Rom. 8, 1-11;
Sal. 23;
Lc. 13, 1-9
Algo desagradable y considerado sacrílego había sucedido en el templo. En alguna revuelta de galileos contra el poder romano que no reconocían – eran normales y constantes estas revueltas - y al ser reprimidos por el gobernador romano Pilatos dicha revuelta habían muerto algunos dentro del templo lo que era considerado como sacrílego. Para un judío eso era mezclar la sangre humana con la de los sacrificios.
Vienen a contárselo a Jesús. Y Jesús aprovecha la circunstancia para hacernos reflexionar y aprendamos la lección en lo sucedido a los demás. ‘¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores porque acabaron así?’ Estaba también el concepto, que quizá hoy se siga manteniendo en una religiosidad no suficientemente madura y clarificada, de que si algo malo le sucedía a alguien era como un castigo divino por su pecado.
Les recuerda Jesús un accidente que con toda probabilidad había sucedido recientemente en el que diez y ocho personas murieron aplastadas al caer la torre de la fuente de Siloé. Recordemos la fuente a donde Jesús envió al ciego de nacimiento para que se lavase y se curase. Les pregunta Jesús lo mismo ‘¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén?’ En una y otra ocasión Jesús les repite lo mismo. ‘Os digo que si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera’.
Ayer reflexionábamos sobre la reflexión que con ojos de fe hemos de saber hacer de cuanto nos sucede o sucede a nuestro alrededor para descubrir la acción y la presencia de Dios. Podemos decir que hoy el evangelio abunda en el mismo sentido. Hemos de saber descubrir las llamadas de Dios, la invitación que el Señor continuamente nos hace a la conversión también a partir de lo que sucede a los demás. No pensamos simplemente en castigos, sino en invitación del Señor a la conversión.
Una invitación a que demos frutos como nos viene a decir en la parábola que propone a continuación. Dios espera pacientemente de nosotros frutos de conversión y de obras buenas. Y es paciente la espera del Señor. ‘Déjala, Señor, todavía este año; yo cavaré alrededor y la abonaré a ver si da fruto…’ le dice el viñador. Podemos decir que eso que contemplamos en los demás son riegos de gracia para nuestra vida. Invitaciones que nos hace el Señor. Y la invitación que nos hace el Señor va siempre acompañada de su gracia.
Esa mirada de fe que vamos haciendo a nuestra vida tiene que ser para nosotros una interpelación, un preguntarnos por dentro con toda sinceridad por la respuesta que nosotros vamos dando al Señor. No nos vayamos a hacer oídos sordos a sus llamadas; no vayamos a cerrar nuestros ojos, los ojos del alma, para no ver cómo se nos manifiesta y se acerca a nosotros; no vamos a endurecer nuestro corazón ante la gracia de Dios. ‘No endurezcáis el corazón como vuestros padres allá en el desierto’, hemos escuchado muchas veces.
Cuánto tendríamos que darle gracias al Señor continuamente por tanto amor como nos manifiesta. Es lo que hemos de saber reconocer. No nos podemos cansar de considerar cuánto nos ama el Señor. Cómo el Señor nos concede la fuerza y la gracia de su Espíritu que nos llena de vida, como nos decía san Pablo en la carta a los Romanos. ‘El Espíritu de Dios habita en vosotros… y si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros’.
El Espíritu divino que nos vivifica, nos santifica, nos llena de gracia, nos hace dar frutos de vida eterna.