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sábado, 1 de octubre de 2011

La alegría y la dicha de la fe y del amor


Baruc, 4, 5-12.27-29;

Sal. 68;

Lc. 10, 17-24

La alegría y la dicha de la fe y del amor. Es casi todo lo que se me ocurre comentar, o para comenzar a comentar, este texto del evangelio que acabamos de escuchar. Y es que los que tenemos fe en Jesús tenemos que ser las personas más dichosas del mundo, sean cuales sean las circunstancias por las que estemos pasando. Siempre podemos sentir la dicha de la presencia de Jesús a nuestro lado, en nuestra vida. Es el gozo y la dicha de la fe.

Hemos escuchado que Jesús termina diciéndoles – podría parecer que no tiene sentido que comencemos por el final, pero no importa – ‘¡dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que veis vosotros y no lo vieron; oír lo que oís, y no lo oyeron’. Y eso ¿no lo podemos sentir también como dicho a nosotros que desde la fe podemos experimentar también esa presencia de Jesús en nuestra vida?

Este texto que hoy hemos escuchado está todo lleno de expresiones de gozo y alegría: en los discípulos – aquellos setenta y dos que había enviado de dos en dos a anunciar el Reino – que ‘volvieron muy contentos’. Habían podido realizar las cosas maravillosas para las que Jesús les había dado poder a la hora de anunciar el Reino. ‘Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre’, le cuentan. Pero Jesús les hacía reflexionar y les decía: ‘Estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo’.

Pero veremos a Jesús también lleno de gozo y alegría; ‘lleno de la alegría del Espíritu Santo’, nos dice el evangelista. Y esa alegría del Espíritu le hace bendecir y alabar al Padre. ‘Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla’. Ahí está primero que nada cómo ese misterio de Dios se está revelando a aquellos discípulos sencillos que El ha escogido y ha enviado a anunciar el Reino. No son ilustrados, son pescadores de Galilea, gente sencilla que se ha entusiasmado por Jesús y lo ha seguido por los caminos; son los pobres, los humildes y los sencillos los que se han acercado a Jesús para descubrir los misterios de Dios.

‘Lleno de la alegría del Espíritu Santo’ El nos está manifestando a Dios, dándonos a conocer el rostro del amor de Dios; y el Padre está sellando la obra de Jesús, revelándonos y dándonos a conocer también quien es Jesús, su Hijo amado, como lo manifestara en el Jordán o a allá en el Tabor. ‘Todo me lo ha entregado mi Padre y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre, ni quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar’.

Y todo esto se sigue realizando en la Iglesia, en los que creemos en Jesús a través de los tiempos. Motivos tenemos también nosotros para bendecir así y alabar a Dios que así nos manifiesta su amor y se nos revela allá en lo más íntimo del corazón. Con corazón de pobre, con corazón humilde, con corazón lleno de amor también nosotros hemos de acercarnos a Dios y llenarnos también de esa alegría del Espíritu. Dios se nos manifiesta a nosotros también si con un corazón así nos acercamos a Dios.

Precisamente en este día primero de octubre estamos haciendo memoria de Santa Teresita del Niño de Jesús. Pequeña, humilde, que con corazón de niño se acercaba a Dios y cómo Dios se le manifestaba. No vivió muchos años, pues murió muy jovencita; se consagró a Dios en la vida monástica como Carmelita Descalza y allí vivió consagrada al Señor tras los muros de un monasterio, pero con un corazón abierto a la Iglesia universal, por eso la tenemos incluso como patrona de las misiones.

Pero fue la pequeña que se llenó -del misterio de Dios que se le revelaba en su corazón en el sentido de lo que venimos reflexionando en el evangelio de hoy. No fue de grandes estudios teológicos pero alcanzó una profundidad en el conocimiento del misterio de Dios que incluso la Iglesia la ha reconocido y declarado como Doctora de la Iglesia. Dios que se revela a los pequeños y a los sencillos, que lo vemos reflejado en esta Santa que hoy celebramos.

