Zac. 8, 1-8;
Sal. 101;
Lc. 9, 46-50
La Palabra de Dios que cada día vamos escuchando es el alimento fundamental y necesario para el camino de nuestra vida cristiana. Nos ayuda a ir penetrando más y más en el misterio de Dios que es un misterio de amor y nos ayuda a mirar nuestra vida de cada día con nuevos ojos, con la mirada de Dios para sentirnos así impulsados más y más a vivir la fidelidad total de nuestra fe que se tiene que traducir en nuestra vida cristiana.
Queremos y deseamos seguir a Jesús, vivir intensamente el amor de Dios, pero ya sabemos cómo nos confundimos en muchas ocasiones y nos sentimos tentados a tomar actitudes en nuestra vida que no siempre son concordes con el espíritu y el sentido del evangelio. Entonces, como nos enseña san Pablo en sus cartas, la Palabra es útil para enseñar y para corregir, para ir iluminando nuestra vida y para purificar muchas actitudes que se han de inspirar siempre en el evangelio de Jesús.
Triste sería que nos sintiéramos tan seguros y tan puros que ya nos dijéramos que no necesitamos de la Palabra del Señor, porque ese mismo sentimiento habría precisamente que corregirlo y mejorarlo porque denotaría una actitud orgullosa en nuestra vida. Por eso siempre nos ponemos con actitud humilde ante la Palabra, para ver qué es lo que me dice a mí, que es lo que el Señor pide de mi vida. No escuchamos la Palabra para decir bueno esto qué bien le vendría a aquella persona. Sería la actitud del fariseo que tanto condena Jesús en el evangelio.
Hoy Jesús responde a algo muy concreto que le está sucediendo a los discípulos. ‘Se pusieron a discutir quién era el más importante’. No nos extrañe porque esas ansias de grandeza las llevamos muy metidas en el corazón y fácilmente o sutilmente pueden salirnos a flote. Queremos ser los primeros, queremos que nos reconozcan que somos buenos y mejores que los demás, nos sentimos muchas veces perfectos.
‘Adivinando lo que pensaban, Jesús cogió a un niño y lo puso a su lado’. Hay un matiz bien significativo en cómo san Lucas nos narra este episodio y nos da el mensaje de Jesús. Mateo nos dice en el texto paralelo a éste que hay que hacerse niño, hacerse pequeño. Pero Lucas insiste de manera especial – aunque también Mateo lo hace – en que tenemos que ser capaces de servidores de ese niño. ‘El que acoge a este niño en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, acoge al que me ha enviado’.
Fijémonos en ese matiz, acoger al pequeño. Los pequeños pueden pasar desapercibidos a nuestro lado. Cuántos pequeños a nuestro lado que ni los miramos. Nos es más fácil fijarnos en las personas mayores o que consideramos más importantes por la circunstancia que sea y tendemos a honrar a los que aparecen poderosos o importantes ante nosotros.
Pero Jesús nos habla de acoger a un niño; y esto tiene su especial significado además expresado en aquella cultura y en aquel ambiente. El niño no era considerado en nada hasta que no llegara a una mayoría de edad. Es cierto que a partir de los doce o catorce años ya se les consideraba mayores, pero al pequeño no se le tenía en cuenta para nada. Por eso es bien significativo que Jesús tome a un niño pequeño, lo ponga en medio, y diga que hay que acoger a ese niño, hay que ser capaz de ser servidor de ese niño, de ese pequeño.
Y concluirá Jesús diciéndonos a quien tenemos que considerar más importante. No según esos criterios humanos a los que hacíamos antes mención, sino que nos dirá que el pequeño es el más importante. ‘El más pequeño de vosotros es el más importante’.
Esto se une perfectamente a lo que en otro momento nos dirá de hacernos los últimos y los servidores de todos. De ellos es el Reino de los cielo. Esa es nuestra verdadera grande, el ser servidor, el hacernos los últimos, aunque a los ojos del mundo parezca que los siervos nada valen, pero nuestra grandeza está en el servir.
Miremos nuestra vida de cada día, nuestras relaciones mutuas entre unos y otros. Miremos bien a quien tenemos que servir. Examinemos bien cuáles son las actitudes que hemos de tener para con los demás. No nos arrepintamos nunca de hacer el bien, de ser servidores de los demás, aunque no seamos correspondidos o no nos lo tengan en cuenta. A los ojos de Dios sí que somos grandes y seremos bendecidos con la gracia del Señor. Toda cosa buena que hagamos es valiosa ante los ojos de Dios. Toda cosa buena que se haga, sean quien sea el que la haga, es valiosa en sí misma y siempre hemos de saber valorarla y tenerla en cuenta.
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