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sábado, 22 de octubre de 2011

Dios espera pacientemente de nosotros frutos de conversión y de obras buenas


Rom. 8, 1-11;

Sal. 23;

Lc. 13, 1-9

Algo desagradable y considerado sacrílego había sucedido en el templo. En alguna revuelta de galileos contra el poder romano que no reconocían – eran normales y constantes estas revueltas - y al ser reprimidos por el gobernador romano Pilatos dicha revuelta habían muerto algunos dentro del templo lo que era considerado como sacrílego. Para un judío eso era mezclar la sangre humana con la de los sacrificios.

Vienen a contárselo a Jesús. Y Jesús aprovecha la circunstancia para hacernos reflexionar y aprendamos la lección en lo sucedido a los demás. ‘¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores porque acabaron así?’ Estaba también el concepto, que quizá hoy se siga manteniendo en una religiosidad no suficientemente madura y clarificada, de que si algo malo le sucedía a alguien era como un castigo divino por su pecado.

Les recuerda Jesús un accidente que con toda probabilidad había sucedido recientemente en el que diez y ocho personas murieron aplastadas al caer la torre de la fuente de Siloé. Recordemos la fuente a donde Jesús envió al ciego de nacimiento para que se lavase y se curase. Les pregunta Jesús lo mismo ‘¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén?’ En una y otra ocasión Jesús les repite lo mismo. ‘Os digo que si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera’.

Ayer reflexionábamos sobre la reflexión que con ojos de fe hemos de saber hacer de cuanto nos sucede o sucede a nuestro alrededor para descubrir la acción y la presencia de Dios. Podemos decir que hoy el evangelio abunda en el mismo sentido. Hemos de saber descubrir las llamadas de Dios, la invitación que el Señor continuamente nos hace a la conversión también a partir de lo que sucede a los demás. No pensamos simplemente en castigos, sino en invitación del Señor a la conversión.

Una invitación a que demos frutos como nos viene a decir en la parábola que propone a continuación. Dios espera pacientemente de nosotros frutos de conversión y de obras buenas. Y es paciente la espera del Señor. ‘Déjala, Señor, todavía este año; yo cavaré alrededor y la abonaré a ver si da fruto…’ le dice el viñador. Podemos decir que eso que contemplamos en los demás son riegos de gracia para nuestra vida. Invitaciones que nos hace el Señor. Y la invitación que nos hace el Señor va siempre acompañada de su gracia.

Esa mirada de fe que vamos haciendo a nuestra vida tiene que ser para nosotros una interpelación, un preguntarnos por dentro con toda sinceridad por la respuesta que nosotros vamos dando al Señor. No nos vayamos a hacer oídos sordos a sus llamadas; no vayamos a cerrar nuestros ojos, los ojos del alma, para no ver cómo se nos manifiesta y se acerca a nosotros; no vamos a endurecer nuestro corazón ante la gracia de Dios. ‘No endurezcáis el corazón como vuestros padres allá en el desierto’, hemos escuchado muchas veces.

Cuánto tendríamos que darle gracias al Señor continuamente por tanto amor como nos manifiesta. Es lo que hemos de saber reconocer. No nos podemos cansar de considerar cuánto nos ama el Señor. Cómo el Señor nos concede la fuerza y la gracia de su Espíritu que nos llena de vida, como nos decía san Pablo en la carta a los Romanos. ‘El Espíritu de Dios habita en vosotros… y si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros’.

El Espíritu divino que nos vivifica, nos santifica, nos llena de gracia, nos hace dar frutos de vida eterna.

viernes, 21 de octubre de 2011

Una mirada con ojos de fe para descubrir los signos de Dios


Rom. 7, 18-25;

Sal. 118;

Lc. 12, 54-59

Nuestros mayores, y sobre todo la gente del campo, eran muy observadores para saber analizar las señales del tiempo climático. La necesidad quizá para saber de siembras y de cosechas les hacía estar observando esas señales del buen tiempo o del mal tiempo, y era además una sabiduría que se trasmitía de generación en generación. Hoy nos fiamos más científicamente de los pronósticos que nos puedan hacer los metereólogos, y quizá nos preocupamos menos de hacer nuestra propia lectura de esas señales. Estamos muy atentos a los que nos pueda decir el hombre del tiempo en las noticias de la televisión.

