Ez. 18, 25-28;
Sal. 24;
Filp. 2, 1-11;
Mt. 21, 28-32
¿A cuál de estos dos hijos nos podremos parecer nosotros? Tenemos el peligro de andar en la vida muchas veces con incongruencias como las que nos refleja la parábola. Uno dijo sí al padre, pero no fue; mientras que el que dijo no, se arrepintió y fue a lo mandado por el padre.
Decimos, decimos, pero luego lo que hacemos va por otro lado; prometemos tantas cosas que luego no cumplimos… Sin embargo en la parábola también hay un mensaje de esperanza y de ánimo. Dios nos espera, confía en nosotros, nos sigue amando a pesar de las cosas negativas que podamos hacer y nuestro corazón puede cambiar. Es lo que espera el Señor de nosotros siempre.
El camino de nuestra fe y de nuestra vida cristiana se ve muchas veces lleno de piedras, por decirlo así, que nos hacen tropezar. En nuestra fe queremos dar respuesta al Señor, a su amor, a las llamadas que continuamente nos va haciendo y queremos vivir una vida de entrega y de amor, pero nos encontramos con dificultades y tentaciones que nos hacen tambalearnos.
Muchas veces no sabemos dar la respuesta adecuada, porque aunque de pronto nos entusiasmemos por lo bueno, luego somos inconstantes y olvidamos lo prometido, o nos vienen otras tentaciones que nos arrastran y nos alejan del camino que nos habíamos trazado en nuestro seguimiento del Señor.
Un día escuchamos con gran fervor la Palabra del Señor que nos llamaba o nos invitaba a un camino bueno, algo sucede a nuestro lado que es como un aldabonazo a nuestra vida, el testimonio bueno de personas entregadas a nuestro lado nos estimulan, pero como decíamos nos cansamos, somos inconstantes, hay cosas que nos distraen de ese camino bueno y aquellos propósitos se olvidan o se quedan en un segundo plano. Incongruencias de nuestra vida en que nos dejamos arrastrar fácilmente por cansancios o cantos de sirena que nos llaman la atención y nos distraen de aquello a lo que con tanto entusiasmo nos habíamos comprometido.
Podíamos recordar hechos del evangelio en que algunos se entusiasmaban por Jesús, pero pronto veían la dificultad, o las exigencias de entrega eran mayores de lo que ellos se planteaban y se alejaban pesarozos quizá del camino que quizá hubieran emprendido. Recordemos el joven rico, o recordemos aquellos que querían seguir a Jesús pero éste les decía que el Hijo del Hombre no tenía donde reclinar la cabeza, o que no se podía volver la vista atrás cuando se ponía la mano en el arado.
Algunas veces nuestra actitud puede ser negativa desde el principio. Desde la cerrazón del corazón, quizá desde una vida desordenada y llena de pecado del que nos cuesta arrancarnos, desde el orgullo que se nos mete en el corazón, o quizá también por el ambiente materilista, pagano o descristianizado que nos rodea, cerramos nuestros oídos, los oídos del alma a la llamada del Señor, y vivimos una vida al margen de Dios, casi en un ateismo práctico. A cuántos les sucede así.
Pero la llamada del Señor es constante. Dios nos busca y nos llama. Y un día aquel que vivía alejado de Dios, quizá sin fe o con una fe muy pobre, sintió en el corazón la llamada a algo distinto, la invitación a la conversión, un impulso que nosotros llamamos gracia que le hacía volverse a Dios. Cuántas historias así se podrían contar de conversiones al Señor. Tantos que hoy llamamos santos el comienzo de su camino de santidad fue por una gracia así especial del Señor que encontró un eco en su corazón y cambiaron totalmente su vida.
Siempre hablamos de san Agustín que vivió una juventud alejada de Dios, a pesar de las lágrimas y súplicas de su santa Madre, y un día escuchó en su corazón la llamada del Señor. San Ignacio de Loyola dedicado a las armas y las guerras en su vida militar, pero que restableciéndose de sus heridas le gustaba leer y cuando no encontraba los libros de caballerías que eran su afición se encontró con unas vidas de santos, que movieron su corazón para convertirse al Señor.
