El amor es multiplicador y la solidaridad contagia y despierta solidaridad
Is. 55, 1-3; Sal. 144; Rm. 8, 35.37-39; Mt. 14, 13-21
‘Estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que
vayan a las aldeas y compren de comer’, le dicen los discípulos a Jesús.
Jesús se los había llevado ‘a un sitio
tranquilo y apartado’. Pero la gente busca a Jesús. Cuando desembarcan se
encuentran con una multitud considerable y allí está Jesús curando enfermos,
anunciando de palabra y de obra el Reino de Dios. Se hace tarde y es cuado
surge la petición de los discípulos, movidos a compasión.
Pero, ¿es que ellos no
habían escuchado lo anunciado por el profeta? ‘Sedientos todos, acudid por agua también los que no tenéis dinero…
inclinad el oído, venid a mí; escuchadme y viviréis…’ Allí estaba aquella
multitud sedienta y hambrienta. Eran sus males y enfermedades, eran sus
problemas y sus sufrimientos, era el ansia de algo nuevo y distinto que con la presencia de Jesús se
despertaba en sus corazones. Y buscaban a Jesús. ¿Cómo se les iba a despedir? Allí
está Jesús curando, sanando cuerpos y corazones. Allí está Jesús queriendo dar
vida a todos.
Pero Jesús quería
enseñar algo más a sus discípulos más cercanos,
ahora preocupados por aquella multitud hambrienta y en la circunstancia
de que allí no había donde comprar pan para alimentarlos. ‘No hace falta que se vayan. Dadle vosotros de comer’, les dice
Jesús. Pero allí no había sino cinco panes y dos peces...
‘Dadle vosotros de comer’. Hermoso reclamo el que les hace Jesús,
pero un reto comprometedor. No basta decir que
el problema es grande, que la multitud está hambrienta, que hay crisis y
problemas, que las cosas andan mal, que hay mucha gente sufriendo. Eso es
fácil. Pero Jesús nos pide algo más.
Ya vimos en el
evangelio cómo se solucionaron las cosas. Alguien había por allí con cinco
panes - panes de cebada que es el pan de los pobres, nos dirá otro evangelista
- y dos peces que los puso a disposición, aunque la multitud era grande. El
amor hace posible cosas grandes aunque sean pobres y limitadas las cosas que
tengamos a mano, porque el amor es capaz de hacer grande lo que nos parece
pequeño. Allí está el amor de Jesús, que
era el amor de Dios y el milagro se produjo.
‘Mandó a la gente que se recostara en la hierba’, nos dice el
evangelista y realizando un gesto que nos recordará al que más tarde realizará
en la última cena, bendiciendo el pan, lo partió y lo repartió. Los discípulos
se lo repartieron a la gente - vuelven a aparecer las mediaciones de las que
Cristo quiere valerse - y todos comieron hasta quedarse satisfechos. Incluso
sobró, ‘recogieron doce cestos llenos del
pan que había sobrado’.
Allí está Jesús que nos
alimenta. ‘Venid… comed sin pagar, vino y
leche de balde’, había dicho el profeta. ‘Escuchadme atentos y comeréis bien, saborearéis platos sustanciosos’.
No es un alimento cualquiera el que Cristo nos ofrece, porque se nos está dando
a si mismo, nos da su propia vida. El se ha hecho pan en la Eucaristía para que
comamos su carne, para que nos alimentemos de El y tengamos vida eterna. Ya no
es un pan cualquiera el que vamos a comer sino que es a Cristo mismo que se nos
da.
Pero cuando Cristo así
se nos da nos está diciendo mucho más. Es lo que hemos visto reflejado en este
texto del evangelio, en este episodio de la multiplicación de los panes allá en
el descampado. Recordemos sus distintos momentos. Está la inquietud de los discípulos; está el mandato de Jesús de
que sean ellos los que les den de comer; está el gesto del desprendimiento de
quien poco tiene pero lo comparte; está la comunión nueva que nace entre todos
los que comieron aquel nuevo pan recostados allá en la hierba formando una
nueva comunidad en torno a Cristo.
Todo esto nos está
diciendo muchas cosas. Porque creemos en Jesús y entonces estamos llenándonos
de su amor tiene que aparecer esa nueva inquietud en nuestro corazón no solo
por lo que a nosotros nos pueda suceder, sino por lo que le pueda estar
sucediendo a cuantos nos rodean. Pero la inquietud no es para ver, llorar y
lamentarse, sino para poner manos a la obra.
No nos podemos quedar
con los brazos cruzados. Hay muchas urgencias en este mundo en el que vivimos
que no nos pueden dejar tranquilos ni esperar a que otros den solución. Estamos
hablando una y otra vez de la crisis que vivimos; nos quejamos de la falta de
paz de nuestro mundo; constatamos cuanto sufrimiento hay en muchos corazones
llenos de amargura. Es la realidad pero a la que tenemos que dar respuesta. Ya
sea en los problemas grandes de nuestra sociedad, o en esos problemas que nos
pueden parecen más pequeños o sencillos por la cercanía a nosotros, pero que
son amarguras y tragedias en el corazón de tantos.
Siempre estamos
pidiendo que hagan, que haya leyes que obliguen, que los otros comiencen a
hacer y no sé cuantas cosas más. Pero, nosotros tenemos que poner nuestro
pequeño pan de cebada si es solo eso lo que tenemos; pero tenemos que ponerlo.
Nos puede parecer poco lo que nosotros podemos hacer y eso no se va notar.
Estamos equivocados.
Es que el amor es
multiplicador. El amor se contagia. La solidaridad despierta más solidaridad. No
esperemos a los otros sino que comencemos nosotros. Comienza con el que está a
tu lado con el que puedes compartir al menos una sonrisa que le alegre el día; comienza
compartiendo eso que tu eres o tienes o simplemente dándole la mano para que
pueda caminar.
Es la lección que les
dio Jesús a sus discípulos más cercanos cuando les dijo que ellos les dieran de
comer y es la lección que a nosotros también nos está dando. Encontrarnos con
Cristo y escuchar su Palabra no nos puede dejar de cualquier manera. Y es que Jesús
quiere valerse de nosotros para incendiar el mundo con su amor.
El encuentro con Jesús
tiene que despertar lo mejor que pueda haber en nuestro corazón; el encuentro
con Jesús al tiempo que nos llena de su paz, también nos siempre inquietud en
el corazón; el encuentro con Jesús nos pone siempre en camino de algo nuevo, de
un amor nuevo, de una actitud de servicio más comprometida; el encuentro con
Jesús dinamiza nuestra vida para que sepamos encontrarnos de verdad con los
otros hombres nuestros hermanos, sentándonos en la hierba con ellos para
compartir sus inquietudes y sus dolores, sus esperanzas y también sus alegrías.
Cristo es nuestra
fuerza. De El aprendemos, porque para eso contemplamos su vida y escuchamos su
Palabra, pero de El nos alimentamos porque quiere darnos su vida misma. Nunca
podremos salir de la Eucaristía sin que se haya caldeado de verdad nuestro corazón
en su amor; siempre hemos de salir de la Eucaristía queriendo prender del fuego
de ese amor con que hemos incendiado nuestro corazón a todo el mundo que nos
rodea para hacerlo en verdad mejor. No olvidemos aquello que le hemos escuchado
a Jesús ‘fuego he venido a traer a este
mundo y lo que quiero es que arda’.
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