Bueno, Jesús hace referencia a esto hoy en el evangelio pero para echarnos en cara que atentos quizá a esos signos del tiempo climático, sin embargo luego no sabemos descubrir, leer e interpretar los verdaderos signos de los tiempos; aquellas señales que Dios va poniendo en nuestra vida, a través de los acontecimientos, para que sepamos descubrir su presencia y escuchar en el corazón lo que El quiere decirnos.

Si decíamos antes que nuestros mayores estaban atentos a esas señales climatológicas, en el sentido de lo que nos dice Jesús hemos de aprender a estar atentos a esas señales de Dios. Ese estar atentos nos exige ojos de fe para mirar la vida, empezando por nuestra propia vida. Necesitamos una mirada creyente porque es la que nos hará descubrir a Dios. Necesitamos una mirada creyente que sepamos hacer desde lo más hondo de nosotros mismos con humildad y con mucho amor.

Creo que María, la Virgen, nos enseña mucho en este sentido. Mereció ser llamada dichosa por su fe. Pero era una fe madura, una fe madura en honda reflexión, una fe con la que le daba hondura a su vida, una fe que le hacía sentir a Dios y escuchar su Palabra en lo más hondo del corazón. Recordamos lo que nos repite el evangelista varias veces; cómo María todo aquello que iba sucediendo y que muchas veces quizá incluso le costaba entender, ella lo iba guardando en el corazón.

No era solo guardarlo como un recuerdo, sino era una reflexión y una meditación profunda que ella iba haciendo de todo aquel acontecer dentro de si. Una reflexión y una meditación hecha con ojos de mujer creyente, con ojos de fe. La memoria, el recuerdo reflexionado de cuanto acontecía le hacía descubrir los designios de Dios.

Leer los signos de los tiempos, entonces, es ese rumiar todo aquello que nos va aconteciendo para hacerlo pasar todo por el tamiz de la fe, el filtro de la fe. Y lo hacemos en oración; y lo hacemos confrontando la Palabra de Dios con nuestra vida. Miramos nuestra vida, miramos alrededor cuanto sucede, y ante Dios, en su presencia, nos preguntamos por su sentido, por su significado, por lo que el Señor quiere decirnos a través de esas cosas.

Y el recuerdo, la memoria de cuanto nos ha acontecido anteriormente nos puede servir para mirar con mirada nueva lo que ahora nos va sucediendo; el recuerdo reflexionado de lo que nos ha sucedido nos enseñará a un nuevo actuar en nuestra vida para sacar esa lección que nos lleve a nuevas actitudes, a nuevos y mejores comportamientos.

Ese ejemplo que Jesús nos pone al final del texto de hoy de que cuando te lleven al tribunal procura arreglarte antes mientras vas de camino para no terminar condenado, no es sólo un enseñarnos como siempre tenemos que buscar la paz y el entendimiento, sino que nos está enseñando a sacar lecciones de lo que nos ha sucedido para que aprendamos a actuar de nueva manera. Es la voz del Señor que nos habla en nuestro interior en esa reflexión de cuanto nos ha sucedido.

Aprendamos, pues, a hacer esa mirada reflexiva, esa mirada creyente, con ojos de fe de cuanto nos sucede y aprenderemos a escuchar a Dios en nuestro corazón.

jueves, 20 de octubre de 2011

He venido a prender fuego en el mundo…


Rom. 6, 19-23;

Sal. 1;

Lc. 12, 49-53

Cuando esperamos algun acontecimiento o sabemos que algo importante va a suceder y que puede tener influencia en algun sentido en nuestra vida, en nosotros o en otras personas, andamos inquietos y ansiosos quizá en la incertidumbre del momento que no sabemos cuando, o por las repercusiones que eso que está por suceder va a tener para nosotros o para los demás. Inquietos y con preocupación están estos días nuestros vecinos de la isla del Hierro ante los acontecimientos vulcanológicos que allí se están sucediendo, por poner un ejemplo. O es la inquietud del niño en la víspera del día de Reyes por los regalos que le puedan o no traer los Reyes Magos. O es la ansiedad del enamorado/a cuando va a declarar su amor y no está muy seguro de la respuesta que va a obtener de su amado/a.

