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sábado, 16 de octubre de 2010

Vivamos en esperanza y llenemos nuestra vida de fe y amor

Ef. 1, 15-23;
Sal. 8;
Lc. 12, 8-12

‘Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra’. Muchas veces lo hemos rezado, lo hemos cantado, lo hemos meditado, rumiado en el corazón. Lo expresaba una vez más el salmo de hoy. Admirable el nombre del Señor es decir qué grande es Dios. Todos alabamos el nombre del Señor. Todos cuando contemplamos las maravillas de la creación no podemos menos que decir ‘qué admirable es tu nombre en toda la tierra’.
El Señor creador del cielo y tierra en toda su inmensidad es un Dios que nos ama, es un Dios que es nuestro Padre. Por eso la consideración de las maravillas del Señor comienza, sí, contemplando la obra de la creación pero continuará contemplando al amor objeto de un amor de complacencia especial de Dios. Somos amados de Dios y de tal manera que nos llena de su vida; de tal manera que nos ofrece con su amor su perdón y su redención, porque no siempre nosotros hemos sido fieles para corresponder a tal amor de Dios.
Pero contemplando la inmensidad de Dios y de su amor por nosotros algunas veces nos quedamos cortos, no llegamos a comprender tal magnitud de amor. Necesitamos de la fuerza y de la luz de su Espíritu de sabiduría para llegar a vivir todo lo que Dios nos ofrece y nos regala.
Hoy, siguiendo con la carta a los Efesios, san Pablo alaba la fe y el amor de aquella comunidad y por eso dice ‘no ceso de dar gracias a Dios recordándoos en mi oración’. ¡Qué hermoso lo que siente el apóstol cuando contempla y admira la fe y el amor de los efesios!
Les digo sinceramente que cuando leo estas palabras del apóstol mi mente y mi corazón contemplan también la fe y el amor de cuantos me rodean. Pienso en las comunidades donde he ejercido mi ministerio sacerdotal y cuántas personas he podido conocer con un amor y una fe grande que viven su entrega, su dedicación, su fe, su compromiso cristiano. Ahora mismo contemplo a aquellos junto a los cuales Dios me ha puesto en mi ministerio y quiero contemplar esa fe y ese amor, muchas veces en una entrega grande en tantos, otras veces quizá como una llamita pequeña que hay que cuidar y avivar.
Con el apóstol quiero yo elevar esa acción de gracias a Dios pero hacer toda la oración que nos expresa hoy en su carta. Decía antes que muchas veces no llegamos a comprender del todo la magnitud del amor de Dios para con nosotros y cuánto ha hecho y sigue haciéndonos dándonos su gracia. ‘Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo’. Que nos conceda el Señor conocer más y más todo ese misterio de amor. Que nos llenemos en verdad todos de su Espíritu.
Que se ilumine nuestra vida, ‘los ojos de nuestro corazón para que comprendamos la esperanza a la que nos llama, y cuál es la riqueza de gloria’ que nos aguarda. ¡Qué dicha poder alcanzar un día la gloria del Señor! Qué esperanza más grande anima nuestra vida cada día. Que no se nos apague esa esperanza. Que no perdamos de vista la meta hacia la que caminamos. Que nos sintamos herederos, esa herencia de los santos, que Dios nos ofrece porque nos ha hecho sus hijos en Cristo Jesús.
Cuando tenemos esa meta, cuando tenemos esperanza nuestro caminar será más firme, nos sentimos más fuertemente alentados en medio de las dificultades y tentaciones que rodean nuestra vida. Creemos en Jesús, el Señor resucitado de entre los muertos y que a nosotros también nos hará resucitar a una vida nueva. Vivamos en esa esperanza; llenemos nuestra vida de amor; que nuestra fe sea cada día más firme porque de verdad en el Señor ponemos toda nuestra confianza. No podemos menos que decir ‘¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!’

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