Llenémonos de ese gozo y de esa dicha en el Señor, desde nuestra fe y desde nuestro amor, desde nuestra humildad y desde nuestra entrega por los demás.

viernes, 30 de septiembre de 2011

Que se mueva nuestro corazón para reconocer las maravillas de amor del Señor por nosotros


Baruc 1, 15-22;

Sal. 78;

Lc. 10, 13-16

‘¡Ay de ti Corozaín, ay de ti, Betsaida!’ Lamentos de Jesús por aquellas ciudades donde había predicado la Palabra de Dios, anunciado el Reino con obras y palabras y no habían dado respuesta. Lamenta Jesús también la situación de Cafarnaún que se levantaba llena de orgullo considerándose una ciudad próspera por su situación allá junto al lago, donde tantas obras había realizado Jesús y no se habían convertido. ‘¿Piensas escalar el cielo? Bajarás al abismo…’

Hace referencia Jesús a otras ciudades consideradas paganas y malditas, como eran Tiro y Sidón por una parte, y las ciudades destruidas por el fuego por su maldad en la antigüedad de Sodoma y Gomorra que si allí se hubiera hecho tanto como ahora en estas ciudades hacía Jesús se hubieran vestido de sayal y no hubieran merecido castigo.

Como dirá Jesús en otra ocasión ‘lloraréis y os rechinarán los dientes, cuando veáis a Abrahán, a Isaac, a Jacob y todos los profetas sentados en la mesa del Reino de Dios mientras vosotros seréis arrojados fuera. Pues vendrán de oriente y de occidente, del norte y del sur a sentarse en la mesa del Reino de Dios’.

Lo vamos a escuchar también el domingo en la parábola de los viñadores homicidas. ‘Arrendará la viña a otros labradores que entreguen los frutos a su tiempo… Os digo que se os quitará a vosotros el Reino de Dios y se entregará a un pueblo que dé a su tiempo los frutos que corresponden…’

Algo que tiene que hacernos pensar a nosotros que tanta gracia recibimos del Señor. Sí, es una gracia del Señor no solo la fe que hemos recibido y todo lo que a lo largo de nuestra vida hemos ido recibiendo del Señor, sino lo que ahora mismo estamos recibiendo. Podríamos pensar en cuántas veces hemos recibido el perdón del Señor, cuántas veces hemos tenido la oportunidad de acercarnos a la Eucaristía, cuántas veces hemos escuchado la Palabra de Dios. ¿Cuáles son nuestros frutos?

Ahora mismo cada día, cada mañana, tenemos la oportunidad de reunirnos para celebrar la Eucaristía y escuchar la Palabra del Señor, ¿estará creciendo más y más en santidad nuestra vida? ¿Somos cada día mejores?

No echemos en saco roto la gracia del Señor que se nos manifiesta de mil maneras en tantos mimos de Dios para con nuestra vida. Ese amor de Dios que se manifiesta en tantos cuidados que recibimos, en tantas personas que nos quieren y están cercanas a nosotros a nuestro lado. Manifestaciones del amor de Dios tenemos que reconocer. Manifestaciones del amor de Dios que tendrían que mover nuestro corazón a dar una mejor respuesta de amor cada día.

En la primera lectura hemos escuchado un texto del profeta Baruc. Probable secretario de Jeremías y recopilador de las profecías del mismo, fue profeta en los primeros tiempos del exilio en Babilonia y supo hacer una lectura creyente de la situación difícil por la que estaba pasando el pueblo desterrados y cautivos lejos de su tierra, de sus casas, de su templo, de lo que había sido su vida hasta entonces y no habían sabido valorar ni cuidar lo suficiente.

Ahora se sienten pecadores y humildes se postran ante el Señor pidiendo perdón, queriendo convertir sus corazones al Dios de la Alianza cuyos mandatos habían tan fácilmente olvidado y desobedecido. ‘No obedecimos al Señor que nos hablaba por medio de sus enviados los profetas… haciendo lo que el Señor reprueba’.

