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sábado, 16 de octubre de 2010

Vivamos en esperanza y llenemos nuestra vida de fe y amor

Ef. 1, 15-23;
Sal. 8;
Lc. 12, 8-12

‘Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra’. Muchas veces lo hemos rezado, lo hemos cantado, lo hemos meditado, rumiado en el corazón. Lo expresaba una vez más el salmo de hoy. Admirable el nombre del Señor es decir qué grande es Dios. Todos alabamos el nombre del Señor. Todos cuando contemplamos las maravillas de la creación no podemos menos que decir ‘qué admirable es tu nombre en toda la tierra’.
El Señor creador del cielo y tierra en toda su inmensidad es un Dios que nos ama, es un Dios que es nuestro Padre. Por eso la consideración de las maravillas del Señor comienza, sí, contemplando la obra de la creación pero continuará contemplando al amor objeto de un amor de complacencia especial de Dios. Somos amados de Dios y de tal manera que nos llena de su vida; de tal manera que nos ofrece con su amor su perdón y su redención, porque no siempre nosotros hemos sido fieles para corresponder a tal amor de Dios.
Pero contemplando la inmensidad de Dios y de su amor por nosotros algunas veces nos quedamos cortos, no llegamos a comprender tal magnitud de amor. Necesitamos de la fuerza y de la luz de su Espíritu de sabiduría para llegar a vivir todo lo que Dios nos ofrece y nos regala.
Hoy, siguiendo con la carta a los Efesios, san Pablo alaba la fe y el amor de aquella comunidad y por eso dice ‘no ceso de dar gracias a Dios recordándoos en mi oración’. ¡Qué hermoso lo que siente el apóstol cuando contempla y admira la fe y el amor de los efesios!
Les digo sinceramente que cuando leo estas palabras del apóstol mi mente y mi corazón contemplan también la fe y el amor de cuantos me rodean. Pienso en las comunidades donde he ejercido mi ministerio sacerdotal y cuántas personas he podido conocer con un amor y una fe grande que viven su entrega, su dedicación, su fe, su compromiso cristiano. Ahora mismo contemplo a aquellos junto a los cuales Dios me ha puesto en mi ministerio y quiero contemplar esa fe y ese amor, muchas veces en una entrega grande en tantos, otras veces quizá como una llamita pequeña que hay que cuidar y avivar.
Con el apóstol quiero yo elevar esa acción de gracias a Dios pero hacer toda la oración que nos expresa hoy en su carta. Decía antes que muchas veces no llegamos a comprender del todo la magnitud del amor de Dios para con nosotros y cuánto ha hecho y sigue haciéndonos dándonos su gracia. ‘Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo’. Que nos conceda el Señor conocer más y más todo ese misterio de amor. Que nos llenemos en verdad todos de su Espíritu.
Que se ilumine nuestra vida, ‘los ojos de nuestro corazón para que comprendamos la esperanza a la que nos llama, y cuál es la riqueza de gloria’ que nos aguarda. ¡Qué dicha poder alcanzar un día la gloria del Señor! Qué esperanza más grande anima nuestra vida cada día. Que no se nos apague esa esperanza. Que no perdamos de vista la meta hacia la que caminamos. Que nos sintamos herederos, esa herencia de los santos, que Dios nos ofrece porque nos ha hecho sus hijos en Cristo Jesús.
Cuando tenemos esa meta, cuando tenemos esperanza nuestro caminar será más firme, nos sentimos más fuertemente alentados en medio de las dificultades y tentaciones que rodean nuestra vida. Creemos en Jesús, el Señor resucitado de entre los muertos y que a nosotros también nos hará resucitar a una vida nueva. Vivamos en esa esperanza; llenemos nuestra vida de amor; que nuestra fe sea cada día más firme porque de verdad en el Señor ponemos toda nuestra confianza. No podemos menos que decir ‘¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!’

