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sábado, 9 de agosto de 2014

Una lámpara encendida para mantener viva nuestra fe y nuestra esperanza nos hace vivir un compromiso de amor

Una lámpara encendida para mantener viva nuestra fe y nuestra esperanza nos hace vivir un compromiso de amor

Os. 2, 16-17.21-22; Sal. 44; Mt. 25, 1-13
‘A medianoche se oyó una voz: Que llega el esposo, salid a recibirlo. Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas…’ Había que tener la lámpara encendida para cuando llegara el esposo y poder entrar al banquete de bodas.  Ya hemos escuchado el evangelio, era necesario tener suficiente aceite para que se mantuviera la lámpara encendida.
Una imagen muy significativa la de la lámpara encendida. Vamos a ponernos, aunque fuera virtualmente como ahora se dice, delante de la lámpara encendida para ver cuánto nos puede decir. De entrada podríamos decir, al hilo de las circunstancias de la parábola, que es la imagen de una espera, de una esperanza; mientras esperaban al esposo, como signo de que en verdad estaban preparadas para iluminar primero el camino y luego la sala del banquete, había de tenerse la lámpara encendida. Cuántas esperanzas nos mantienen despiertos pero con la lámpara encendida se disipan las oscuridades de las dudas e incertidumbres; se mantiene viva la esperanza y se superan las congojas y angustias que nos pudieran aparecer, porque esperamos que quien venga nos puede ofrecer algo nuevo y distinto, algo mejor.
Con la lámpara encendida no nos podemos dormir porque hemos de estar vigilantes para recibir al que llega, pero vigilantes también para que no se apague manteniendo siempre el necesario combustible que la mantenga encendida.
Esa lámpara encendida es luz que ilumina, que nos hace vernos pero que nos hace ver con un brillo o una claridad distinta cuanto no rodea; nos ayuda a conocernos y comprender lo que somos y nos hace descubrir quizá la tarea que tenemos que realizar; no solo constatamos la realidad de cuanto nos rodea, también quizá en lo crudo de sus carencias o limitaciones, al tiempo que nos abre caminos de compromiso que nos llevan a la acción, a ver lo que tenemos que hacer, a intentar quizás que las cosas sean distintas y mejores.
¿Será la luz de la fe? ¿Será la luz de la Palabra que nos descubre el misterio de Dios y lo que es la grandeza de nuestra vida? ¿Cómo podemos avivar esa luz que no se apague nunca e ilumine siempre con un sentido nuevo y luminoso nuestra vida?
Esa lámpara encendida puede ser un punto de encuentro, una referencia para que vayamos los unos al encuentro de los otros y aprendamos a conocernos y a caminar juntos; esa lámpara encendida nos hace salir de nosotros mismos para no vivir ensimismados en nuestro yo y nos haga comprender la riqueza que encontramos en los otros y la riqueza que encontramos cuando caminamos juntos porque así nos apoyamos, así nos motivamos los unos a los otros, así nos sentimos estimulados a crecer y madurar en nuestras mutuas relaciones que habrán de ser distintas porque esa luz nos une, esa luz crea unos lazos de comunión entre los unos y los otros.
¿Será la luz del amor que nos caldee los corazones para comenzar a amarnos con un amor nuevo y distinto? ¿Dónde podemos encontrar ese combustible que mantenga la lámpara encendida pero también vivo el calor del amor en nuestro corazón?
Es la lámpara encendida que nos hace profundizar para mirar allá en lo más hondo de nuestro ser, pero que también nos hace mirar a lo alto y también más allá de lo presente o de lo que puedan ver nuestros ojos materiales en una profundidad que nos dará trascendencia porque ya no nos quedamos solo en el momento presente, sino que no da una visión de futuro, una visión de eternidad donde podamos alcanzar la plenitud total. Es la luz de la Sabiduría de Dios que hemos de prender en nuestra vida y que nos dará un conocimiento nuevo y distinto.
Es la luz que despierta en nosotros ansias de futuro y de vida sin fin; es la luz que nos eleva hasta Dios pero que al mismo tiempo nos hará ver a Dios a nuestro lado, en nuestro mismo camino, queriendo venir a habitar en nosotros y en nuestro corazón e invitándonos a ir hasta El para que con El habitemos y con El participemos del Banquete de las Bodas eternas.
Pero, ¿no será la luz que en nuestra vida hemos de prender para que al mismo tiempo seamos nosotros también luz para iluminar a los demás? No olvidemos que somos invitados a ser luz del mundo y sal de la tierra.
Muchas cosas nos puede sugerir esa lámpara encendida ahí delante de nuestros ojos, pero también se convierte en una exigencia para nosotros de no dejarla apagar, de mantenerla siempre encendida. ¿Dónde y cómo podemos alimentarla? Lo maravilloso es que Aquel a quien esperamos y que es la razón para que la mantengamos encendida, se convierte también en Aquel que alimenta esa luz, en la medida en que permanezcamos unidos a El.