Las palabras que hemos escuchado a Jesús hoy en el evangelio son palabras que siempre nos desconciertan en una primera escucha. Pero tendríamos que reconocer que nos están expresando el ansia del corazón de Cristo consciente de la misión a la que ha venido y de todo lo que está por suceder.

‘He venido a prender fuego en el mundo: ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!’, comienza diciéndonos. Es algo grande y maravilloso lo que Jesús nos ofrece. Es el Hijo de Dios que se ha encarnado entre nosotros para hacernos llegar la salvación de Dios, para que en verdad se instaure el Reino de Dios en la vida de los hombres. Fuego que quiere Jesús prender en el mundo y que quiere en verdad que arda porque todos alcancemos esa salvación, porque en verdad se realice esa transformación del corazón de los hombres y de todo nuestro mundo.

Consciente del camino que está haciendo, de la Buena Nueva que nos está proclamando está viendo también la respuesta de los hombres. No arde el corazón de todos los hombres de la misma manera y sabe que eso le lleva a un camino de pasión y muerte. ‘Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!’, exclama Jesús.

Sabemos bien cuál es el sentido de esta palabra, bautismo. Se había sometido al bautismo de Juan pero aquello sólo era una señal y anuncio, porque el verdadero bautismo era su pascua, era su pasión y muerte, con la que en verdad nos traería el perdón de los pecados.

El es el Cordero que se ha de inmolar para quitar el pecado del mundo. Juan así lo había señalado pero ahora vendría la pasión y la muerte redentora. Cuando llegase ese momento exclamaría también, ‘triste está mi alma hasta la muerte… Padre, si es posible que pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya’. Es lo que ahora está expresando Jesús también en el ansia y ardor de su corazón.

Pero sabe también que es un signo de contradicción. Así lo había señalado el anciano Simeón a su madre allá en el templo cuando la presentación. ‘Este niño va a ser motivo de que muchos caigan o se levanten en Israel. Será bandera discutida, signo de contradicción, y a ti misma, le dirá a María, una espada te atravesará el alma; así quedarán al descubierto las intenciones de todos’. Es lo que ahora está Jesús diciendo: ‘¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante una familia estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos…’

Ante Jesús hay que decantarse y muchos lo harán. No todos van a seguirle de la misma manera. A lo largo del evangelio lo vemos, cómo mientras unos lo aclaman otras tramarán para quitarle la vida. Unos exclamarán ‘Hosanna al Hijo de David’, en la entrada en Jerusalén y otros gritarán ‘fuera, fuera, crucificale’, ante el pretorio de Pilatos. Pero eso sigue sucediendo en el día a día de los discípulos de Jesús, ha sido el camino de la Iglesia y el camino de la historia desde que Jesús se ha convertido en verdad en el centro de la historia y del mundo. Historias de persecusiones, de enfrentamientos, de muerte incluso entre hermanos a causa de Jesús.

¿Significa eso que Jesús no ha venido a traer la paz? Fue lo que anunciaron los ángeles en su nacimiento para los hombres de buena voluntad que son amados del Señor. Y será el regalo de pascua que nos haga Jesús cuando en verdad nos sintamos redimidos y salvados. Pero antes también nosotros hemos de pasar por un bautismo como Jesús. Y vienen los tiempos de la pasión, de la incomprensión y de la muerte. Pero sabemos que la victoria final de la paz de Cristo está asegurada. ‘No temáis, yo he vencido al mundo’, nos dirá.