Fue una ocasión para escuchar ahora la llamada del Señor y convertirse a El. ¿No tendríamos que hacer lo mismo nosotros también cuando tantas son las llamadas del Señor y la gracia que derrama cada día sobre nosotros?

jueves, 29 de septiembre de 2011

Miguel, Gabriel y Rafael nos alcancen la fortaleza de Dios y nos acompañen en el camino de los designios de Dios



Apoc. 12, 7-12;

Sal. 137;

Jn. 1, 47-51

‘Se hizo silencio en el cielo cuando el dragón trabó batalla con el arcángel Miguel. Se oyó una voz que decía: victoria, honor y poder al Dios todopoderoso…’

‘Y el ángel Gabriel se apareció a Zacarías y le dijo: tu mujer Isabel te dará un hijo, y le pondrás por nombre Juan…’

‘Yo soy el ángel Rafael, que estoy al servicio de Dios; vosotros bendecid al Señor y escribid todo lo que os ha ocurrido…’

‘Y un ángel se puso junto al altar del templo con un incensario de oro en sus manos, y le entregaron muchos perfumes. Y por manos del ángel subió a la presencia del Señor el humo de los perfumes, que son las oraciones de los santos…’

Estas son algunas de las antífonas que la Iglesia nos propone, sobre todo en la liturgia de los horas en esta fiesta de los Santos Arcángeles, Miguel, Gabriel y Rafael que hoy estamos celebrando en una misma fiesta. Pueden ser un buen resumen del sentido de esta celebración al igual que nos manifiestan el significado de los santos Arcángeles que están en la presencia de Dios cantando siempre la gloria del Señor.

Pero nos manifiestan también la misión y el ministerio que ejercieron y ejercen a favor de los hombres en la historia de la salvación. Mensajeros divinos que nos hacen sentir la presencia y la fortaleza del Señor en nuestra lucha contra el mal, al tiempo que inspiran en nuestro corazón el mensaje divino que nos manifiesta la voluntad de Dios escondida desde los siglos pero que nos quiere ofrecer siempre su amor y su salvación. Angeles que nos protegen y nos acompañan, que nos hacen llegar la medicina de Dios pero que también a través de sus manos como un incienso divino que sube hasta el cielo hacen llegar nuestras oraciones ante el trono de Dios.

Miguel en su lucha contra el maligno nos hace pregustar la victoria definitiva sobre el mal para hacernos partícipes del Reino eterno de Dios en que Dios mismo será siempre nuestra victoria y nuestro gozo; como su mismo nombre indica, ‘¿quién como Dios?’, nos hace sentir esa presencia de Dios en nuestra vida que con su gracia nos fortalece en nuestra lucha contra el mal.

Gabriel mensajero divino no solo para Zacarías anunciándole el nacimiento de Juan, sino para María a quien revela lo que son los designios divinos que quiere contar con ella, con su Sí, para que se realiza la obra de nuestra redención a través del misterio de la Encarnación que se iba a consumar en las entrañas de María. Así tendremos que escuchar allá en lo hondo de nuestro corazón ese designio de amor de Dios para con nosotros, y así tenemos que aprender a abrirnos a ese Misterio de Dios que se nos manifiesta y se nos revela.

Rafael, compañero de camino y medicina de Dios, como su mismo nombre indica; no sólo nos acompaña en el camino de la vida librándonos de todo peligro sino que nos conducirá siempre hasta Jesús es es la verdadera medicina de salvación para el hombre porque es nuestro salvador y redentor que nos cura, nos sana y nos salva de todos nuestros males y pecados. Cuánto necesitamos nosotros encontrar esa medicina de Dios que nos haga llegar la gracia y la salvación.

Que el árcangel Rafael, presente ante el trono de Dios también el memorial de nuestras oraciones como hizo con Tobías y Sara para que así alcancemos siempre la gracia del Señor frente a las adversidades peligros que nos encontramos tantas veces en los caminos de la vida. Mejor acompañante no podemos encontrar para ese nuestro peregrinar hacia la patria definitiva donde podamos cantar para siempre la gloria del Señor.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Nos ponemos en camino tras los pasos de Jesús


Nehemías, 2, 1-8;

Sal. 136;

Lc. 9, 57-62

‘Mientras iban de camino Jesús y sus discípulos’, comienza diciéndonos el evangelio. Jesús va de camino, sube a Jerusalén. Los discípulos le siguen. Quien quiera ser su discípulo tendrá que ponerse en camino detrás de El. Discípulo es el que sigue a su Maestro; que no es sólo aprender cosas del maestro; el maestro verdadero es el que enseña a vivir, enseña un camino de vida, como lo hace Jesús.

