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miércoles, 6 de agosto de 2014

¿Nos gustaría decir también como Pedro ‘qué hermoso es estar aquí’?

¿Nos gustaría decir también como Pedro ‘qué hermoso es estar aquí’?

2Pd. 1, 16-19; Sal. 96; Mt. 17, 1-9
¿Nos gustaría decir también como Pedro ‘qué hermoso es estar aquí’? Decir de entrada que ojalá ése fuera nuestro sentimiento y nuestro deseo cuando venimos a celebrar la Eucaristía. ¿Puede haber algo más hermoso y más grandioso? Por ahí podríamos seguir haciéndonos hermosas consideraciones.
En otra ocasión del momento litúrgico escuchamos - se nos proclama - este mismo texto del Evangelio. Siempre en el segundo domingo de Cuaresma, diferente según el evangelista, en cada uno de los tres ciclos, escuchamos el relato de la Transfiguración.
Entonces, como expresábamos en la liturgia de aquel día se nos quería mostrar ‘que la pasión es el camino de la resurrección’. En la inminencia de la celebración de la Pascua se nos proponía ese evangelio, igual que Jesús en la medida en que iba anunciándoles su pasión y muerte cercana se les transfiguró en lo alto del Tabor para fortalecer la fe de los apóstoles y sobrellevasen el escándalo de la cruz.
Cuarenta días nos faltan ahora para la celebración de la exaltación de la Santa Cruz el catorce de septiembre, y la liturgia con el mismo sentido nos propone hoy esta fiesta de la Transfiguración del Señor. Ya hemos escuchado el relato del evangelio; ‘Jesús que tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan y se los llevó aparte a una montaña alta’. En el Tabor, una montaña de gran significado en la historia de Israel en medio de las llanuras de Galilea la tradición ha situado siempre esa montaña alta de la que habla el evangelista. Jesús se los llevó a orar y ‘se transfiguró delante de ellos  y su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz’.
Es entonces, cuando aparecen Moisés y Elías conversando con Jesús, cuando Pedro entusiasmo exclama,  como le hemos escuchado: ‘¡qué hermoso es estar aquí!’. Se olvida de si mismo y de sus compañeros, sólo piensa en lo que está contemplando que quiere que dure para siempre. Esta dispuesto a hacer un altar o un templo, levantar tres chozas o lo que haga falta; pero que aquello no se acabe. Y se oye la voz del Padre que desde la nube que los envolvía les decía: ‘Este es mi Hijo, el amado, el predilecto. Escuchadle’. Aunque se llenan de temor al oír la voz del cielo, allí está Jesús y con Jesús siempre la paz: ‘Levantaos, no temáis’.
¿Qué sentido nos quiere dar la liturgia, entonces, a esta nueva celebración de la Transfiguración del Señor? Siempre todas nuestras celebraciones cristianas son una celebración y una proclamación de nuestra fe. No lo podemos olvidar. Celebramos el misterio de Cristo y estamos celebrando nuestra fe, gozándonos de nuestra fe, dándole gracias y gloria al Señor por esa fe que profesamos. Pero al tiempo que la celebramos la proclamamos; al tiempo que la celebramos y la proclamamos alimentamos también nuestra fe. Como recordábamos antes ‘fortaleció la fe de los apóstoles’, fortalece nuestra fe. Bien que lo necesitamos en medio del mundo de turbulencias en que vivimos.
Pero más cosas podemos ver y aprender, por así decirlo, en nuestra celebración de hoy. Contemplando a Cristo transfigurado estamos contemplando la gloria a la que estamos llamados. En la transfiguración de Jesús se está prefigurando de forma maravillosa, como expresábamos en la oración litúrgica, nuestra perfecta adopción como hijos de Dios desde nuestro bautismo. Tiene también en esta ocasión la celebración de la Transfiguración del Señor un hondo sentido pascual; nos recuerda nuestro bautismo; nos recuerda la transfiguración que se realiza en nuestra vida por la acción del Espíritu Santo que nos hace partícipes de la vida divina, nos hace hijos de Dios.
Es una invitación a la transfiguración de nuestra vida a imagen de Cristo; es una invitación a que vivamos para siempre purificados de nuestros pecados y resplandezca entonces en nosotros la gloria del Señor. Es una invitación a la santidad. ‘Cuando se manifieste Cristo, decía san Juan en sus cartas en un texto que se utiliza como antífona también en esta fiesta, seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es’, nos llenaremos de su gloria y de su resplandor.
Recordemos que cuando Moisés bajó de la montaña después de haber visto cara a cara a Dios, venía con su rostro resplandeciente, de manera que se lo cubría con un velo porque aquel resplandor hería los ojos de los israelitas. Así resplandecía de Dios; así tenemos nosotros que resplandecer de Dios.
Vivamos con intensa alegría y gozo en el alma esta fiesta de la Transfiguración del Señor. Pero no olvidemos a lo que estamos llamados. Es una invitación a la santidad, a transfigurarnos en Cristo y con Cristo, a alentar la esperanza de la Iglesia porque nos revela en si mismo la claridad con que un día, por toda la eternidad, ha de brillar todo el cuerpo de Cristo que es la Iglesia.

‘¡Qué hermoso es estar aquí!’, decía san Pedro contemplando la transfiguración del Señor. ‘¡Qué hermoso es estar aquí!’ tenemos que decir nosotros cuando vivimos con toda intensidad nuestra celebración porque también contemplamos la gloria del Señor. Pero es también con lo que un día tendríamos que exclamar en el cielo contemplando y gozando de la gloria del Señor por toda la eternidad. ‘¡Qué bien se está aquí!’ ¡Cuántos deseos de cielo tendría que haber en nuestra alma!

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