viernes, 15 de octubre de 2010

Que se encienda en nosotros el deseo de la verdadera santidad

Fiesta de Santa Teresa de Jesús
Eclesiástico, 15, 1-6;
Sal. 88;
Mt. 11, 25-30

‘Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo’. Esta antífona con que comienza hoy la Eucaristía en la fiesta de santa Teresa de Jesús muestra la sabiduría de la Iglesia que no pudo escoger otra antífona que mejor expresar los deseos y ansias del corazón de santa Teresa por llenarse de Dios y que alcanzó en sus altísimas cotas místicas. Ansia de Dios, deseos de Dios, búsqueda de Dios fue el camino de santa Teresa y pudo llegar a un conocimiento de Dios y una contemplación de Dios, que el Señor concede a las almas grandes. ¿Los tendremos nosotros también?
La liturgia nos ofrece en esta fiesta de santa Teresa este evangelio donde Jesús da gracias al Padre que revela los misterios de Dios a los pequeños y sencillos. ‘Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Así Padre te ha parecido mejor…’ Así son las cosas de Dios. Así de admirable es su amor y su ternura para con los pequeños y sencillos.
Miremos para conocer ese sentir de Dios a Jesús rodeado siempre de los pequeños, los pobres y los que sufren. ‘Bienaventurados los pobres porque de ellos es el Reino de los cielos’, terminará diciéndonos Jesús en las bienaventuranzas. No son los ricos, los sabios o los engreídos, los poderosos o los que se sienten llenos de si mismos o de sus cosas, los preferidos de Dios para darse a conocer.
Un corazón grande, un alma grande, decíamos antes, refiriéndonos a Santa Teresa que llego a tan alta contemplación del misterio de Dios en su vida mística. Pero cuando se hizo pobre y se vació de sí misma pudo llegar a experimentar ese consuelo de Dios. Pasó por tiempos de sequedades y vacíos como ella misma nos cuenta en su vida, pero fue esa purificación interior para hacer ese camino que le llevaría a Dios de verdad para conocerle y vivirle como ella lo vivió.
Y cuando se llenó así de Dios fue cuando pudo darlo de verdad a los demás en la gran empresa y trayectoria de su vida, de la reforma del Carmelo y de todos esos monasterios que fue fundando a lo largo de toda España. Porque estaba llena de Dios de esa manera, a pesar de sus propios achaques físicos pudo recorrer los caminos de Castilla para ir realizando aquella obra que el Señor le confiaba.
No voy en este momento a hablar de su vida, sus viajes, sus fundaciones o sus escritos. Simplemente tomemos su ejemplo siguiendo la trayectoria del Evangelio para que así podamos abrir nuestro corazón a Dios y llenarnos también de Dios. Que el Señor nos conceda a nosotros el don de la oración aprendiendo de santa Teresa.
Que aprendamos a abrir nuestro corazón a Dios desde la humildad y desde el amor. Hagámonos pequeños y sencillos. Vaciemos nuestro corazón de tantos apegos que nos distraen y no dejan lugar a Dios en nuestra vida. Y podremos llenarlo de Dios. Y podremos sentir su paz y su consuelo. Y así iremos creciendo más y más en ese camino espiritual de santidad que hemos de recorrer; un camino donde nos vamos apartando del mal, venciendo toda tentación, alejándonos de todo peligro; un camino donde iremos creciendo más y más en ese conocimiento de Dios, del Dios que se nos revela allá en lo secreto del corazón. Y nos sentiremos entonces fuertes para lo que el Señor nos pida.
Que la Sabiduría de Dios nos alimente con el pan de la sensatez, nos dé a beber el agua de la prudencia y alcancemos el gozo y la alegría de tener a Dios siempre en nuestro corazón, como nos decía el libro del Eclesiástico.
Que con la intercesión de santa Teresa se encienda en nosotros del deseo de la verdadera santidad caminando ese camino de perfección que nos lleve cada día a estar más cerca de Dios.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Resplandezcamos con los frutos del Espíritu