Tiene sus exigencias. Es lo que nos plantea hoy Jesús. ‘Te seguiré a donde vayas’, le dice uno que quiere ser su discípulo. ‘Te seguiré, pero déjame enterrar a mi padre… déjame primero despedirme de mi familia’, le dicen otros. Y Jesús habla de la radicalidad que significa seguirle. No es que Jesús nos diga que no cumplamos con nuestros deberes familiares, o quiera hacernos la vida imposible. Pero seguir a Jesús es ponernos a caminar su mismo camino, seguir sus mismos pasos, pisar en sus mismas huellas.

Seguimos a Jesús no para buscarnos unos apoyos o refugios humanos, que es muy lícito que queramos tenerlos. ‘El Hijo del Hombre no tiene donde reclinar su cabeza’. No hubo sitio para él en la posada a la hora de su nacimiento e incluso a la hora de su muerte tendrá para él una sepultura prestada. Y ya lo vemos caminante por los caminos de Palestina anunciando el Reino de Dios.

Seguimos a Jesús con desprendimiento total, en pobreza de vida que nos lleve a una generosidad total porque ya no queremos pensar en nosotros mismos. ‘Deja que los muertos entierren a sus muertos’. A nosotros nos toca despertar a la vida, llenar de vida.

Seguimos a Jesús desde una radicalidad del amor que quiere ir siempre repartiendo vida, venciendo todo lo que signifique muerte. ‘Tú vete a anunciar el Reino de Dios’.

Seguimos a Jesús mirando siempre adelante, no mirando hacia atrás añorando lo que antes éramos o teníamos. No nos valen los apegos, los sueños del pasado, las añoranzas de lo que eera nuestra vida. ‘El que echa mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el Reino de Dios’.

Esto lo podemos contemplar en la radicalidad de quien ha consagrado su vida al Señor en la vida religiosa. Un día escucharon la voz del Señor, ‘sígueme’, y dejándolo todo se fueron con El. Es el testimonio de la radicalidad del evangelio hecho vida. Los religiosos y religiosas que se han consagrado al Señor son testigos en medio de la Iglesia y del mundo de que en verdad el evangelio es la luz y la sal de la vida que nos conduce a la más honda felicidad. Quienes así se consagran al Señor viven felices en su entrega, en su amor, en su servicio, en el sacrificio de su vida que lo convierten en ofrenda de amor al Señor para la gloria de Dios y para bien de nuestro mundo.

Pero no podemos pensar que este texto del evangelio que estamos meditando es válido solo para los que así radicalmente se consagran a Dios en la vida religiosa. Estas palabras de Jesús son para todos los que queremos seguirle porque siempre Dios tiene que ser el único centro de nuestra vida. Nuestro encuentro con el evangelio de Jesús nos llevará a que desde esa fe que ponemos en El todo en nuestra vida sea así siempre para la gloria de Dios. A todos nos pide Jesús esa generosidad en el amor, esa disponibilidad para el servicio, ese compromiso por el Reino de Dios que tenemos que ir viviendo en nuestra vida y plantando en nuestro mundo.

Somos sus discípulos que le seguimos, que seguimos su camino, que queremos copiar su vida en nosotros. El es nuestro Maestro y nuestro Señor, nuestra Salvación y nuestra Vida. Que la luz de la fe ilumine totalmente nuestra vida. Que el espíritu del evangelio impregne nuestra existencia.

martes, 27 de septiembre de 2011

Jesús tomó la decisión de subir a Jerusalén


Zac. 8, 20-23;

Sal. 86;

Lc. 9, 51-56

‘Jesús tomó la decisión de subir a Jerusalén…’ El que siendo Dios se abajó y descendió hasta nosotros inicia ahora su ascensión. ‘Se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo’. Por eso inicia su camino de subida a Jerusalén. No es sólo fisicamente el camino que llevaba desde Galilea hasta Jerusalén, que por eso los judíos para ir a Jerusalén siempre dirán que suben a Jerusalén, sea cual sea el camino, ya a través de Samaria, como será en este caso, o cuando van por el valle del Jordán, que desde Jericó iniciarán geográficamente esa subida a Jerusalén.