miércoles, 19 de octubre de 2011

Vigilancia y gozosa esperanza: viene el Hijo del Hombre


Rom. 6, 12-18;

Sal. 123;

Lc. 12, 39-48

‘Estad preparados, porque a la hora que menos penséis, viene el Hijo del Hombre’. Una invitación a la esperanza; una invitación a la vigilancia. Viene el Señor a nuestra vida; lo esperamos y estamos vigilantes para su llegada. Una esperanza que nos llena de gozo, porque viene el Señor. Una gozosa esperanza que nos hace sentirnos responsables; no lo podemos esperar de cualquiera manera; hemos de prepararnos y preparar su llegada para que no nos encuentre de improviso. Es la responsabilidad con que vivimos nuestra fe, o la responsabilidad que precisamente nace de esa fe que tenemos en el Señor.

A todos nos invita a la vigilancia, pero señala cómo el criado ha de estar preparado y atento para prestar el servicio que se le requiera, o el administrador tiene que estar vigilante en el cumplimiento de sus deberes; nos señala cómo en la espera no nos podemos descuidar o porque pensemos que tarda en llegar podemos permitirnos hacer lo que queramos. Ya hablábamos de la responsabilidad con que nos hemos de tomar la vida.

Nos está hablando Jesús a todos de esa vigilancia y esperanza, pero ante la pregunta de Pedro – ‘Señor, ¿has dicho esa parábola por nosotros o por todos?’ – nos señala de manera especial a los que tenemos una responsabilidad de servicio en medio de la comunidad; hemos de estar en una vigilancia especial, porque en nuestras manos está el bien de los que nos rodean o de los que se nos han confiado a nuestro cuidado. Por eso, cuando reflexiono sobre estas palabras de Jesús no sólo pienso en lo que pueda compartir con vosotros como un eco de esta Palabra, sino en lo que el Señor a mí también me está pidiendo y a lo que tengo que dar una respuesta personal con mi vida.

‘Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá’, termina diciéndonos hoy Jesús en el evangelio. ¡Cuánto me ha dado el Señor y cuánto ha confiado en mí! Siento esa exigencia de responsabilidad en mi misión, y pido al Señor que me dé fuerzas en todo momento para cumplir con la misión que me ha confiado. Vigilancia, responsabilidad y gozosa esperanza siempre. Es también lo que la comunidad cristiana tiene que apoyar con su oración a los pastores que Dios ha puesto a su lado y que les acompañan en su vida para que nunca les falte la fuerza del Señor.

Pero, como de alguna manera señalábamos ya desde el principio de esta reflexión, estas palabras de Jesús nos llenan de paz y de esperanza. Y es que la vigilancia y atención con que hemos de vivir nuestra vida no significa que lo hagamos con agobio y como si fuera un peso pesado y duro sobre nuestras espaldas. La esperanza, como tantas veces hemos reflexionado, nos llena de gozo en la dicha que esperamos. Y ¿cómo no vamos a tener ese gozo de la esperanza si a quien esperamos que llegue a nuestra vida es el Señor?

Aunque fuera brevemente, podemos conectar también en nuestra reflexión con lo que nos decía la primera lectura de la carta de san Pablo a los Romanos. Es la vigilancia para no dejar que el pecado y el mal se introduzcan en nuestra vida. Como nos dice el apóstol ‘erais esclavos del pecado… y liberados del pecado, os habéis hecho esclavos de la justicia’, de la santidad verdadera. Por eso nos decía ‘que el pecado no siga dominando vuestro cuerpo… no pongáis vuestros miembros al servicio del pecado como instrumentos del mal… ofreceos a Dios como hombres que de la muerte han vuelto a la vida… como instrumentos de bien…’

Es la vigilancia frente a la tentación que nos lleva una y otra vez al pecado. El enemigo tentador quiere esclavizarnos con el mal, pero hemos de vivir la libertad verdadera, porque Cristo nos ha liberado. Y en esa lucha contra el mal contamos siempre con la gracia del Señor. ‘No nos dejes caer en la tentación, líbranos del mal’, le pedimos cada día en nuestra oración. Seguro que si con sinceridad lo hacemos, la gracia del Señor no nos faltará. Seamos en todo momento y siempre ‘instrumentos de bien’.