Gál. 5, 18-25;
Sal. 1;
Lc. 11, 42-46

‘Por sus frutos los conoceréis…’ nos dice Jesús en el sermón del monte. ‘Todo árbol bueno da frutos buenos; todo árbol malo da frutos malos… y el árbol que no da fruto es cortado y arrojado al fuego. Por los frutos los conoceréis’ (Mt. 7. 16-20).
He querido recordar en esta reflexión este texto del evangelio de Mateo por lo que nos dice san Pablo hoy en la carta a los Gálatas, en la que nos habla de los frutos de la carne y de los frutos del Espíritu. Bien nos viene recordarlo porque a la larga es un invitarnos a preguntarnos cuáles son los frutos que nosotros damos. Y por los frutos se conoce el árbol, por los frutos se nos reconocerá.
Por eso nos dirá Pablo que ‘los que son de Cristo Jesús han crucificado su carne con sus pasiones y sus deseos. Y si vivimos por el Espíritu, marchemos tras el Espíritu’. Los que somos de Cristo, y a El nos hemos unido desde nuestro Bautismo por nuestra fe en El, hemos dado muerte en nosotros a lo malo, a lo que lleva al pecado.
Somos de Cristo, somos criaturas nuevas, hemos dado muerte al hombre viejo del pecado en el Bautismo que es un unirnos a Cristo en su muerte y resurrección; en nosotros, pues, ha nacido el hombre nuevo, el de la gracia. Hemos muerto con Cristo para con Cristo renacer a una vida nueva. ¿Qué significa la muerte de Cristo sino una victoria sobre la muerte y el pecado? Para eso murió Cristo, para liberarnos del pecado. ¿No decimos para salvarnos? ¿En qué pues se ha de manifestar esa salvación en nosotros sino en esa vida nueva?
Pero es ahí donde surge la pregunta. ¿En verdad vivimos como hombres nuevos? ¿vivimos como quienes hemos sido ya salvados y liberados por Cristo ya de una vez para siempre del pecado? ‘Por sus frutos los reconoceréis’, que recordábamos al principio. Por los frutos se nos reconocerá.
Es en lo que tenemos que mirarnos y lo que es nuestra lucha de cada día. Una lucha, un combate, porque el enemigo acecha y quiere hacer que volvamos a caer en el pecado y en la muerte. Es la vigilancia de la que nos habla continuamente el evangelio y en la que tantas veces hemos reflexionado.
Nos habla Pablo hoy de las obras de la carne, las obras del mal y del pecado que pueden seguir siendo una tentación para nosotros. Habla a los Gálatas de cosas concretas que él veía como peligros en aquella comunidad rodeada por un mundo pagano y lleno de vicios, pero que puede seguir siendo para nosotros también un peligro concreto en este mundo nuestro en que vivimos. ‘Fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, enemistades, contiendas, celos, rencores, rivalidades, partidismo, sectarismo, envidias, borracheras, orgías y cosas por el estilo’. Fijémonos si no son también cosas que hay en nuestro entorno. Sería una buena pauta para un examen de conciencia.
Pero nos habla de los frutos que hemos de dar, los frutos del Espíritu. ‘Amor, alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, lealtad, amabilidad, dominio de sí’. Cuánta falta nos hace que resplandezcamos por estas cosas. Qué hermosa y distinta sería nuestra vida, nuestra convivencia, nuestras relaciones entre unos y otros. Hundamos las raíces de nuestra vida en el agua de la gracia para ser como ‘el árbol plantado al borde de la acequia que da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas’, como dice el salmo.
Cuidemos también de no caer en el fariseísmo y la hipocresía, la apariencia y los sueños de grandeza, que Jesús denuncia en el evangelio hoy.