Que no se nos apague nunca esa luz; que no nos apartemos jamás de El, porque El es la verdadera Luz y sin el nosotros no podremos ser luz ni podremos mantener encendida nuestra luz.

viernes, 8 de agosto de 2014

Seguir a Jesús es emprender un camino de vida y que nos lleva a la vida

Seguir a Jesús es emprender un camino de vida y que nos lleva a la vida

Nahum, 1,15; 2, 2; 3, 1-3.6-7; Sal. Dt. 32; 35-41; Mt. 16, 24-28
El camino del seguimiento de Jesús siempre es un camino de vida y que nos lleva a la vida. ¿No nos dice El en otro lugar del Evangelio que ha venido para que tengamos vida y la tengamos en abundancia? No cabe, pues, en nuestro camino de seguimiento de Jesús nada que sea de muerte, que tenga sabor de muerte.
Algunos podrían argumentarnos pero es que a Jesús lo vemos cargar con una cruz lleno de sufrimientos y subir a una cruz que le llevaría a la muerte y El nos dice hoy que hemos de tomar la cruz y negarnos a nosotros mismos para poder ser sus discípulos. Vale la objeción si nos quedamos en la apariencia de las palabras. El camino de la cruz de Jesús fue un camino para la vida, para vencer la muerte y el pecado y para llenarnos de vida, de una vida que no tiene fin, de una vida eterna. Porque el camino de Jesús hasta la cruz fue un camino de amor y el que ama de verdad se da y se da totalmente. Es la prueba de la vida. ‘No hay mayor amor que el de quien es capaz de dar vida por el amado’.
Claro que tenemos que entender bien lo que es la verdadera vida. La verdadera vida no son simplemente las palpitaciones de un corazón físico, sino que vivir es algo mucho más hondo que nos puede dar plenitud a nuestra existencia.  Vivir no es simplemente dejarme llevar a lo que sea porque el corazón esté palpitando y enviando sangre al organismo y al cerebro. Tenemos que pensar en algo más hondo.
Hay que saberle encontrar un sentido hondo a nuestro vivir que de verdad nos lleve a plenitud. Y cuando buscamos esa verdadera vida y la encontramos porque da sentido a nuestro vivir todo lo demás se convierte en secundario si no nos lleva a esa plenitud de nuestro vivir. Y eso es lo que Jesús quiere enseñarnos. Que descubramos eso hondo que podamos sentir en nuestro interior porque en nuestro corazón haya verdadero amor y ese latir de amor de nuestro corazón sea el que mueva todo lo que hacemos. Porque así amó Jesús con un amor de plenitud no rehusó el camino de la cruz sino fue capaz entregarse hasta el final para vencer todo lo que de muerte había en nosotros y dándonos su vida nos estaba enseñando el sentido de un nuevo vivir.
Claro que entonces tenemos que decir no a todo lo que haya de muerte en nosotros en nuestro egoísmo o en nuestro orgullo que nos encierre en nosotros mismos; claro que hemos de saber tomar esa cruz de cada día porque cada día queremos vivir esa entrega de amor, pero también porque desde ese amor vamos a encontrarle un sentido y un valor a cuanto de sufrimiento pueda haber en nosotros y que vamos a saber transformar de verdad desde ese amor para no perder esa paz de nuestro corazón aunque muchos sean los sufrimientos o los problemas a los que tengamos que enfrentarnos cada día. Ya veremos nuestros sufrimientos, nuestras mismas debilidades con una mirada nueva y un sentido nuevo.
‘¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si malogra su vida?’, nos dice Jesús. ¿De qué nos sirve vivir la vida simplemente dejándonos llevar o arrastrar por lo que cada día nos podamos ir encontrando y que nos da felicidades efímeras si con ello no somos capaces de darle un valor de plenitud a lo que vamos haciendo y que nos dará la felicidad más honda? Recordemos que ya nos hablaba del hombre que encontró un tesoro, pero para poder obtenerlo fue capaz de vender todo lo que tenía, fue capaz de desprenderse de todo aquello a lo que hasta entonces le daba mucho valor, para conseguir lo que de verdad tenía más valor, comprar aquel campo donde estaba el tesoro.
Lo que nos está diciendo hoy Jesús de negarnos a nosotros mismos y de tomar la cruz, va por ese mismo sentido de la parábola del tesoro escondido o la perla preciosa de gran valor. Tenemos que saber perder - como decía la parábola venderlo todo - para poder ganar la verdadera vida que nos dé plenitud.