Pero no es solo el movimiento geográfico, que podríamos decir, sino que es algo más hondo. Porque es subida que también a nosotros nos pone en camino de Ascensión. Para eso ha venido, para levantarnos a nosotros, para subirnos con El.

Este movimiento de abajarse, de descender pero también de ascensión, de vuelta al Padre envuelve todo el evangelio de Lucas. Recordemos que así teminará el relato de su evangelio, con su asención al cielo. Pero ese movimiento de Ascensión pasa por la pasión y por la muerte. Ahora sube a Jerusalén consciente de que llega la hora de su vuelta al Padre pero en Jerusalén se ha de culminar su obra redentora para lo que ha descendido de los cielos hasta nosotros.

Pero ya, desde que inicia este camino de subida, podíamos decir que comienzan las señales de lo que va a ser su pasión redentora; comienzan los rechazos que tendrán su momento culminante en Jerusalén. Siempre estuvieron enfrente los fariseos y los letrados que no aceptaban lo que Jesús hacía o lo que enseñaba, pero en Jerusalén se va a manifestar más intensamente ese rechazo.

En este texto que hoy hemos escuchado aparece por una parte el rechazo de los habitantes de aquel pueblo de Samaría que no quisieron darle alojamiento porque eran judíos que iban a jerusalén. Bien conocido es el enfrentamiento entre judíos y samaritanos. Podríamos decir que esa negativa a dar alojamiento entraría en la normalidad de lo que eran las relaciones entre unos y otros.

Pero seguramente algo más fuerte dolería en el corazón de Jesús y es el que los propios discípulos todavia no terminaran de comprender su estilo y manera de hacer. ‘Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le preguntaron: Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo y acabe con ellos?’ Por algo los llamaría los hijos del trueno. No terminaban aún de comprender el sentido del mesianismo de Jesús; serían los que pedirían los primeros puestos. Quizá también aquellos poderes que les había dando cuando los había enviado de dos en dos con poder para curar enfermedades o expulsar demonios se les habían subido a la cabeza.

No es ese el estilo de Jesús. ‘No sabéis de qué espiritu sois. El Hijo del Hombre no ha venido a perder a los hombres sino a salvalos’. En Jesús todo es amor y búsqueda del pecador. Es el pastor que busca la oveja perdida. Es el padre bueno que espera la vuelta del hijo pródigo. Es el que siempre nos está buscando y ofreciendo su amor y su perdón. Para algo subía El a Jerusalén ahora sabiendo que allí iba a haber pasión y muerte, pero que realmente era vida y salvación.

Caminemos al paso de Jesús, subamos a Jerusalén y carguemos con El la cruz. Vayamos con Jesús y aprendamos de la ofrenda de su amor y de su entrega. Vayamos con Jesús y empapémonos de su amor, de su vida. Vayamos con Jesús y preocupémonos siempre de lo bueno, de hacer el bien, de ayudar al hermano, de saber valorar siempre lo bueno que hay en el otro por pequeño que nos parezca.

Jesús quiere que vayamos con El y emprendamos ese camino de Ascensión. No tengamos miedo a la pasión, a la cruz porque como El aprendamos a poner amor. No tengamos miedo a la pasión y a la cruz, porque sabemos que hay resurrección, que hay vida nueva, que podemos con Cristo ir también hasta el Padre.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Una palabra que nos educa en las actitudes fundamentales de servicio


Zac. 8, 1-8;

Sal. 101;

Lc. 9, 46-50

La Palabra de Dios que cada día vamos escuchando es el alimento fundamental y necesario para el camino de nuestra vida cristiana. Nos ayuda a ir penetrando más y más en el misterio de Dios que es un misterio de amor y nos ayuda a mirar nuestra vida de cada día con nuevos ojos, con la mirada de Dios para sentirnos así impulsados más y más a vivir la fidelidad total de nuestra fe que se tiene que traducir en nuestra vida cristiana.