martes, 12 de octubre de 2010

Con María firmes en la fe y generosos en el amor


Fiesta de la Virgen del Pilar

Crón. 15, 3-4.15-6; 16, 1-2;
Sal. 26;
Lc. 11, 27-28


Al celebrar la fiesta de la Virgen del Pilar las imágenes y los signos se suceden en la liturgia ayudándonos a comprender plenamente el sentido de esta fiesta pero sobre todo lo que significa María en la vida del cristiano y en la vida de la Iglesia.
Podemos comenzar por fijarnos en la columna o pilar sobre la que está colocada la imagen bendita de María, que da título a esta advocación, y que viene a hundir, podíamos decir, sus raíces o cimientos en lo profundo de nuestra tierra. Un pilar o una columna es signo de fortaleza bien cimentada para mantener firme todo el edificio. María, según piadosa tradición presente en su imagen desde tiempo inmemorial en nuestras tierras españolas y siempre presente en la devoción de nuestros pueblos, viene a ayudarnos a mantener esa firmeza y fortaleza de nuestra fe.
Nos apoyamos en María para sentir esa fortaleza y sentido hondo que Cristo viene a dar a nuestra vida. María señalándonos siempre el camino que nos conduce hasta Cristo viene a fundamentar firmemente la fe del pueblo cristiano. Si nos apoyamos con verdadero sentido en María con una auténtica devoción a la Virgen seguro que no nos vamos a separar nunca de la verdadera fe que centra siempre todo en Cristo Jesús y en su misterio pascual. Por eso no podemos abandonar de ninguna manera nuestra devoción a María sino, todo lo contrario, invocarla cada día con renovado fervor y amor.
Otra imagen que nos habla también de columna es la que nos aparece en la antífona de entrada de nuestra celebración y que, haciendo referencia a la nube que guiaba noche y día al pueblo de Israel en su peregrinar por el desierto hacia la tierra prometida, la liturgia quiere aplicárnosla a María verdadera guía y protectora de nuestra fe. ‘Tú permaneces como la columna que guiaba y sostenía día y noche al pueblo en el desierto’, dice la referida antífona. Luminosa en la noche, con suave y refrescante sombra en los ardores del día la columna de nube se convertía en un signo del amor del Señor que protegía a su pueblo en su peregrinar.
La imagen de María que entronizamos en el lugar más digno de nuestros hogares o en nuestra habitación junto a la cabecera de nuestra cama, que llevamos colgada al cuello en medallas o escapularios, que colocamos entre las fotografías de nuestros seres más queridos en nuestras carteras para que nos acompañe siempre, nos está recordando esa presencia protectora y maternal de María en el camino de nuestra vida.
Es la luz que nos guía reflejándonos siempre la luz de Cristo, por eso como un signo ponemos una luna a sus pies para señalarnos que ella siempre nos reflejará, no su luz, sino la luz de Cristo, verdadero sol de nuestra salvación. Su amor maternal es esa suave brisa que nos hace descansar y recuperar fuerzas en medio de las luchas de cada día. Cómo necesitamos ese apoyo y ese regazo de una madre en quien descansar. Qué importante la presencia de María junto a nuestro caminar. Qué significativa esa presencia de María en la Iglesia en medio de todos nosotros.
Finalmente la otra imagen en que nos vamos a fijar es la que nos ofrece la primera lectura que nos habla del ‘Arca de Dios, colocada en el centro de la tienda que había preparado David’, como preparación para el templo del Señor que un día se había de edificar. Sí, María, Arca de Dios. El Arca de la Alianza, colocada en medio del templo de Israel, era para el judío el gran signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo.
María, Arca de Dios que en seno contuvo al Señor Creador del cielo y de la tierra, cuando Dios quiso encarnarse en sus entrañas para venir a ser Dios con nosotros. María que nos trajo a Cristo, portadora de Dios para hacer que Dios llegase a estar en medio de nosotros para nuestra salvación. La fe de María le hizo estar abierta desde lo más hondo de sí misma para aceptar la Palabra de Dios encarnada en su seno por obra del Espíritu Santo. Así, por su fe, se convirtió María en esa Arca de Dios para nosotros.
Cuánto nos enseña María a vivir una fe así en que estemos abiertos siempre a Dios para escucharle y aceptarle, para dejarnos llenar del Espíritu del Señor como lo hizo María y para que ya como ella nos dejemos inundar por ese amor divino que nos haga partir siempre al encuentro del hermano, del necesitado, del que vayamos encontrando por el camino para llevarle siempre a Dios. Que también nosotros por nuestra santidad nos convirtamos, como María, en signos en medio del mundo de esa presencia salvadora de Dios que así quiere llegar a todos los hombres porque para todos es su salvación.
Brevemente creo que esta puede ser la gran lección que hoy recibamos de María en la fiesta de la Virgen del Pilar. Que nos conceda el Señor, como hemos pedido en la oración, ‘por su intercesión fortaleza en la fe, seguridad en la esperanza y constancia en el amor’. Que como María nos mantengamos ‘firmes en la fe y generosos en el amor’ y que así podamos ‘llegar a contemplarle eternamente en el cielo’.