Como decíamos al principio el camino del seguimiento de Jesús es un camino de vida, no de muerte, un camino que nos conduce a la vida en plenitud. Que sepamos encontrar ese camino, que busquemos la vida verdadera. En Jesús, si lo seguimos de verdad, vamos a encontrar la verdadera felicidad.

jueves, 7 de agosto de 2014

Por la revelación del Padre del cielo en nuestro corazón podremos llegar en verdad a conocer el misterio de Jesús

Por la revelación del Padre del cielo en nuestro corazón podremos llegar en verdad a conocer el misterio de Jesús

Jer. 31,31-34; Sal.50; Mt. 16, 13-23
Para llegar a un verdadero conocimiento de Jesús no nos es suficiente ni lo que le podamos oír decir a la gente ni simplemente dejarnos llevar por una apreciación muy subjetiva de lo que a mi parece que es o que debiera ser. Esto que nos vale en nuestra mutua relación con aquellos que convivimos o con los que nos relacionamos  humanamente en el día a día, con mucho mayor razón tenemos que decirlo del conocimiento de Jesús que tiene mucha mayor trascendencia para nuestra vida el llegar a conocer el misterio de su ser.
Mucho podríamos comentar en este sentido cuando pretendemos conocer a las personas por los chismes que otros puedan traernos de ellas, como tampoco podemos encajarlas en lo que a mi me parece que son desde una observación externa y subjetiva o lo que yo desearía que fueran. Y ya sabemos que somos muy fáciles a los juicios y a los prejuicios, a encasillar a las personas porque decimos no son como nosotros, y ya sabemos cómo nos va.
Pero vayamos a lo que es un auténtico conocimiento de Jesús y que es lo que ahora nos estamos planteando. Las gentes que le escuchaban y que le seguían y hasta los mismos discípulos más cercanos ya se iban haciendo una idea de Jesús muchas veces también desde lo que eran los deseos de su corazón o desde las esperanzas que su presencia suscitaba en ellos. Jesús viene a hacer como una encuesta, pues les pregunta a los discípulos más cercanos qué es lo que piensa la gente de El. ‘¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?’
En la medida en que vamos recorriendo el evangelio vemos cómo la gente se admira de sus enseñanzas y de sus milagros, de la autoridad y libertad con que actúa y del poder con que se manifiesta. Muchas llegarían a decir que era una visita de Dios; pero aún así se quedaban con la idea de que era un profeta distinto y poderoso, porque los profetas a lo largo de los tiempos así se habían manifestado como la voz de Dios que les hablaba, corrigiendo o señalando caminos.
En ese sentido van las respuestas que le dan los discípulos. ‘Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas’. Cercana tenían la presencia del Bautista, del que Jesús podía aparecer como una continuación, no en vano Juan había preparado sus caminos; pero por el poder y autoridad con que se manifiesta podían recordar a grandes profetas como Elías, que era paradigma de todos los profetas o como Jeremías. Y claro nos preguntamos, al hilo de lo que decíamos al principio, ¿era eso Jesús tal como la gente decía?
Ahora la pregunta es más directa a ellos y será Pedro el que se adelante a responder. ‘Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?... Tú eres el Mesías, el Cristo, el Hijo de Dios’. Aquí hay una respuesta más certera, porque en verdad era el Mesías Salvador, el enviado de Dios, el Hijo del Dios vivo, como ya incluso habían escuchado la voz del cielo allá en el Jordán o en el Tabor, como lo escuchamos nosotros ayer.
Pero ¿Pedro por sí mismo podía haber llegado a esa revelación? Ese mismo Pedro que ahora hace afirmación tan brillante y tan tajante, cuando Jesús a continuación comience a hablar de que tenía que subir a Jerusalén donde iba a ser entregado por parte de los ancianos, sacerdotes y escribas e iba a ser ejecutado, ya no entiende que a Jesús le pueda pasar todo eso y tratará de quitarle la idea de su cabeza. Tiene otra idea del mesianismo de Jesús. Será Jesús el que le diga que se aparte de El porque está haciendo de tentador.
Ahora será el Pedro que hable por sí mismo, porque lo que a él le parecía que no le podía pasar a Jesús y lo que él quisiera que fuera el sentido del mesianismo de Jesús era lo que estaba expresando y entonces no manifestará que conozca bien a Jesús. Si antes había llegado a aquella afirmación tan hermosa, no era por sí mismo, sino por la revelación de Dios. ‘Dichoso, Simón, le dirá Jesús, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo’.
Llegar a conocer a Jesús no será algo que dependa de nosotros mismos o solo de lo que otros nos puedan decir; para llegar a conocer a Jesús de verdad tenemos que abrir nuestro corazón al misterio de Dios que se nos revela allá en lo más hondo de nosotros mismos. Es el Padre del cielo el que nos lo revela, quien se nos da a conocer. Para eso infunde en nosotros al Espíritu Santo, al Espíritu de Sabiduría y Entendimiento que será el que nos lo revele todo y el que nos va a ayudar a descubrir ese misterio de Dios.
Nos pueden ayudar a conocer a Dios quienes están a nuestro lado, es cierto, porque somos herederos de una tradición cristiana, y será en el seno de la Iglesia donde tenemos el contenido de esa revelación y con la asistencia del Espíritu divino ese magisterio de la Iglesia nos ayudará a ese conocimiento de Dios. Pero nuestro corazón se tiene que abrir a ese actuar de Dios, a ese revelación de Dios que se irá produciendo en nuestros corazones, no para creer en Dios a mi manera o en las cosas que a mi me parezca o simplemente por lo que otros digan, sino para dejarnos conducir por el Espíritu divino que nos conducirá a la verdad plena.