Queremos y deseamos seguir a Jesús, vivir intensamente el amor de Dios, pero ya sabemos cómo nos confundimos en muchas ocasiones y nos sentimos tentados a tomar actitudes en nuestra vida que no siempre son concordes con el espíritu y el sentido del evangelio. Entonces, como nos enseña san Pablo en sus cartas, la Palabra es útil para enseñar y para corregir, para ir iluminando nuestra vida y para purificar muchas actitudes que se han de inspirar siempre en el evangelio de Jesús.

Triste sería que nos sintiéramos tan seguros y tan puros que ya nos dijéramos que no necesitamos de la Palabra del Señor, porque ese mismo sentimiento habría precisamente que corregirlo y mejorarlo porque denotaría una actitud orgullosa en nuestra vida. Por eso siempre nos ponemos con actitud humilde ante la Palabra, para ver qué es lo que me dice a mí, que es lo que el Señor pide de mi vida. No escuchamos la Palabra para decir bueno esto qué bien le vendría a aquella persona. Sería la actitud del fariseo que tanto condena Jesús en el evangelio.

Hoy Jesús responde a algo muy concreto que le está sucediendo a los discípulos. ‘Se pusieron a discutir quién era el más importante’. No nos extrañe porque esas ansias de grandeza las llevamos muy metidas en el corazón y fácilmente o sutilmente pueden salirnos a flote. Queremos ser los primeros, queremos que nos reconozcan que somos buenos y mejores que los demás, nos sentimos muchas veces perfectos.

‘Adivinando lo que pensaban, Jesús cogió a un niño y lo puso a su lado’. Hay un matiz bien significativo en cómo san Lucas nos narra este episodio y nos da el mensaje de Jesús. Mateo nos dice en el texto paralelo a éste que hay que hacerse niño, hacerse pequeño. Pero Lucas insiste de manera especial – aunque también Mateo lo hace – en que tenemos que ser capaces de servidores de ese niño. ‘El que acoge a este niño en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, acoge al que me ha enviado’.

Fijémonos en ese matiz, acoger al pequeño. Los pequeños pueden pasar desapercibidos a nuestro lado. Cuántos pequeños a nuestro lado que ni los miramos. Nos es más fácil fijarnos en las personas mayores o que consideramos más importantes por la circunstancia que sea y tendemos a honrar a los que aparecen poderosos o importantes ante nosotros.

Pero Jesús nos habla de acoger a un niño; y esto tiene su especial significado además expresado en aquella cultura y en aquel ambiente. El niño no era considerado en nada hasta que no llegara a una mayoría de edad. Es cierto que a partir de los doce o catorce años ya se les consideraba mayores, pero al pequeño no se le tenía en cuenta para nada. Por eso es bien significativo que Jesús tome a un niño pequeño, lo ponga en medio, y diga que hay que acoger a ese niño, hay que ser capaz de ser servidor de ese niño, de ese pequeño.

Y concluirá Jesús diciéndonos a quien tenemos que considerar más importante. No según esos criterios humanos a los que hacíamos antes mención, sino que nos dirá que el pequeño es el más importante. ‘El más pequeño de vosotros es el más importante’.

Esto se une perfectamente a lo que en otro momento nos dirá de hacernos los últimos y los servidores de todos. De ellos es el Reino de los cielo. Esa es nuestra verdadera grande, el ser servidor, el hacernos los últimos, aunque a los ojos del mundo parezca que los siervos nada valen, pero nuestra grandeza está en el servir.

Miremos nuestra vida de cada día, nuestras relaciones mutuas entre unos y otros. Miremos bien a quien tenemos que servir. Examinemos bien cuáles son las actitudes que hemos de tener para con los demás. No nos arrepintamos nunca de hacer el bien, de ser servidores de los demás, aunque no seamos correspondidos o no nos lo tengan en cuenta. A los ojos de Dios sí que somos grandes y seremos bendecidos con la gracia del Señor. Toda cosa buena que hagamos es valiosa ante los ojos de Dios. Toda cosa buena que se haga, sean quien sea el que la haga, es valiosa en sí misma y siempre hemos de saber valorarla y tenerla en cuenta.

domingo, 25 de septiembre de 2011

A pesar de nuestras incongruencias el Señor sigue confiando en nosotros



Ez. 18, 25-28;

Sal. 24;

Filp. 2, 1-11;

Mt. 21, 28-32

¿A cuál de estos dos hijos nos podremos parecer nosotros? Tenemos el peligro de andar en la vida muchas veces con incongruencias como las que nos refleja la parábola. Uno dijo sí al padre, pero no fue; mientras que el que dijo no, se arrepintió y fue a lo mandado por el padre.

