Jer. 7, 1-11;
Sal. 83;
Mt. 13, 24-30
‘¡Qué deseables con tus moradas, Señor de los Ejércitos!’ Es el responsorio del salmo que hoy hemos recitado. ¿A qué nos estamos refiriendo? ¿Es una referencia sólo al templo del Cielo lleno de la inmensidad de la presencia de Dios? ¿Podríamos estarnos refiriendo también a los templos que aquí en la tierra se convierten para nosotros en signos de la presencia de Dios en medio nuestro y donde también en nuestra liturgia cantamos la gloria del Señor, alabamos a Dios?
Una y otra cosa, me atrevo a decir. Es un deseo de Dios. Un deseo de sentirnos en la presencia de Dios, inundados por su gloria, henchidos de su presencia, rebosantes de la alegría de sentirnos en su gloria. La plenitud de esa presencia de Dios, ya sin velos que nos lo oculten, la tendremos en el cielo, donde gocemos en toda plenitud de la gloria de Dios. Es la meta por la que suspiramos, que esperamos alcanzar un día.
Pero, aquí en la tierra, ¿no podemos disfrutar de esa presencia y gloria del Señor? En nuestra fe sabemos que Dios está en todas partes, nada se oculta a su presencia. Pero será sólo con los ojos de nuestra fe con los que podremos vislumbrar y gustar de esa presencia de Dios y siempre aquí en la tierra de manera imperfecta. Ojalá fuera tan grande nuestra fe que nunca dejemos de pensar que estamos en su presencia y que todo lo que hagamos siempre ha de ser para la gloria del Señor.
Sin embargo hay más signos de esa presencia de Dios en medio de nosotros como son nuestros templos y la liturgia que en ellos celebramos con los que anticipadamente de alguna forma queremos participar de la liturgia celestial, nos unimos desde aquí en la tierra a esa liturgia celestial.
Los templos esos lugares que hemos consagrado al Señor para su culto y para que en ellos gustemos de esa presencia especial del Señor. No son nuestros templos un lugar cualquiera como cualquier salón de nuestra casa o cualquier otro edificio que en lo civil hayamos construido. Nuestras templos han sido bendecidos, dedicados o consagrados al culto del Señor y por ello se convierten para nosotros en esos lugares donde podemos gozar de una presencia especial del Señor. Hoy queremos tanto desacralizar todo, que desgraciadamente algunas veces olvidamos ese sentido sagrado que tienen nuestros templos que para eso han sido bendecidos o consagrados.
Y no digamos nada cuando celebramos nuestra liturgia. Con su solemnidad y con su sobriedad y sencillez al mismo tiempo, porque utilizamos elementos y signos humanos porque es lo que tenemos para poder expresar lo que llevamos en el corazón, cuando estamos viviendo una celebración litúrgica, ya sea la Eucaristía o cualquier otro sacramento, ahí estamos pregustando esa gloria del cielo.
Nos unimos a los ángeles y a los santos, nos unimos a todos los coros celestiales, queremos cantar la alabanza y la gloria del Señor. Fijémonos cómo lo vamos expresando en la liturgia con nuestras palabras, nuestros signos y gestos, nuestros ritos, nuestros cantos. Todo nos habla de la gloria de Dios. Todo lo queremos hacer para cantar la gloria del Señor. Todo lo queremos hacer en alabanza y bendición a Dios.
‘Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor; mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo… dichosos los que viven en tu casa alabándote siempre… vale más un día en tus atrios… prefiero el umbral de la casa de Dios…’ así hemos ido diciendo hoy en el salmo.
Pero nos queda una cosa que reflexionar, uniéndolo a lo que hemos escuchado hoy al profeta. Ese culto que queremos dar a Dios en el templo del Señor tiene que ser con un corazón limpio y puro; no podemos mezclar nuestras malas conductas, nuestros crímenes e injusticias con el culto que le queramos dar a Dios, porque no sería agradable al Señor y no nos lo aceptaría. Es a lo que nos ha invitado el profeta Jeremías hoy y merecería un más amplio comentario. Pero tratemos nosotros de purificar nuestro corazón cuando nos acercamos al Señor para darle culto para que en verdad podamos sentirnos en su presencia y disfrutar de la gloria del Señor.
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