Fijémonos que en el mismo momento en que Pedro hace esa hermosa confesión de fe que Jesús le dice que es una revelación del Padre en su corazón, Jesús constituye a Pedro en piedra fundamental de la Iglesia dándole las llaves del Reino de los Cielos, para que nos confirme en esa fe. Es la Iglesia la que nos va a ayudar a discernir esa revelación del misterio de Dios en nuestro corazón por la fuerza y la sabiduría del Espíritu.

miércoles, 6 de agosto de 2014

¿Nos gustaría decir también como Pedro ‘qué hermoso es estar aquí’?

¿Nos gustaría decir también como Pedro ‘qué hermoso es estar aquí’?

2Pd. 1, 16-19; Sal. 96; Mt. 17, 1-9
¿Nos gustaría decir también como Pedro ‘qué hermoso es estar aquí’? Decir de entrada que ojalá ése fuera nuestro sentimiento y nuestro deseo cuando venimos a celebrar la Eucaristía. ¿Puede haber algo más hermoso y más grandioso? Por ahí podríamos seguir haciéndonos hermosas consideraciones.
En otra ocasión del momento litúrgico escuchamos - se nos proclama - este mismo texto del Evangelio. Siempre en el segundo domingo de Cuaresma, diferente según el evangelista, en cada uno de los tres ciclos, escuchamos el relato de la Transfiguración.
Entonces, como expresábamos en la liturgia de aquel día se nos quería mostrar ‘que la pasión es el camino de la resurrección’. En la inminencia de la celebración de la Pascua se nos proponía ese evangelio, igual que Jesús en la medida en que iba anunciándoles su pasión y muerte cercana se les transfiguró en lo alto del Tabor para fortalecer la fe de los apóstoles y sobrellevasen el escándalo de la cruz.
Cuarenta días nos faltan ahora para la celebración de la exaltación de la Santa Cruz el catorce de septiembre, y la liturgia con el mismo sentido nos propone hoy esta fiesta de la Transfiguración del Señor. Ya hemos escuchado el relato del evangelio; ‘Jesús que tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan y se los llevó aparte a una montaña alta’. En el Tabor, una montaña de gran significado en la historia de Israel en medio de las llanuras de Galilea la tradición ha situado siempre esa montaña alta de la que habla el evangelista. Jesús se los llevó a orar y ‘se transfiguró delante de ellos  y su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz’.
Es entonces, cuando aparecen Moisés y Elías conversando con Jesús, cuando Pedro entusiasmo exclama,  como le hemos escuchado: ‘¡qué hermoso es estar aquí!’. Se olvida de si mismo y de sus compañeros, sólo piensa en lo que está contemplando que quiere que dure para siempre. Esta dispuesto a hacer un altar o un templo, levantar tres chozas o lo que haga falta; pero que aquello no se acabe. Y se oye la voz del Padre que desde la nube que los envolvía les decía: ‘Este es mi Hijo, el amado, el predilecto. Escuchadle’. Aunque se llenan de temor al oír la voz del cielo, allí está Jesús y con Jesús siempre la paz: ‘Levantaos, no temáis’.
¿Qué sentido nos quiere dar la liturgia, entonces, a esta nueva celebración de la Transfiguración del Señor? Siempre todas nuestras celebraciones cristianas son una celebración y una proclamación de nuestra fe. No lo podemos olvidar. Celebramos el misterio de Cristo y estamos celebrando nuestra fe, gozándonos de nuestra fe, dándole gracias y gloria al Señor por esa fe que profesamos. Pero al tiempo que la celebramos la proclamamos; al tiempo que la celebramos y la proclamamos alimentamos también nuestra fe. Como recordábamos antes ‘fortaleció la fe de los apóstoles’, fortalece nuestra fe. Bien que lo necesitamos en medio del mundo de turbulencias en que vivimos.
Pero más cosas podemos ver y aprender, por así decirlo, en nuestra celebración de hoy. Contemplando a Cristo transfigurado estamos contemplando la gloria a la que estamos llamados. En la transfiguración de Jesús se está prefigurando de forma maravillosa, como expresábamos en la oración litúrgica, nuestra perfecta adopción como hijos de Dios desde nuestro bautismo. Tiene también en esta ocasión la celebración de la Transfiguración del Señor un hondo sentido pascual; nos recuerda nuestro bautismo; nos recuerda la transfiguración que se realiza en nuestra vida por la acción del Espíritu Santo que nos hace partícipes de la vida divina, nos hace hijos de Dios.
Es una invitación a la transfiguración de nuestra vida a imagen de Cristo; es una invitación a que vivamos para siempre purificados de nuestros pecados y resplandezca entonces en nosotros la gloria del Señor. Es una invitación a la santidad. ‘Cuando se manifieste Cristo, decía san Juan en sus cartas en un texto que se utiliza como antífona también en esta fiesta, seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es’, nos llenaremos de su gloria y de su resplandor.
Recordemos que cuando Moisés bajó de la montaña después de haber visto cara a cara a Dios, venía con su rostro resplandeciente, de manera que se lo cubría con un velo porque aquel resplandor hería los ojos de los israelitas. Así resplandecía de Dios; así tenemos nosotros que resplandecer de Dios.
Vivamos con intensa alegría y gozo en el alma esta fiesta de la Transfiguración del Señor. Pero no olvidemos a lo que estamos llamados. Es una invitación a la santidad, a transfigurarnos en Cristo y con Cristo, a alentar la esperanza de la Iglesia porque nos revela en si mismo la claridad con que un día, por toda la eternidad, ha de brillar todo el cuerpo de Cristo que es la Iglesia.