martes, 18 de octubre de 2011

San Lucas, el cantor de la mansedumbre y la misericordia de Cristo

2Tim. 4, 9-17;

Sal. 144;

Lc. 10, 1-9

‘San Lucas, al darnos su evangelio, nos anunció el Sol que nace de lo alto, Cristo, nuestro Señor’. Así se proclama en una antífona de la Liturgia de las Horas en Laúdes en esta fiesta de san Lucas evangelista que hoy celebramos.

Efectivamente, casi en las primeras páginas del evangelio, en el cántico de Zacarías por el nacimiento de Juan así se nos dice: ‘Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte’. En medio de resplandores de luz nos describirá precisamente el evangelista san Lucas el nacimiento de Jesús. Y el anciano Simeón, también nos lo narra este evangelista, da gracias a Dios por sus ojos han visto al Salvador ‘a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel’.

‘El cantor de la mansedumbre de Cristo’, llama Dante a san Lucas, porque en su evangelio como en ninguno se nos habla de la misericordia de Dios. Ya lo mencionábamos en el cantico de Zacarías ‘por la entrañable misericordia de nuestro Dios’, será igualmente en el cántico de María que bendice al Señor ‘cuya misericordia llega a sus fieles de generación en generación…’ Pero será sobre todo en las parábolas que nos hablan de la misericordia de Dios que nos trasmite de manera especial este evangelista – el hijo pródigo, la oveja perdida, la moneda extraviada, por ejemplo -, o todos los signos, milagros, que nos describe para manifestarnos así cómo es el rostro misericordioso de Dios que se nos manifiesta en Jesús.

O, como hemos pedido en la oración litúrgica de esta fiesta ‘elegiste a san Lucas para que nos revelara tu amor a los pobres’; por eso le pedíamos también lo que ya san Lucas nos describirá en los Hechos de los Apóstoles sobre el espíritu de aquellas primeras comunidades cristianas que ‘a cuantos se glorían en Cristo, vivir con un mismo corazón y un mismo espíritu para atraer a todos los hombres a la salvación’.

Quien nos trasmite la Buena Nueva, el Evangelio, de la misericordia, del amor a los pobres nos está enseñando también cómo ha de ser ese amor en nuestro corazón para todos, pero en especial para con los pobres y los que sufren. La Parábola del Buen Samaritano, única en este evangelio, nos enseña quién es nuestro prójimo y cómo hemos de acoger y tratar a todo prójimo, con amor y misericordia.

‘Para atraer a todos los hombres a la salvación’, decíamos antes que pedíamos y el evangelio de Lucas es lo que nos está enseñando. Primero serán los pobres, los pastores de Belén, a los que se les anuncia la Buena Nueva del nacimiento de Jesús; y serán los magos de oriente, venidos de lejos, los que vienen buscando al recién nacido rey de los judíos porque han visto surgir su estrella en el cielo – el Sol que nace de lo alto – y al que le ofrecerán oro, incienso y mira, reconociendo no solo su humanidad, sino tambien su condición divina de Hijo de Dios que trae la salvación a todos los hombres.

Antes de Pentecostés, ya en el libro de los Hechos, Lucas nos trasladará las palabras de Jesús que anuncian la presencia y la fuerza del Espiritu para que sean testigos no sólo en jerusalén y Judea, sino en Samaría y hasta los confines de la tierra. Pedro, nos narrará Lucas, bautizará al centurión Cornelio en Cesarea y Pablo se dedicará al anuncio de la Buena Nueva del Evangelio a los gentiles.

Cuando estamos celebrando la fiesta de este evangelista, he querido fijarme en algunas de las características del evangelio de Lucas y de los Hechos de los Apóstoles, de los que también es autor, porque quizá son aspectos que necesitamos resaltar en la vivencia de nuestra fe y en el testimonio de nuestra vida cristiana. Ese amor y misericordia de Dios manifestado para con todos, especialmente los pobres y los pecadores, que ha de ser también nuestro anuncio, el anuncio y el testimonio de la Iglesia hoy y que con nuestra vida hemos de proclamar manifestándonos así como verdaderos testigos de Jesús.

