo desee, sino que nacen de Dios’ somos esa nueva familia de Jesús desde que nacimos para El por el agua y el Espíritu en el Bautismo.
Pero que no lo seamos solamente porque se haya realizado un rito en nosotros, sino porque en verdad nosotros le hayamos dado ese Sí total de toda nuestra vida a la Palabra de Dios, porque la escuchemos y la plantemos en nuestro corazón. Que entonces por la fuerza del Espíritu nos sintamos transformados, nos sintamos hijos, nos sintamos miembros del Reino de Dios, familia de Jesús.
Escucha, pues, con atención la Palabra de Dios que llega a tu vida, plántala en tu corazón, conviértela en la única razón de tu existir.

lunes, 19 de julio de 2010

Respeta el derecho, ama la misericordia y sé humilde ante Dios

Miqueas, 7, 14-15.18-20;
Sal. 84;
Mt. 12, 38-42

‘Pueblo mío, ¿qué te hice? ¿en qué te molesté?’ Un texto que nos recuerda los improperios del viernes santo y que viene a ser cómo un diálogo que se establece entre Dios y su pueblo a través del profeta. Estamos escuchando al profeta Miqueas en la primera lectura en este sistema de lecturas continuadas y escogidas que nos ofrece la liturgia a través de los diferentes ciclos para tener un conocimiento más completo del conjunto de la Biblia; aún mañana volveremos a escuchar al profeta Miqueas.
Un improperio, una pregunta de parte de Dios que le recuerda al pueblo cómo el Señor lo liberó y lo sacó de Egipto enviándoles a Moisés, a Aarón y a Miriam, la hermana de Moisés. Una lista grande de cosas tendría que recordar el pueblo de Dios de ese actuar del Señor con él. Es toda la historia de la salvación vivida en su propia historia. Una pregunta que le hace al pueblo recordar cómo no han respondido con fidelidad a la fidelidad de Dios y sintiéndose pecador ahora no sabe qué puede ofrecer a Dios al acercarse a la purificación.
¿Holocaustos? ¿sacrificios de animales? ¿Qué pueden ofrecer a Dios para agradarle? Aparece en las preguntas hasta la posibilidad de los sacrificios humanos como era normal en aquellos pueblos primitivos que rodeaban a Israel. Pero no es eso lo que agrada al Señor, lo que pide el Señor.
‘Te he explicado, hombre, el bien, lo que Dios desea de ti; simplemente que respetes el derecho, que ames la misericordia y que andes humilde con tu Dios’. Como se nos diría en el salmo ‘tus sacrificios y holocaustos están siempre ante mí’; pero no será eso lo que sea acepto al Señor. ‘El que me ofrece acción de gracias, ése me honra; al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios’.
Nos pide el Señor justicia, santidad en nuestra vida, rectitud en nuestro obrar. ¿Quién puede hospedarse en la tienda del Señor?, nos preguntábamos con el salmo recitado el domingo. ‘El que procede honradamente y practica la justicia, el que tiene intenciones leales’ y obra en todo momento el bien alejando la maldad de su corazón. Caminar por el camino de la justicia, seguir la senda recta que nos conduce hasta Dios, es caminar por caminos de santidad.
Pero nos dice más el profeta Miqueas, ‘que ames la misericordia y andes humilde ante Dios’. Amar la misericordia que es reconocer humilde y gozosamente la misericordia que el Señor nos tiene. Cuánto tenemos que reconocer del amor de Dios en nuestra vida. Pero amar la misericordia es vivir en misericordia, llenar nuestro corazón de misericordia, actuar con misericordia para con los demás.
Algunas veces parece que nos cuesta actuar así porque parecemos mas justicieros que misericordiosos. ‘Los que son misericordiosos alcanzarán misericordia’, nos dice la bienaventuranza. Pero es que quien ha experimentado la misericordia y el amor de Dios en su vida ¿no tendrá que actuar y vivir siempre con misericordia para con los demás? ¡Cuánto tendríamos que recordar también nosotros en nuestra propia historia personal! Por eso le hemos pedido al Señor con el salmo. ‘Muéstranos, Señor, su misericordia’.
Es la gran señal que nos da Jesús. Los letrados y fariseos le piden señales cuando tantos milagros habían contemplado. Pero la señal que les da Jesús será su propia muerte y resurrección. ‘No se les dará más signo que el del profeta Jonás…’ en referencia a su propia muerte y resurrección.