‘¡Qué hermoso es estar aquí!’, decía san Pedro contemplando la transfiguración del Señor. ‘¡Qué hermoso es estar aquí!’ tenemos que decir nosotros cuando vivimos con toda intensidad nuestra celebración porque también contemplamos la gloria del Señor. Pero es también con lo que un día tendríamos que exclamar en el cielo contemplando y gozando de la gloria del Señor por toda la eternidad. ‘¡Qué bien se está aquí!’ ¡Cuántos deseos de cielo tendría que haber en nuestra alma!

martes, 5 de agosto de 2014

Dios nos dé un corazón humilde y agradecido como el de María

Dios nos dé un corazón humilde y agradecido como el de María

Gál. 4, 4-7; Sal. 112; Lc. 2, 1-7
Popularmente esta fiesta de la Virgen en el cinco de agosto es la fiesta de la Virgen de las Nieves; más en nuestra tierra que no solo la tiene como patrona en la isla de La Palma sino también en otras localidades se venera a la Virgen con esta advocación de las Nieves. Litúrgicamente sabemos que es la fiesta de la Dedicación de una de las Basílicas papales o mayores de Roma que es Santa María, la Mayor, hermosísima Basílica situada en una de las siete colinas de Roma, en el Monte o Colina del Esquilino.
¿Por qué este nombre o esta advocación con la que invocamos a la Madre de Dios como Virgen de las Nieves? Tenemos que hacer referencia precisamente a lo que es el título de la fiesta litúrgica de la Dedicación de la Basílica de Santa María, la Mayor y a los orígenes casi legendarios de la construcción de la primitiva Iglesia, que precisamente hace referencia a la nieve.
Un noble matrimonio romano, en el siglo IV, que era muy generoso con sus limosnas para atender a los necesitados, queriendo dar el mejor uso a sus riquezas recibieron en un sueño el encargo de levantar un templo a la Virgen María en aquel lugar que apareciera a la mañana con un manto de nieve. Era el amanecer de un cinco de agosto en medio del bochornoso verano de Roma cuando apareció precisamente ese manto de nieve en el monte Esquilino. Allí se edificó la primitiva Iglesia, que luego tras el Concilio de Éfeso, ya en el siglo V, en que se proclamó a la maternidad divina de María, el Papa Sixto III dedicaría en ese lugar lo que se considera la primera Iglesia de Occidente dedicada a María, la Madre de Dios, la Basílica de santa María, la Mayor, como hoy se conoce. Ahí tenemos, reseñado brevemente, el origen de la Advocación de la Virgen de las Nieves dedicado a María, la Madre de Dios.
Queremos, pues, nosotros en esta fiesta tan hermosa de la Virgen y que tanta devoción despierta en el pueblo cristiano, cantar las glorias del Señor con María recogiendo el espíritu del cántico de María, con el que ella también quería dar gloria al Señor que había querido fijarse en la humildad de la que se consideraba la esclava del Señor para elegirla como su Madre.
Desborda de gozo el corazón de María, porque aunque se siente pequeña y así pequeña y humilde quiere ella presentarse delante del Señor, sin embargo reconoce las maravillas que el Señor ha hecho en ella. ‘El Poderoso ha hecho en mi cosas grandes’, reconoce María, y por eso bendice el santo nombre de Dios. La humildad de María no la anula y la hace esconderse, sino precisamente en nombre de esa humildad reconoce la grandeza de las obras de Dios en ella.
Se siente instrumento en las manos de Dios que va a derramar su misericordia y su bondad sobre todos los hombres. Ella solamente ha dicho ‘sí’ y se ha puesto en las manos de Dios, pero sabe María cómo Dios quiere contar con ella, y por eso ella abre su corazón a Dios para servir de cauce de esa gracia divina que se va a derramar sobre todos los hombres.
Reconoce María que todos los hombres, de todas las generaciones en ella y con ella se van a alegrar, pero siente que aunque todos la van a llamar bendita, las bendiciones son para Dios, porque Dios es el que obra maravillas y es de Dios de donde proviene toda gracia para hacer presente su misericordia con todos los hombres, que va a hacer posible un mundo nuevo y distinto donde todo se va a transformar y las escalas de valores van a ser distintas, porque no serán los que se creen poderosos y ricos los que van a ser considerados importantes, sino los pequeños y los humildes van a ser ensalzados y los hambrientos van a ver saciados y satisfechos los deseos más profundos del corazón.
Cuando hoy cantamos a Dios con María utilizando su mismo cántico de alabanza y de acción de gracias nosotros estamos queriendo también aprender de María. Es de su humildad generosa y agradecida de la que tenemos que impregnar nuestro corazón y nuestra vida; no para escondernos y anularnos porque nos sentimos pequeños, sino que nos sentimos pequeños porque reconocemos que lo que somos se lo debemos al Señor que así nos ha enriquecido con sus dones y con sus valores.
Nunca la humildad puede anularnos, como tampoco podemos decir que vivimos humildes en la apariencia llenando de orgullo el corazón; la humildad nos hará reconocer precisamente esos dones que nos ha regalado el Señor pero para hacerlos fructificar, porque todo ha de ser siempre para el bien común dando así gloria al Señor. El guardarnos para sí esos dones pudiera convertirse en un orgullo solapado de humildad y con eso no agradaríamos al Señor. La gloria del Señor está en que esas gracias que hemos recibido del Señor las empleemos como hizo María en la preocupación y en el servicio a los demás. ¡Cuánto podemos aprender de María!