Que la intercesión de san Lucas nos ayude a vivir con ese mismo corazón y ese mismo espíritu para atraer a todos por nuestro testimonio a los caminos de la fe y de la salvación.

lunes, 17 de octubre de 2011

Buscar la dicha más grande y que nos hace más felices

Rom. 4, 20-25;

Sal.: Lc. 1, 69-75;

Lc. 12, 13-21

‘Hombre tienes bienes acumulados para muchos años: túmbate, come, bebe y date buena vida…’ ¿Habrá algunos que sigan pensando así? Creo que la experiencia nos dice que sí; pero con sinceridad incluso tendríamos que preguntarnos si acaso de alguna manera nosotros algunas veces no tenemos también esa tentación.

Mala compañía y mala consejera es doña codicia. Cuántos afanes, agobios, preocupaciones por tener, por asegurarnos la vida, decimos; soñamos en que todos los problemas se nos resuelven, y todo lo tendremos asegurado. Y no es ya solo con el fruto de nuestro trabajo, sino que buscamos la suerte, que si nos ganamos la lotería o no sé que juego de azar y nos obsesionamos con las cosas. Cuántos sueños y cuántas frustraciones.

Mala compañía y mala consejera porque nos hace egoístas y ambiciosos, materialistas y encerrados en nosotros mismos, nos ciega y nos impide ver el valor de las cosas que verdaderamente tienen valor. El avaro y codicioso incluso no sabrá disfrutar buenamente de aquellas cosas que posee porque su sueño y ambición es tener y tener y al final ni se dará buena vida por no perder el goce de poseer y tener más y más. Tiene el peligro en su egoísmo de volverse insoportable y hasta de llenar de violencia su vida.

A Jesús le da ocasión el proponernos esta parábola y prevenirnos contra la codicia el hecho de que alguien solicite que Jesús sea juez en un pleito con un hermano a causa de herencias y posesiones. ‘Guardaos de toda clase de codicia’, porque nos llevaría al enfrentamiento incluso entre hermanos, como es el caso. Y les propone la parábola del hombre rico que tiene buena cosecha y ya se piensa que todo lo tiene resuelto. Fijaos que este hombre no habla con nadie, sino consigo mismo; de tal manera se ha encerrado en si mismo a causa de los bienes abundantes que posee.

De sus ambiciosos sueños será una voz quien le despierte para decirle que su vida se termina y todo aquello que ha acumulado ¿de quién será? ¿Nos habremos despertado nosotros alguna vez de nuestros sueños dándonos cuenta de que por mucho que tengamos todo eso un día hemos de dejarlo a un lado?

A estas alturas de la vida – la homilía está dicha en un centro de ancianos – ya tendríamos que habernos dado cuenta de que nada nos valen las cosas sino que habrá algo más importante por lo que afanarnos y procurar. Pero con el paso de los años a pesar de todo tenemos el peligro y la tentación de hacernos cada vez más egoístas y andamos muchas veces peleándonos por minucias y cosas sin importancia. Pero ya escuchamos a Jesús que nos dice, aunque a veces no le hacemos caso: ‘Aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes’.

Ya en otro lugar del evangelio Jesús nos dirá que atesoremos tesoros, no donde los ladrones nos los roben o la carcoma o la polilla los corroa. Y nos habla Jesús del tesoro que hemos de guardar en el cielo. Nos dice cómo terminaremos cuando amasamos riquezas sólo para nosotros mismos y no sabemos ser ricos ante Dios.

Rompamos ese círculo que nos encierra; seamos capaces de abrirnos a los demás y abrirnos a Dios, de pensar más en los demás y de pensar en el Señor. Hay cosas en nuestra relación con los demás que nos dan más hondas satisfacciones que las que esperamos alcanzar en la posesión de las cosas.