Decimos, decimos, pero luego lo que hacemos va por otro lado; prometemos tantas cosas que luego no cumplimos… Sin embargo en la parábola también hay un mensaje de esperanza y de ánimo. Dios nos espera, confía en nosotros, nos sigue amando a pesar de las cosas negativas que podamos hacer y nuestro corazón puede cambiar. Es lo que espera el Señor de nosotros siempre.

El camino de nuestra fe y de nuestra vida cristiana se ve muchas veces lleno de piedras, por decirlo así, que nos hacen tropezar. En nuestra fe queremos dar respuesta al Señor, a su amor, a las llamadas que continuamente nos va haciendo y queremos vivir una vida de entrega y de amor, pero nos encontramos con dificultades y tentaciones que nos hacen tambalearnos.

Muchas veces no sabemos dar la respuesta adecuada, porque aunque de pronto nos entusiasmemos por lo bueno, luego somos inconstantes y olvidamos lo prometido, o nos vienen otras tentaciones que nos arrastran y nos alejan del camino que nos habíamos trazado en nuestro seguimiento del Señor.

Un día escuchamos con gran fervor la Palabra del Señor que nos llamaba o nos invitaba a un camino bueno, algo sucede a nuestro lado que es como un aldabonazo a nuestra vida, el testimonio bueno de personas entregadas a nuestro lado nos estimulan, pero como decíamos nos cansamos, somos inconstantes, hay cosas que nos distraen de ese camino bueno y aquellos propósitos se olvidan o se quedan en un segundo plano. Incongruencias de nuestra vida en que nos dejamos arrastrar fácilmente por cansancios o cantos de sirena que nos llaman la atención y nos distraen de aquello a lo que con tanto entusiasmo nos habíamos comprometido.

Podíamos recordar hechos del evangelio en que algunos se entusiasmaban por Jesús, pero pronto veían la dificultad, o las exigencias de entrega eran mayores de lo que ellos se planteaban y se alejaban pesarozos quizá del camino que quizá hubieran emprendido. Recordemos el joven rico, o recordemos aquellos que querían seguir a Jesús pero éste les decía que el Hijo del Hombre no tenía donde reclinar la cabeza, o que no se podía volver la vista atrás cuando se ponía la mano en el arado.

Algunas veces nuestra actitud puede ser negativa desde el principio. Desde la cerrazón del corazón, quizá desde una vida desordenada y llena de pecado del que nos cuesta arrancarnos, desde el orgullo que se nos mete en el corazón, o quizá también por el ambiente materilista, pagano o descristianizado que nos rodea, cerramos nuestros oídos, los oídos del alma a la llamada del Señor, y vivimos una vida al margen de Dios, casi en un ateismo práctico. A cuántos les sucede así.

Pero la llamada del Señor es constante. Dios nos busca y nos llama. Y un día aquel que vivía alejado de Dios, quizá sin fe o con una fe muy pobre, sintió en el corazón la llamada a algo distinto, la invitación a la conversión, un impulso que nosotros llamamos gracia que le hacía volverse a Dios. Cuántas historias así se podrían contar de conversiones al Señor. Tantos que hoy llamamos santos el comienzo de su camino de santidad fue por una gracia así especial del Señor que encontró un eco en su corazón y cambiaron totalmente su vida.

Siempre hablamos de san Agustín que vivió una juventud alejada de Dios, a pesar de las lágrimas y súplicas de su santa Madre, y un día escuchó en su corazón la llamada del Señor. San Ignacio de Loyola dedicado a las armas y las guerras en su vida militar, pero que restableciéndose de sus heridas le gustaba leer y cuando no encontraba los libros de caballerías que eran su afición se encontró con unas vidas de santos, que movieron su corazón para convertirse al Señor.