Damos gracias a Dios por María, por ese Sí de María que la hizo la Madre del Señor; por ese sí de María expresión de un corazón abierto a Dios, pero abierto también siempre a los demás; ojalá aprendamos de María y así sea nuestro corazón siempre abierto a Dios y con esa humildad generosa y agradecida como ella tuvo, para saber con ella cantar siempre la gloria del Señor.

lunes, 4 de agosto de 2014

Una imagen del camino de nuestra vida cristiana con sus luces y con sus sombras

Una imagen del camino de nuestra vida cristiana con sus luces y con sus sombras

Jer. 28, 1-17; Sal. 118; Mt. 14, 22-36
La travesía que realizaron los discípulos a través del lago de Galilea o Tiberíades desde el lugar donde se había realizado la multiplicación de los panes hasta tocar tierra en Genesaret, como nos narra san Mateo, es bien significativa y puede ser una imagen de lo que es el camino de nuestra vida cristiana con sus luces y con sus sombras.
‘Jesús apremió a los discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla’. Con el entusiasmo de lo que habían vivido aquella tarde emprendieron la travesía. Jesús que nos pone en camino; un camino que emprendemos también con entusiasmo tras una intensa vivencia en nuestro interior, en ese deseo y voluntad de querer ser fieles siguiendo el camino que Jesús nos señala. Cada uno puede pensar en alguna experiencia religiosa intensa que haya vivido en algún momento de su vida que le haya impulsado a vivir con mayor entusiasmo el camino de nuestra vida cristiana, el camino del seguimiento de Jesús.
Pero la travesía aquella tarde y aquella noche en el lago fue azarosa y estuvo muy llena de incidentes. No avanzaba la barca como ellos esperaban, porque era sacudida por las olas y el viento era contrario. Bella imagen que nos refleja lo que nos pasa tantas veces. Nos prometemos muchas cosas pero luego cuando comenzamos a caminar no nos resultan tan fáciles como esperábamos y deseábamos. Vientos en contra, situaciones difíciles, incomprensiones de quienes están a nuestro lado, oposición a lo bueno que queremos hacer, tentaciones que nos acechan por doquier, cansancio que nos aparecen en la vida. Las olas sacuden nuestra barca y tenemos el viento en contra. En cuántas cosas podemos pensar.
Pero allí estaba Jesús, a pesar de las oscuridades y las confusiones. ‘De madrugada se les acercó Jesús andando sobre el agua’. Vienen los miedos y las dudas. El querer poner a prueba aquello que están viendo, o el taparse la cabeza para tratar de quitar los miedos. Pero es Jesús. ‘No tengáis miedo… soy yo’.
Cuántas veces llega Jesús a nuestro lado en medio de esas turbulencias que vamos teniendo en la vida y nos cuesta reconocer su presencia. ¿Será un fantasma? ¿serán imaginaciones mías? ¿de verdad puedo sentir a Jesús caminando a mi lado aunque todo me parezca oscuro? Son las dudas que se nos meten en el alma tantas veces. Y aunque le pedimos a Jesús que queremos ir hacia El, a pesar de todo muchas veces nos hundimos en nuestros tropiezos, porque no hemos puesto de verdad toda nuestra fe y nuestra confianza en El.
Decimos que creemos en El, pero nos asaltan las dudas; decimos que queremos poner toda nuestra confianza en Dios y ante la más mínima ola de la tentación sucumbimos; nos parece quizá que el viento de la tentación es más fuerte de lo que son nuestras fuerzas olvidando que la verdadera fuerza de nuestra vida está en el Señor.
Pero ahí está el Señor que nos tiende su mano para hacernos salir de la tentación y del peligro. ‘¡Qué poca fe!, nos recrimina Jesús. ¿Por qué has dudado?’ Forman parte de nuestra vida. Son los claroscuros que nos acompañan en ese camino de nuestra vida cristiana con tropiezos, dudas, y caídas. Pero el Señor está a nuestro lado.
Al final dice que los que estaban en la barca lo reconocieron. ‘Realmente eres Hijo de Dios’, le dicen postrándose ante El. Y ‘también los hombres de aquel lugar lo reconocieron y pregonaron la noticia por toda aquella comarca…’ También nosotros tras nuestros altibajos terminaremos reconociendo que sin el Señor nada somos y todo lo que nos va sucediendo nos puede ayudar a madurar en nuestra fe y a fortalecernos para vivir con toda intensidad nuestra vida cristiana.
Pero hay un detalle que no nos puede pasar desapercibido, porque ha de formar parte además de nuestra respuesta y nuestro compromiso. Y es que ‘Jesús después de despedir a la gente, subió al monte para orar y, llegada la noche, estaba El allí sólo’ orando. Es lo que nosotros necesitamos para poder realizar esa travesía de nuestra vida cristiana, fortalecernos en el Señor.

