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domingo, 16 de octubre de 2011

Adoramos a Dios pero nos sentimos comprometidos con nuestro mundo



Is. 45, 1.4-6;

Sal. 95;

1Tes. 1, 1-5;

Mt. 22, 15-21

Confieso para comenzar esta reflexión que siempre me ha encantado, y de alguna manera me ha servido también de estímulo para mi vida de fe y para mi vida cristiana, el elogio que hace Pablo en este comienzo de su carta de los cristianos de Tesalónica. ‘Ante Dios, nuestro Padre, recordamos sin cesar la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y el aguante de vuestra esperanza en Jesucristo, nuestro Señor’.

Una hermosa alabanza a aquella comunidad que lucha y se esfuerza día a día por ser fiel al evangelio que se les había proclamado y que se manifiesta de forma intensa en una vida comprometida, llena de fe, de amor y de esperanza. Cuánto lo necesitaríamos nosotros; que nos sintiéramos fuertes y seguros en nuestra fe; y que lo manifestáramos en el compromiso de la vida, un compromiso de amor vivido seriamente en nuestra relación con los demás; y todo lleno de esperanza, porque sabemos darle trascendencia grande a nuestra vida.

Y es que la fe no la podemos reducir solamente a algunas cosas que hagamos en unos momentos determinados, a unos actos o prácticas religiosas que de alguna manera desgajemos del resto de nuestra vida, como si nuestra religiosidad fuera por un lado y luego la vida en sus trabajos, en toda su actividad, en el compromiso que vivamos con nuestra sociedad fuera por otro lado.

Es una confusión que puede aparecer en nuestra vida; es la forma quizá que algunos puedan entender de su vida cristiana; es lo que en la sociedad que vivimos hoy algunas veces pretenden imponernos cuando quieren reducir todo lo que se relacione con la fe al ámbito sólo de lo privado; como se decía en ocasiones, encerrarnos en la sacristía.

Molesta quizá que nosotros públicamente nos manifestemos como creyentes y nos rechazan; no quieren permitirnos que nosotros desde los valores de nuestra fe y los valores del evangelio tratemos de darle un sentido y un color a nuestra sociedad, porque también tenemos una forma y un sentido para la construcción de nuestra sociedad, que también tenemos una palabra que decir; molesta la voz de la Iglesia y se la quiere desprestigiar de la forma que sea, y cuando no se la quiere manipular.

También querían manipular a Jesús, como hemos escuchado hoy en el evangelio. Allí enviaron a unos discípulos de los fariseos y a unos herodianos con preguntas a Jesús pretendiendo cazarlo en sus palabras. Van con halagos y palabras bonitas, como quien dice para engatusar, pero luego viene la pregunta con mala intención. ‘¿Es lícito pagar el impuesto al César o no?’

La respuesta de Jesús podría significar un aliarse como colaboracionista con el romano invasor, o podría en caso contrario manifestarse como una rebelión. Era poner a Jesús en una difícil situación porque el pueblo que le escuchaba podría quedarse confundido según fuera una u otra la respuesta. Jesús se da cuenta de que lo están tentando, poniendo a prueba. Pero la sabiduría de Dios está por encima de todas estas estratagemas.

Ya hemos escuchado la respuesta de Jesús. ‘¿De quién es esta inscripción?... pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios’. La respuesta está bien clara y los deja a todos confundidos.

¿Qué nos quiere enseñar Jesús? Tenemos que tratar de entender bien su mensaje, porque algunas veces también nos podemos hacer interpretaciones no del todo completas de lo que nos quiere decir Jesús. Porque, si lo pensamos bien, no es una separación como que cada uno o cada cosa vaya por su lado. Creo que hay un mensaje bien hermoso que nos habla también del compromiso que todos tenemos con ese mundo en el que vivimos y que no es ajeno al Dios en quien creemos y a quien adoramos y amamos.

Alguien comentaba este texto y decía, le preguntaron por el César pero Jesús venía a hablarnos de Dios. ‘A Dios lo que es de Dios’, nos dice. Y ¿cuál es el lugar que Dios ha de ocupar en nuestra vida? Es el Señor, es nuestro Creador y Salvador, es el único Dios de nuestra vida; tendrá que ser el centro y el motor de toda nuestra existencia, de todo nuestro actuar. Y Dios será el que nos dará el sentido último del hombre, de la existencia, del mundo que ha creado y en el que vivimos, y en consecuencia del lugar que nosotros ocupamos en ese mundo; de la contribución que nosotros hemos de hacer a esa sociedad en la que estamos y hacemos nuestra vida.

Luego, un creyente, un cristiano no puede desentenderse de ese mundo, de esa sociedad. Todos estamos llamados a construirla, a poner nuestro granito de arena desde el sentido de nuestra vida, desde esa nuestra condición de creyentes que seguimos a Jesús y hemos optado por los valores del Evangelio.

Sí, ‘al César lo que es del César’; ahí en esa sociedad estamos con nuestra responsabilidad, sin enterrar los talentos, comprometidos de verdad por hacer un mundo mejor cada día. Y seremos capaces de poner por nuestra parte todo lo bueno que podamos, pero también de apreciar lo bueno de los otros, colaborar con todo lo bueno que hagan los otros. Porque no vamos a luchar unos contra otros sino a colaborar juntos. En cuántas cosas tendrían que verse muchos cristianos comprometidos.

Fijémonos en el detalle que nos ofrece la primera lectura. Está hablando de un rey pagano, Ciro de Persia, y hasta lo llama el ungido del Señor, porque Dios se vale de él para darle libertad a su pueblo que vivía allí cautivo lejos de su tierra y como en un nuevo éxodo emprender de nuevo el camino para reconstruir Jerusalén y el templo del Señor. Es un instrumento del Señor.

Que seamos, pues, capaces nosotros de ver siempre lo bueno que haya en los demás aunque quizá no compartan nuestra fe ni todo el sentido que nosotros tengamos de la vida. Estamos llamados a trabajar siempre juntos para hacer entre todos ese mundo mejor. Por eso los cristianos no nos encerramos en nuestras iglesias, por así decirlo, sino que allí en la sociedad donde haga falta hacer el bien, colaborar en lo bueno, allí tenemos que estar comprometidos; y será en la vida social, en la vida cultural, en la vida política incluso, donde hace falta el testimonio de muchos cristianos comprometidos.

Como recordábamos al principio en el elogio que Pablo hacía de los cristianos de Tesalónica, nosotros hemos de resplandecer también por la actividad de nuestra fe, el esfuerzo de nuestro amor y el aguante de nuestra esperanza en Jesucristo que hemos de manifestar en el día a día de nuestra vida, cuando proclamamos nuestra fe y la celebramos, como lo estamos haciendo ahora en la Eucaristía, pero también cuando vivimos ese nuestro compromiso por los demás y por nuestra sociedad. Y lo hacemos con esperanza, porque le damos trascendencia de verdad a nuestra vida. No nos quedamos de tejas abajo, como si todo se quedara en lo que hacemos aquí y ahora, sino que esperamos y confiamos en una plenitud que sólo en Dios podemos alcanzar.

Que así vivamos nuestra fe, nos sintamos comprometidos desde el amor, y llenemos de esperanza nuestro corazón.

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