Y así tantos y tantos, no sólo de personas a las que se les haya reconocido su santidad y proclamado santos, sino tantas personas anónimas que un día oyeron esa llamada del Señor que llegaba a ellos por distintos caminos y comenzaron una vida distinta, una vida de fe y de santidad. Un joven que cambió su vida de la noche a la mañana y sintió en su corazón la vocación a la vida sacerdotal o religiosa; alguna persona quizá no tan joven que vivía al margen de la Iglesia, pero que un día por el testimonio de alguien sintió el impulso de entregarse para servir a los demás de una forma comprometida.

Al principio decíamos que en la parábola encontrábamos un mensaje de esperanza y de ánimo. Es el saber que Dios siempre nos espera, sigue contando con nosotros a pesar de nuestras inconstancias y debilidades. El Señor con su gracia nos llama de mil maneras y nos invita una y otra vez a que vayamos a El, porque siempre en El vamos a encontrar amor, gracia, perdón, paz.

A pesar de nuestras respuestas negativas, o del abandono de lo prometido que tantas veces hacemos el Señor sigue amándonos y lo que espera es nuestra vuelta. La mirada del Señor no es recriminatoria sino siempre es una mirada que nos llena de paz y de confianza, porque es una mirada de amor. ¿No miró con amor a Pedro que lo había negado, a pesar de que Jesús le había anunciado lo que le iba a pasa y de las protestas primeras de Pedro de que El siempre estaría dispuesto hasta a morir por El? La mirada de amor de Jesús tras el momento de la negación fue una mirada para el arrepentimiento y bien lloró Pedro su pecado.

Pero Jesús seguía confiando en el amor de Pedro, por eso se lo hace repetir y prometer hasta tres veces allá junto al mar de Galilea. ‘¿Me amas, Pedro? ¿me amas más que estos?’ Es la pregunta que nos sigue haciendo Jesús a nosotros porque sigue confiando en nosotros, que como aquel hijo que primero había dicho no, luego nos arrepintamos y vayamos a hacer cuánto nos pide el Señor.

Cada vez que nos reunimos para la celebración de la Eucaristía la liturgia de la Iglesia nos recuerda nuestra condición de pecadores, pero de pecadores que sabemos acudir con humildad y con amor al Señor para pedirle perdón. Iniciamos la Eucaristía reconociendonos pecadores, confesando nuestro pecado, pero confesando la confianza grande que tenemos en la misericordia del Señor.

‘Señor, ten piedad’, le decimos y no solo en estas aclamaciones del principio, sino que a través de la celebración en distintos momentos lo vamos a repetir. ‘Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, en piedad de nosotros… atiende nuestra súplica…’ Venimos a celebrar al que se entregó por nosotros, derramó su Sangre para el perdón de los pecados. Y confiamos que a pesar de que somos pecadores, no somos dignos de acercarnos a El para comerle en la Eucaristía, una sola palabra suya puede salvarnos, puede sanarnos.

Vayamos con confianza hasta el Señor, dispongamonos a enmendar de verdad nuestra vida y a hacer cuanto nos pide el Señor y tengamos en nosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús. Cuánto tenemos que hacer y cuánto podemos hacer dejándonos conducir por el Señor, a pesar de nuestra debilidad; copiando en nosotros esos sentimientos de Jesús. Y el mundo necesita este mensaje de paz, de perdón, de amor. Es el mensaje importante que tenemos que saber llevar a los demás frente a tanto resentimiento, a tanto odio, a tanta malquerencia que muchas veces contemplamos a nuestro alrededor donde la gente no se sabe perdonar y no se sabe, en consecuencia, encontrar la paz.

Es el evangelio de paz, de amor, de compasión y de perdón que tenemos que llevar a nuestro mundo, si también nosotros somos capaces de mostrarnos con entrañas compasivas para los que están a nuestro lado. ¡Qué ejemplo de humildad nos da el Señor, como nos refleja la carta a los Filipeses! Es la humildad, el amor, la compasión, la misericordia con que nosotros hemos de presentarnos también a los demás.