¡Qué importante, que necesaria e imprescindible es la oración en nuestra vida! no es por nosotros mismos, porque lo sepamos hacer o porque nos creamos capaces de hacerlo es cómo podemos mantenernos a flote en esa dura travesía de la vida. No nos suceda como a Pedro que se creía muy seguro pero al primer peligro comenzó a hundirse. Se repetirá más tarde cuando lo de las negaciones. Nuestro salvavidas es la oración, porque El único salvador de nuestra vida es el Señor y a El hemos de estar unidos siempre con nuestra oración. Será así como reconoceremos la presencia del Señor a nuestro lado y tendremos la fuerza necesaria para realizar ese camino de la vida.

domingo, 3 de agosto de 2014

El amor es multiplicador y la solidaridad contagia y despierta solidaridad

El amor es multiplicador y la solidaridad contagia y despierta solidaridad

Is. 55, 1-3; Sal. 144; Rm. 8, 35.37-39; Mt. 14, 13-21
‘Estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas y compren de comer’, le dicen los discípulos a Jesús. Jesús se los había llevado ‘a un sitio tranquilo y apartado’. Pero la gente busca a Jesús. Cuando desembarcan se encuentran con una multitud considerable y allí está Jesús curando enfermos, anunciando de palabra y de obra el Reino de Dios. Se hace tarde y es cuado surge la petición de los discípulos, movidos a compasión.
Pero, ¿es que ellos no habían escuchado lo anunciado por el profeta? ‘Sedientos todos, acudid por agua también los que no tenéis dinero… inclinad el oído, venid a mí; escuchadme y viviréis…’ Allí estaba aquella multitud sedienta y hambrienta. Eran sus males y enfermedades, eran sus problemas y sus sufrimientos, era el ansia de algo nuevo y distinto que con la presencia de Jesús se despertaba en sus corazones. Y buscaban a Jesús. ¿Cómo se les iba a despedir? Allí está Jesús curando, sanando cuerpos y corazones. Allí está Jesús queriendo dar vida a todos.
Pero Jesús quería enseñar algo más a sus discípulos más cercanos,  ahora preocupados por aquella multitud hambrienta y en la circunstancia de que allí no había donde comprar pan para alimentarlos. ‘No hace falta que se vayan. Dadle vosotros de comer’, les dice Jesús. Pero allí no había sino cinco panes y dos peces...
‘Dadle vosotros de comer’. Hermoso reclamo el que les hace Jesús, pero un reto comprometedor.  No basta decir que el problema es grande, que la multitud está hambrienta, que hay crisis y problemas, que las cosas andan mal, que hay mucha gente sufriendo. Eso es fácil. Pero Jesús nos pide algo más.
Ya vimos en el evangelio cómo se solucionaron las cosas. Alguien había por allí con cinco panes - panes de cebada que es el pan de los pobres, nos dirá otro evangelista - y dos peces que los puso a disposición, aunque la multitud era grande. El amor hace posible cosas grandes aunque sean pobres y limitadas las cosas que tengamos a mano, porque el amor es capaz de hacer grande lo que nos parece pequeño. Allí está  el amor de Jesús, que era el amor de Dios y el milagro se produjo.
‘Mandó a la gente que se recostara en la hierba’, nos dice el evangelista y realizando un gesto que nos recordará al que más tarde realizará en la última cena, bendiciendo el pan, lo partió y lo repartió. Los discípulos se lo repartieron a la gente - vuelven a aparecer las mediaciones de las que Cristo quiere valerse - y todos comieron hasta quedarse satisfechos. Incluso sobró, ‘recogieron doce cestos llenos del pan que había sobrado’.
Allí está Jesús que nos alimenta. ‘Venid… comed sin pagar, vino y leche de balde’, había dicho el profeta. ‘Escuchadme atentos y comeréis bien, saborearéis platos sustanciosos’. No es un alimento cualquiera el que Cristo nos ofrece, porque se nos está dando a si mismo, nos da su propia vida. El se ha hecho pan en la Eucaristía para que comamos su carne, para que nos alimentemos de El y tengamos vida eterna. Ya no es un pan cualquiera el que vamos a comer sino que es a Cristo mismo que se nos da.
