Gál. 2, 19-20;
Sal. 13;
Jn. 15, 1-8
Los santos son para nosotros espejos en los que hemos de mirarnos para ayudarnos a descubrir las altas metas a las que estamos llamados por ser cristianos seguidores de Jesús. Tenemos el peligro de vivir como embotados en medio del ajetreo de la vida de cada día y muy preocupados por esas realidades humanas y terrenas en medio de las cuales estamos perder ese norte, olvidarnos de esas metas y simplemente dejarnos arrastrar por la vida sin esos ideales que en verdad nos tendrían que hacer grandes.
Cuando contemplamos la vida de los santos tendríamos que sentirnos elevados, impulsados a darle ese sentido profundo a nuestra vida, a poner esos ideales y esas metas en nuestro corazón, a sentir el deseo de vivir esa santidad que ellos en su vida nos reflejan que no es otra que la santidad de Dios que todos estamos llamados a vivir.
Nos tendríamos que preguntar con toda seriedad si lo que hemos escuchado hoy en la carta de san Pablo a los Gálatas en verdad es deseo, meta e ideal de nuestra vida. ‘Estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí’. Es cierto que no es fácil. Lo que nos suene a pasión y a cruz nos cuesta aceptarlo en nuestra vida. Asemejarnos así a Jesús es una tarea fuerte, aunque sabemos que no imposible, porque para Dios nada hay imposible y si queremos emprender esa tarea sabemos que Dios está con nosotros.
Precisamente santa Brígida a quien hoy estamos celebrando destaca por esa espiritualidad en torno a la pasión y a la cruz de Cristo. Un biógrafo de la santa decía que ‘no podía pensar en la pasión sin derramar lágrimas y experimentaba una dulzura tal al contemplar las llagas del Salvador, que se sentía a veces abrasada por completo de amor’. Bien nos vendría a nosotros esa más asidua contemplación de la pasión del Señor para mejor sentirnos movidos al amor y a una vida santa meditando todo lo que es la entrega de Jesús por nosotros.
Eso tendría que llevarnos a vivir su vida, a hacer que nuestra vida no sea sino la suya, que sea Cristo quien vive en mí, como decía san Pablo. Pero eso tendría que nacer de esos deseos de estar unidos a Cristo totalmente. Es lo que nos ha dicho el evangelio. Como los sarmientos unidos a la vida para poder tener vida, porque sin Cristo nada podemos hacer, nada podemos ser.
¿Cómo nos unimos a Cristo? Podríamos decir viviendo nuestra espiritualidad bautismal. Desde el Bautismo ya estamos injertados en Cristo para vivir su vida. Pero eso tenemos que hacerlo, vivirlo en el día a día. Ahí tenemos, pues, los sacramentos. Con qué profundidad tendríamos que vivir nuestra Eucaristía de cada día. En ella nos alimentamos de Cristo, que se nos da en el Palabra que se nos proclama, la Palabra que Cristo cada día quiere decirnos; y nos alimentamos en su Cuerpo y Sangre que comulgamos. Con qué devoción, fe, amor tenemos que vivir la Eucaristía. Qué oportunidad más hermosa tenemos. Qué regalo del Señor.
Y por supuesto, nuestra oración personal. Ese vivir en la presencia de Dios, escucharle allá en lo más hondo del corazón, entrar en ese hermoso diálogo de amor con El. Quienes no se tratan no podrán llegar a conocerse profundamente. Y eso nos pasa muchas veces en nuestra relación con el Señor. Por eso es tan importante la oración en la vida del cristiano. Con qué fe y con que amor hemos de saber venir al encuentro con el Señor. No nos puede faltar. Tiene que ser algo que sepamos vivir con toda intensidad. Cuántas cosas podríamos y tendríamos que decir. Que nazca ese deseo profundo en nuestro corazón y lleguemos a ese convencimiento serio y sincero que sin ese encuentro vivo con el Señor en nuestra oración no podremos llegar a vivir plenamente su vida.
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