lunes, 11 de octubre de 2010

Aquí hay uno que es más que Jonás…

Gál. 4, 22-23.26-27.31 -5,1;
Sal. 112;
Lc. 11, 29-32

Como se va haciendo una lectura continuada del evangelio, en este caso de san Lucas, los textos escuchados en días precedentes tienen una íntima relación de continuidad con el que hoy se ha proclamado. En días pasados hemos visto distintas reacciones ante Jesús, desde quienes le achacaban de forma blasfema, decíamos, su poder para expulsar demonios al poder del príncipe de los demonios, pasando porque quienes siempre estaban pidiendo signos extraordinarios del cielo para creer en Jesús, hasta aquella gente sencilla como aquella mujer anónima que prorrumpió en bendiciones y alabanzas para la madre de Jesús.
Escuchamos, entonces, por una parte la bienaventuranza de Jesús para quienes escuchan la Palabra y la cumplen plantándola en su corazón y en su vida, pero también el que tenemos que decidirnos de forma rotunda por seguir a Jesús. ‘Quien no está conmigo, está contra mí; el que no recoge conmigo desparrama’.
El texto de hoy es una invitación a creer en Jesús a reconocer sus obras y su autoridad, su sabiduría y la luz que es para nuestra vida. ‘Piden signos y no se les dará más signo, que el signo de Jonás’. El profeta Jonás que, aunque en principio no quería ir a Nínime a anunciar el mensaje que Dios le decía, sin embargo cuando, tras todas las incidencias por las que tuvo que pasar que también son signo en algunas cosas de Jesús, por fin predica en Nínive, los ninivitas escucharon y creyeron en las palabras del profeta y se convirtieron al Señor haciendo penitencia.
‘Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive lo mismo será el Hijo del Hombre para esta generación’, les dice Jesús. ‘Ellos se convirtieron con la predicación de Jonás y aquí hay uno que es más que Jonás’. Allí está Jesús, el Hijo de Dios, nuestro Salvador, el que murió y resucitó por nosotros al tercer día. Recordamos también cómo Jonás estuvo tres días en el vientre del cetáceo y al final vivo y salvo fue a cumplir su misión profética. Pero nosotros creemos en Jesús, el Señor, resucitado de entre los muertos, como nos decía ayer san Pablo, ‘éste ha sido mi evangelio por el que sufro hasta llevar cadenas, pero la palabra de Dios no está encadenada’.
Les recuerda Jesús a la Reina del Sur ‘que vino desde los confines de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón, y aquí hay uno que es más que Salomón’. A Salomón el Señor le concedió el espíritu de sabiduría para gobernar a su pueblo y fue la admiración de todos. Pero nosotros creemos en Jesús, verdadera Sabiduría de Dios, porque es la Palabra viva de Dios que se ha encarnado, se ha hecho hombre, y es el que en verdad puede darnos a conocer todos los misterios de Dios.
Recordemos lo que nos dice en otros lugares del evangelio. ‘A Dios nadie lo ha visto jamás; sólo el Hijo único del Padre, es quien nos lo ha dado a conocer… nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo lo da a conocer’.
Vayamos, pues, hasta Jesús. Creamos firmemente en El. Pongámonos en silencio ante El para dejar que penetre hondamente dentro de nosotros y podamos conocerle y vivirle. Abramos nuestro corazón con humildad haciéndonos pequeños y sencillos para que podamos conocer a Dios, porque Dios, su sabiduría, sólo se manifiesta a los pequeños y a los sencillos.
Pidamos, pues, que nos conceda ese espíritu de Sabiduría para conocerlo, para saborear todos los misterios de Dios. Algunas veces podamos sentirnos desbordados por tanto misterio pero tengamos la certeza de que El quiere dársenos a conocer, quiere llenarnos de su Espíritu para que no sólo lo conozcamos, podíamos decir, de una forma intelectual, sino para que lleguemos a ese conocimiento más profundo que es vivirle. Démosle gracias a Dios por el don de la fe.