Pero cuando Cristo así se nos da nos está diciendo mucho más. Es lo que hemos visto reflejado en este texto del evangelio, en este episodio de la multiplicación de los panes allá en el descampado. Recordemos sus distintos momentos. Está la inquietud de los discípulos; está el mandato de Jesús de que sean ellos los que les den de comer; está el gesto del desprendimiento de quien poco tiene pero lo comparte; está la comunión nueva que nace entre todos los que comieron aquel nuevo pan recostados allá en la hierba formando una nueva comunidad en torno a Cristo.
Todo esto nos está diciendo muchas cosas. Porque creemos en Jesús y entonces estamos llenándonos de su amor tiene que aparecer esa nueva inquietud en nuestro corazón no solo por lo que a nosotros nos pueda suceder, sino por lo que le pueda estar sucediendo a cuantos nos rodean. Pero la inquietud no es para ver, llorar y lamentarse, sino para poner manos a la obra.
No nos podemos quedar con los brazos cruzados. Hay muchas urgencias en este mundo en el que vivimos que no nos pueden dejar tranquilos ni esperar a que otros den solución. Estamos hablando una y otra vez de la crisis que vivimos; nos quejamos de la falta de paz de nuestro mundo; constatamos cuanto sufrimiento hay en muchos corazones llenos de amargura. Es la realidad pero a la que tenemos que dar respuesta. Ya sea en los problemas grandes de nuestra sociedad, o en esos problemas que nos pueden parecen más pequeños o sencillos por la cercanía a nosotros, pero que son amarguras y tragedias en el corazón de tantos.
Siempre estamos pidiendo que hagan, que haya leyes que obliguen, que los otros comiencen a hacer y no sé cuantas cosas más. Pero, nosotros tenemos que poner nuestro pequeño pan de cebada si es solo eso lo que tenemos; pero tenemos que ponerlo. Nos puede parecer poco lo que nosotros podemos hacer y eso no se va notar. Estamos equivocados.
Es que el amor es multiplicador. El amor se contagia. La solidaridad despierta más solidaridad. No esperemos a los otros sino que comencemos nosotros. Comienza con el que está a tu lado con el que puedes compartir al menos una sonrisa que le alegre el día; comienza compartiendo eso que tu eres o tienes o simplemente dándole la mano para que pueda caminar.
Es la lección que les dio Jesús a sus discípulos más cercanos cuando les dijo que ellos les dieran de comer y es la lección que a nosotros también nos está dando. Encontrarnos con Cristo y escuchar su Palabra no nos puede dejar de cualquier manera. Y es que Jesús quiere valerse de nosotros para incendiar el mundo con su amor.
El encuentro con Jesús tiene que despertar lo mejor que pueda haber en nuestro corazón; el encuentro con Jesús al tiempo que nos llena de su paz, también nos siempre inquietud en el corazón; el encuentro con Jesús nos pone siempre en camino de algo nuevo, de un amor nuevo, de una actitud de servicio más comprometida; el encuentro con Jesús dinamiza nuestra vida para que sepamos encontrarnos de verdad con los otros hombres nuestros hermanos, sentándonos en la hierba con ellos para compartir sus inquietudes y sus dolores, sus esperanzas y también sus alegrías.
Cristo es nuestra fuerza. De El aprendemos, porque para eso contemplamos su vida y escuchamos su Palabra, pero de El nos alimentamos porque quiere darnos su vida misma. Nunca podremos salir de la Eucaristía sin que se haya caldeado de verdad nuestro corazón en su amor; siempre hemos de salir de la Eucaristía queriendo prender del fuego de ese amor con que hemos incendiado nuestro corazón a todo el mundo que nos rodea para hacerlo en verdad mejor. No olvidemos aquello que le hemos escuchado a Jesús ‘fuego he venido a traer a este mundo y lo que quiero es que arda’.