domingo, 18 de julio de 2010

No pases de largo junto a tu siervo


Gén. 18, 1-10;
Sal. 14;
Col. 1, 24-28;
Lc. 10, 38-42

‘Abrahán, al verlos, corrió a su encuentro desde la puerta de la tienda… si he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo’. Así escuchábamos el relato del Génesis. ‘Jesús mientras iba de camino entro en una aldea y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa’, nos dice el Evangelio. Y allí, Marta y María, cada una a su manera acogen y reciben a Jesús en su casa.
Al escuchar estos dos textos se nos está sugiriendo la hermosa virtud de la acogida y de la hospitalidad. Sin hacernos demasiadas consideraciones pensamos lo hermoso que es la hospitalidad con la que podemos y tendríamos que sabernos acoger los unos a los otros y decimos que queremos ser hospitalarios y acogedores con los demás. Nos parece lo más correcto en una buena educación y lo más humano en una relación mutua entre unos y otros.
Pero si os digo a continuación que añoro aquellos tiempos en que nuestras casas estaban siempre abiertas, las puertas no se cerraban nunca, los vecinos entrábamos con toda confianza y libertad en las casas de los unos y de los otros, e igual recibíamos a cualquiera que pasara por nuestra puerta, seguro que enseguida decimos, es que eso era en otros tiempos, con los tiempos que corren ya no podemos actuar así ni tener abiertas las puertas de nuestras casas de la misma manera, ahora no sabemos de quién nos podemos fiar.
Pero, ¿queremos ser acogedores y hospitalarios sí o no? ¿Es cuestión de corrección, de educación, de humanidad o tiene que ser algo más?¿Cómo vamos a entender esa hospitalidad? No me atrevo a decir si es cuestión o no de abrir o cerrar puertas, pero creo que sí podemos constatar que hoy andamos en la vida muy llenos de desconfianzas. Serán o no serán las puertas de nuestras casas las que permanecen abiertas o cerradas, pero creo que lo que verdad tiene que interrogarnos es si es nuestro corazón el que está de alguna manera cerrado por esa desconfianza.
Sí, desconfianzas… aparecen muchas en la vida: al que no conocemos, al que nos parece forastero, al que no es de los nuestros, al que tiene la piel de otro color, al que es un inmigrante y no sabemos ni de donde viene, al que nos parece sospechoso por su aspecto, al que es de tal o cual condición… no vamos a seguir pero son tantos los ‘peros’ que vamos poniendo como murallas entre unos y otros que nos impiden o distancian nuestra relación mutua. Pienso que es bueno que nos hagamos esta reflexión a la luz de lo que la Palabra de Dios hoy nos sugiere. Pero una reflexión que tenemos que hacernos con los pies bien sobre la tierra pero con los oídos del corazón bien abiertos a lo que el Señor quiera decirnos o pedirnos.
Nos podíamos quedar en nuestra reflexión en pensar en esa acogida como una relación con Dios; Dios que viene a nosotros y al que tenemos que saber escuchar y acoger en nuestra vida. El texto del Evangelio contemplando a María a los pies de Jesús escuchándole nos puede hacer pensar en esa escucha que tenemos que saber hacer de Dios en nuestro corazón. Y muchas veces hemos querido hacer demasiadas distinciones y diferencias entre la manera de acoger Marta a Jesús en su casa y la manera de hacerlo María. No tendríamos, por supuesto, que enfrentar posturas, sino más bien conjuntar.
Por otra parte sabemos que el encuentro que Abrahán tiene con aquellos tres caminantes es un encuentro con Dios que se le manifiesta. Además de entrada el texto ha dicho ‘El Señor se apareció a Abrahán junto a la encina de Mambré’. Mucho podríamos reflexionar por ese camino.