Y así tantos y tantos, no sólo de personas a las que se les haya reconocido su santidad y proclamado santos, sino tantas personas anónimas que un día oyeron esa llamada del Señor que llegaba a ellos por distintos caminos y comenzaron una vida distinta, una vida de fe y de santidad. Un joven que cambió su vida de la noche a la mañana y sintió en su corazón la vocación a la vida sacerdotal o religiosa; alguna persona quizá no tan joven que vivía al margen de la Iglesia, pero que un día por el testimonio de alguien sintió el impulso de entregarse para servir a los demás de una forma comprometida.
Al principio decíamos que en la parábola encontrábamos un mensaje de esperanza y de ánimo. Es el saber que Dios siempre nos espera, sigue contando con nosotros a pesar de nuestras inconstancias y debilidades. El Señor con su gracia nos llama de mil maneras y nos invita una y otra vez a que vayamos a El, porque siempre en El vamos a encontrar amor, gracia, perdón, paz.
A pesar de nuestras respuestas negativas, o del abandono de lo prometido que tantas veces hacemos el Señor sigue amándonos y lo que espera es nuestra vuelta. La mirada del Señor no es recriminatoria sino siempre es una mirada que nos llena de paz y de confianza, porque es una mirada de amor. ¿No miró con amor a Pedro que lo había negado, a pesar de que Jesús le había anunciado lo que le iba a pasa y de las protestas primeras de Pedro de que El siempre estaría dispuesto hasta a morir por El? La mirada de amor de Jesús tras el momento de la negación fue una mirada para el arrepentimiento y bien lloró Pedro su pecado.
Pero Jesús seguía confiando en el amor de Pedro, por eso se lo hace repetir y prometer hasta tres veces allá junto al mar de Galilea. ‘¿Me amas, Pedro? ¿me amas más que estos?’ Es la pregunta que nos sigue haciendo Jesús a nosotros porque sigue confiando en nosotros, que como aquel hijo que primero había dicho no, luego nos arrepintamos y vayamos a hacer cuánto nos pide el Señor.
Cada vez que nos reunimos para la celebración de la Eucaristía la liturgia de la Iglesia nos recuerda nuestra condición de pecadores, pero de pecadores que sabemos acudir con humildad y con amor al Señor para pedirle perdón. Iniciamos la Eucaristía reconociendonos pecadores, confesando nuestro pecado, pero confesando la confianza grande que tenemos en la misericordia del Señor.
‘Señor, ten piedad’, le decimos y no solo en estas aclamaciones del principio, sino que a través de la celebración en distintos momentos lo vamos a repetir. ‘Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, en piedad de nosotros… atiende nuestra súplica…’ Venimos a celebrar al que se entregó por nosotros, derramó su Sangre para el perdón de los pecados. Y confiamos que a pesar de que somos pecadores, no somos dignos de acercarnos a El para comerle en la Eucaristía, una sola palabra suya puede salvarnos, puede sanarnos.
Vayamos con confianza hasta el Señor, dispongamonos a enmendar de verdad nuestra vida y a hacer cuanto nos pide el Señor y tengamos en nosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús. Cuánto tenemos que hacer y cuánto podemos hacer dejándonos conducir por el Señor, a pesar de nuestra debilidad; copiando en nosotros esos sentimientos de Jesús. Y el mundo necesita este mensaje de paz, de perdón, de amor. Es el mensaje importante que tenemos que saber llevar a los demás frente a tanto resentimiento, a tanto odio, a tanta malquerencia que muchas veces contemplamos a nuestro alrededor donde la gente no se sabe perdonar y no se sabe, en consecuencia, encontrar la paz.
Es el evangelio de paz, de amor, de compasión y de perdón que tenemos que llevar a nuestro mundo, si también nosotros somos capaces de mostrarnos con entrañas compasivas para los que están a nuestro lado. ¡Qué ejemplo de humildad nos da el Señor, como nos refleja la carta a los Filipeses! Es la humildad, el amor, la compasión, la misericordia con que nosotros hemos de presentarnos también a los demás.
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