domingo, 10 de octubre de 2010

Gratitud como correspondencia a la gratuidad


2Reyes 5, 14-17;
Sal. 97;
2Tim. 2, 8-13;
Lc. 17, 11-19

‘Niño, se dice gracias’, nos enseñaron desde pequeños como norma de urbanidad y buena conducta. Es de corazón noble ser agradecidos, solemos decir también. Pero, en verdad, ¿sabremos ser agradecidos en la vida? Pienso que la gratitud es como una correspondencia a la gratuidad de lo recibido. Sentimos la admiración por lo que nos han ofrecido de forma gratuita y surgirá el agradecimiento. Claro que hoy en la vida parece que nos moviéramos más por actitudes de exigencias, reclamaciones y derechos que desde posturas de gratuidad, admiración y gratitud. A todo tenemos derecho, todo nos lo tienen que hacer o dar, y si no lo hacen ya estoy haciendo mis reclamaciones.
Nos falta esa actitud de la gratitud y agradecimiento porque muchas veces nuestras relaciones las tenemos demasiado desde parámetros mercantilistas. No le hago nada, no le regalo nada, porque él tampoco me ha regalado a mí, tampoco hace por mí. Y cuando vivimos esas posturas de exigencias y reclamos de derechos, no seremos capaces - hemos perdido la capacidad - de la admiración ante lo recibido y en consecuencia del agradecimiento. Si no llegamos a ser capaces de admirarnos ante lo gratuito que se nos ofrece nos costará hacer surgir esa actitud de agradecimiento por lo que hemos recibido.
Creo que es en lo que nos quiere hacer reflexionar la Palabra de Dios que hoy hemos escuchado. Por una parte lo que nos narra de Naamán, el sirio, curado de su lepra en el río Jordán en tiempos del profeta Eliseo y por otra parte la curación de los diez leprosos de lo que nos habla el evangelio con la vuelta de un solo leproso curado a dar gracias y alabar a Dios por los beneficios recibidos.
El texto que se nos ofrece del libro de los Reyes es corto en su relato, pero viendo todo su contexto creo que nos puede iluminar mucho. En principio Naamán no había querido realizar lo que le pedía el profeta que era bañarse en el Jordán para poder curarse; le parecía que era algo demasiado simple; siempre buscando cosas grandiosas para no ver dónde está la maravilla de la acción del Señor que se nos puede manifestar en lo más sencillo.
Sólo al cambiar Naamán su actitud de orgullo y exigencia por la humildad de aceptar lo pequeño y sencillo que le pedía el profeta, es cuando fue capaz de recibir y descubrir la gracia que Dios obraba sobre él de forma gratuita, será entonces cuando pasará a una actitud de gratitud y de fe verdadera. Descubrió esa acción de Dios en su vida desde la humildad de cambiar su corazón, y descubriría, entonces, la verdadera salvación que Dios le ofrecía. Hemos visto los gestos con los que quiere expresar luego esa acción de gracias a Dios queriendo vivir la auténtica fe en el único Dios verdadero.
El evangelio, por su parte, nos ha hablado de aquellos diez leprosos que se encuentran con Jesús en el camino. Desde lejos le suplican: ‘Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros’. El corazón misericordioso de Cristo siempre escucha el clamor de los que sufren y por eso les envía a presentarse a los sacerdotes para cumplir con los requisitos necesarios para poderse incorporar curados a sus familias y a la vida de la comunidad. ‘Id a presentaros a los sacerdotes’, les dice Jesús. ‘Y mientras iban de camino quedaron limpios’.
Pero ya hemos escuchado cómo uno se vuelve al verse curado para acudir hasta Jesús ‘alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús dándole gracias’. Y ahí están las palabras de Jesús, como una queja por una parte porque sólo había vuelto ‘aquel extranjero para dar gloria a Dios’, pero por otra parte para alabar la fe de aquel hombre que le ha llevado a la auténtica salvación. Había sido capaz de reconocer las maravillas del Señor que así obraba en él generosamente, gratuitamente, y había venido a dar gracias. Se estaba obrando la verdadera salvación en el corazón del hombre que había visto a Dios en su vida.