Un corazón desprendido siempre será más feliz. El que busca primero que nada la felicidad del que está a su lado aunque uno tenga que olvidarse de sí mismo alcanzará la felicidad más verdadera. El que sabe despertar la sonrisa de un niño, el que hace brillar los ojos de una persona que sufre despertando una nueva ilusión, el que sabe caminar al lado del otro aunque fuera en silencio para ser compañía que mitigue soledades, o simplemente por el gozo de caminar juntos será la persona más feliz del mundo, y lleva en su alma la riqueza más verdadera.

Bueno es que rompamos ese círculo de codicia y de egoísmo para encontrar la dicha y la felicidad más grande en el alma.

domingo, 16 de octubre de 2011

Adoramos a Dios pero nos sentimos comprometidos con nuestro mundo



Is. 45, 1.4-6;

Sal. 95;

1Tes. 1, 1-5;

Mt. 22, 15-21

Confieso para comenzar esta reflexión que siempre me ha encantado, y de alguna manera me ha servido también de estímulo para mi vida de fe y para mi vida cristiana, el elogio que hace Pablo en este comienzo de su carta de los cristianos de Tesalónica. ‘Ante Dios, nuestro Padre, recordamos sin cesar la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y el aguante de vuestra esperanza en Jesucristo, nuestro Señor’.

Una hermosa alabanza a aquella comunidad que lucha y se esfuerza día a día por ser fiel al evangelio que se les había proclamado y que se manifiesta de forma intensa en una vida comprometida, llena de fe, de amor y de esperanza. Cuánto lo necesitaríamos nosotros; que nos sintiéramos fuertes y seguros en nuestra fe; y que lo manifestáramos en el compromiso de la vida, un compromiso de amor vivido seriamente en nuestra relación con los demás; y todo lleno de esperanza, porque sabemos darle trascendencia grande a nuestra vida.

Y es que la fe no la podemos reducir solamente a algunas cosas que hagamos en unos momentos determinados, a unos actos o prácticas religiosas que de alguna manera desgajemos del resto de nuestra vida, como si nuestra religiosidad fuera por un lado y luego la vida en sus trabajos, en toda su actividad, en el compromiso que vivamos con nuestra sociedad fuera por otro lado.

Es una confusión que puede aparecer en nuestra vida; es la forma quizá que algunos puedan entender de su vida cristiana; es lo que en la sociedad que vivimos hoy algunas veces pretenden imponernos cuando quieren reducir todo lo que se relacione con la fe al ámbito sólo de lo privado; como se decía en ocasiones, encerrarnos en la sacristía.

Molesta quizá que nosotros públicamente nos manifestemos como creyentes y nos rechazan; no quieren permitirnos que nosotros desde los valores de nuestra fe y los valores del evangelio tratemos de darle un sentido y un color a nuestra sociedad, porque también tenemos una forma y un sentido para la construcción de nuestra sociedad, que también tenemos una palabra que decir; molesta la voz de la Iglesia y se la quiere desprestigiar de la forma que sea, y cuando no se la quiere manipular.

También querían manipular a Jesús, como hemos escuchado hoy en el evangelio. Allí enviaron a unos discípulos de los fariseos y a unos herodianos con preguntas a Jesús pretendiendo cazarlo en sus palabras. Van con halagos y palabras bonitas, como quien dice para engatusar, pero luego viene la pregunta con mala intención. ‘¿Es lícito pagar el impuesto al César o no?’

La respuesta de Jesús podría significar un aliarse como colaboracionista con el romano invasor, o podría en caso contrario manifestarse como una rebelión. Era poner a Jesús en una difícil situación porque el pueblo que le escuchaba podría quedarse confundido según fuera una u otra la respuesta. Jesús se da cuenta de que lo están tentando, poniendo a prueba. Pero la sabiduría de Dios está por encima de todas estas estratagemas.

Ya hemos escuchado la respuesta de Jesús. ‘¿De quién es esta inscripción?... pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios’. La respuesta está bien clara y los deja a todos confundidos.