Pero tenemos que reconocer y descubrir cómo Dios sigue viniendo al encuentro del hombre hoy, y cómo nosotros hemos de saber acogerle. Es cierto que son los Sacramentos, que será su Palabra proclamada y contenida en la Biblia; pero no olvidemos cómo Jesús nos enseña cómo también tenemos que saber descubrirle a El en los demás, porque ‘todo lo que hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos a mi me lo hicisteis… tuve hambre… tuve sed… era forastero… estuve desnudo… enfermo y en la cárcel…’ que nos dice Jesús.
Creo que entonces sí podremos reconocer que lo que hablábamos al principio de la hospitalidad y la acogida no está tan lejos del espíritu del Evangelio. Y esa acogida y hospitalidad tiene que traducirse en muchos gestos, en muchas posturas, en muchas actitudes de las que tenemos que llenar nuestro corazón
¿Qué podemos ofrecer al que llega a las puertas de nuestra vida? Algunas veces nos puede parecer más fácil el dar cosas, aunque nos duela en ocasiones rascar nuestros bolsillos para dar de lo nuestro, sin embargo podemos preferirlo por más cómodo o menos comprometido. Nos tenemos que dar cuenta que quien llega a nosotros es una persona, quizá, es cierto, con unas necesidades materiales que podremos o no resolvérselas; pero esa persona con su vida es algo más que unas necesidades materiales.
Abrahán ofreció sombra junto al árbol de Mambré, agua y una hogaza de pan para descansar y recuperar fuerzas; Marta y María la acogida de su casa, los preparativos necesarios de una mesa servida con amor, el silencio de una escucha para que Jesús se sintiera a gusto en aquel hogar. Bien significativo todo eso para nosotros.
Por eso una verdadera acogida, un verdadero espíritu de hospitalidad tiene que pasar por la acogida a la persona, por el respeto que le manifestemos, por el tiempo que sepamos dedicarle para escucharle sin dar por sentado que ya nos sabemos sus problemas o necesidades, por ese silencio que sepamos hacer en nosotros o en nuestros pequeños problemas para atender atentamente a quien llega a nosotros, por el afecto que seamos capaces de tener en nuestro corazón y mostrarlo con nuestros gestos, con nuestra sencillez, con nuestra cercanía, por esa apertura de nuestro espíritu sea quien sea aquel con quien nos encontremos para no hacer diferencias ni distinciones a las que tan acostumbrados estamos. Es una forma de abrir las puertas de nuestra vida, de nuestro corazón para dejar que el otro llegue a nuestro lado y se pueda sentir a gusto con nosotros.
Todo eso, que podemos decir, está en un plano humano, sin embargo para nosotros desde nuestra fe se trasciende, se eleva a otros niveles y categorías. Porque en nuestra fe sabemos quien es en verdad el que llega a nosotros y al que tenemos que acoger. Es lo que antes recordábamos de lo que nos dice Jesús que todo lo que le hagamos al otro a El se lo hacemos, que toda esa acogida que estamos haciendo al hombre, es acogida que estamos haciendo a Dios que llega a nuestra vida.
‘Si he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo’, le pedía Abrahán a Dios que llegaba a él en el símbolo de aquellos tres personajes. Pero tendríamos que decirnos que no pasemos nosotros de largo nunca junto a ese hermano con el que nos vamos tropezando en los caminos de nuestra vida o que llega a tocar a las puertas de nuestro corazón. Que sepamos ofrecerle esa jarra de agua o ese pedazo de pan de nuestra amistad, nuestro cariño, nuestra acogida, nuestra ayuda, nuestra escucha, en una palabra, nuestro amor.