Ante Dios, ¿cuáles son nuestras actitudes y posturas? Es cierto que como aquellos leprosos desde nuestro corazón pobre y roto acudimos a Dios en búsqueda de su auxilio, de su gracia. Pero quizá tenemos que preguntarnos cómo es nuestra oración y nuestra relación con Dios.
Quizá demasiado influenciados por este mundo mercantilista en el que vivimos en que no siempre nos es fácil descubrir la gratuidad, este mundo nuestro donde todo se compra o se vende, donde todo se paga o se cobra, podíamos tener el peligro de ir con unas actitudes semejantes a Dios. Unas actitudes que hemos de saber purificar. Cuánto le prometemos a Dios para que nos escuche. Es esa religiosidad de las promesas que tan metida llevamos dentro de nosotros, o si acaso ofrecemos de antemano algo a Dios es como para congraciarnos con El para que nos escuche y atienda. Perdonen la expresión pero de antemano le hacemos el regalito a Dios. ¿No tendría que ser otra la forma de dirigirnos a Dios, de relacionarnos con El, de ser capaces de ver la acción de Dios en nosotros?
Hoy nos ha dicho el Señor en la carta de Pablo a Timoteo. ‘Haz memoria de Jesucristo, el Señor, resucitado de entre los muertos… éste ha sido mi evangelio… la salvación lograda por Cristo Jesús con la gloria eterna…’ ¿Qué significa esta memoria que hacemos de Jesús y de la salvación que nos ofrece? ¿No significa el regalo más grande de Dios que podamos recibir? Sí, he dicho regalo; solemos decir gracia, y ¿qué significa esa palabra gracia sino algo gratuito? Es el regalo de Dios, la gracia que Dios nos ofrece.
¿Sabremos ser agradecidos de verdad a ese regalo, a esa gracia, como decimos, de Dios? Y no es ya lo que nos sucede tantas veces con las promesas que después de recibido el favor fácilmente las olvidamos. El tema está en que no sabemos dar gracias a Dios por tanto que de El hemos recibido en Cristo Jesús y la salvación que nos regala. ¿No tendríamos que detenernos más a considerar toda esa maravilla que Dios continuamente está obrando en nosotros? Decíamos al principio que desde una postura de admiración ante lo gratuito surgirá más fácil nuestra gratitud, nuestra acción de gracias.
Es lo que tenemos que saber hacer. Es por eso por lo que me gusta a mi recordar continuamente ese amor de Dios Padre. Nos puede parecer una repetición el recordarlo una y otra vez, pero nos es bien necesario para que surja mejor nuestra alabanza y nuestra acción de gracias a Dios.
¿A qué nos reunimos cada domingo en asamblea eucarística los cristianos? Ya lo dice la palabra, para celebrar la Eucaristía, para celebrar nuestra acción de gracias a Dios. Eso es Eucaristía, acción de gracias. Hacemos memorial de la Pascua del Señor en la muerte y la resurrección de Cristo y damos gracias. Fijémonos que todo el meollo de nuestra celebración de la Eucaristía es acción de gracias. La gran oración es la plegaria eucarística que comienza en su introducción, en el prefacio, con una invitación a la acción de gracias. ‘En verdad es justo y necesario darte gracias siempre y en todo lugar… te damos gracias porque nos haces dignos de estar en tu presencia…’
Y hacemos memoria de su muerte, su resurrección y su ascensión gloriosa, recordamos y hacemos presente la Cena Pascual en que se nos da como comida y como bebida de salvación y al tiempo que tenemos presente y pedimos por toda la Iglesia queremos alabar al Señor con toda la Iglesia del cielo, cantando eternamente las alabanzas del Señor. Y la Eucaristía está recogiendo toda nuestra vida, lo que somos y las maravillas que el Señor ha hecho en nosotros.
Que toda nuestra vida sea acción de gracias al Señor.