¿Qué nos quiere enseñar Jesús? Tenemos que tratar de entender bien su mensaje, porque algunas veces también nos podemos hacer interpretaciones no del todo completas de lo que nos quiere decir Jesús. Porque, si lo pensamos bien, no es una separación como que cada uno o cada cosa vaya por su lado. Creo que hay un mensaje bien hermoso que nos habla también del compromiso que todos tenemos con ese mundo en el que vivimos y que no es ajeno al Dios en quien creemos y a quien adoramos y amamos.

Alguien comentaba este texto y decía, le preguntaron por el César pero Jesús venía a hablarnos de Dios. ‘A Dios lo que es de Dios’, nos dice. Y ¿cuál es el lugar que Dios ha de ocupar en nuestra vida? Es el Señor, es nuestro Creador y Salvador, es el único Dios de nuestra vida; tendrá que ser el centro y el motor de toda nuestra existencia, de todo nuestro actuar. Y Dios será el que nos dará el sentido último del hombre, de la existencia, del mundo que ha creado y en el que vivimos, y en consecuencia del lugar que nosotros ocupamos en ese mundo; de la contribución que nosotros hemos de hacer a esa sociedad en la que estamos y hacemos nuestra vida.

Luego, un creyente, un cristiano no puede desentenderse de ese mundo, de esa sociedad. Todos estamos llamados a construirla, a poner nuestro granito de arena desde el sentido de nuestra vida, desde esa nuestra condición de creyentes que seguimos a Jesús y hemos optado por los valores del Evangelio.

Sí, ‘al César lo que es del César’; ahí en esa sociedad estamos con nuestra responsabilidad, sin enterrar los talentos, comprometidos de verdad por hacer un mundo mejor cada día. Y seremos capaces de poner por nuestra parte todo lo bueno que podamos, pero también de apreciar lo bueno de los otros, colaborar con todo lo bueno que hagan los otros. Porque no vamos a luchar unos contra otros sino a colaborar juntos. En cuántas cosas tendrían que verse muchos cristianos comprometidos.

Fijémonos en el detalle que nos ofrece la primera lectura. Está hablando de un rey pagano, Ciro de Persia, y hasta lo llama el ungido del Señor, porque Dios se vale de él para darle libertad a su pueblo que vivía allí cautivo lejos de su tierra y como en un nuevo éxodo emprender de nuevo el camino para reconstruir Jerusalén y el templo del Señor. Es un instrumento del Señor.

Que seamos, pues, capaces nosotros de ver siempre lo bueno que haya en los demás aunque quizá no compartan nuestra fe ni todo el sentido que nosotros tengamos de la vida. Estamos llamados a trabajar siempre juntos para hacer entre todos ese mundo mejor. Por eso los cristianos no nos encerramos en nuestras iglesias, por así decirlo, sino que allí en la sociedad donde haga falta hacer el bien, colaborar en lo bueno, allí tenemos que estar comprometidos; y será en la vida social, en la vida cultural, en la vida política incluso, donde hace falta el testimonio de muchos cristianos comprometidos.

Como recordábamos al principio en el elogio que Pablo hacía de los cristianos de Tesalónica, nosotros hemos de resplandecer también por la actividad de nuestra fe, el esfuerzo de nuestro amor y el aguante de nuestra esperanza en Jesucristo que hemos de manifestar en el día a día de nuestra vida, cuando proclamamos nuestra fe y la celebramos, como lo estamos haciendo ahora en la Eucaristía, pero también cuando vivimos ese nuestro compromiso por los demás y por nuestra sociedad. Y lo hacemos con esperanza, porque le damos trascendencia de verdad a nuestra vida. No nos quedamos de tejas abajo, como si todo se quedara en lo que hacemos aquí y ahora, sino que esperamos y confiamos en una plenitud que sólo en Dios podemos alcanzar.

Que así vivamos nuestra fe, nos sintamos comprometidos desde el amor, y llenemos de esperanza nuestro corazón.