No
perdamos la llave de la humildad aunque nos parezca pobre e insignificante, no
la cambiemos por vanidades, con ella nos encontraremos en el corazón de Dios
Oseas 6, 1-6; Sal 50; Lucas 18, 9-14
Hoy a donde
quiera que vamos llevamos el ‘currículum vitae’ bajo el brazo. Todo se ha
convertido algo así como un concurso de méritos y en nuestra historia de vida
vamos acumulando cosas, papeles, títulos, documentos que nos certifiquen lo que
hemos hecho para tener merecimientos para continuar nuestra carrera de ascensos;
algunas veces son cosas que hicimos por rutina, cursos que hicimos muchas veces
por cumplimiento sin mostrar ni el más mínimo interés, pero podemos tener un
papel más, un documento más que aumente nuestras posibilidades.
¿Pero todo en
la vida es así? ¿Todo en la vida lo podemos convertir en eso? Claro que
tendríamos que preguntarnos cuales son los verdaderos valores que tendríamos
que tener en cuenta. Pero tampoco podemos quedarnos en esos protocolos que nos
exige la vida y traspasar esos estilos de merecimientos a nuestras relaciones
con Dios. Muchas veces decimos, es cierto, cuantas misas yo he escuchado,
cuantos rosarios he rezado, cuantas veces hice los primeros viernes, cuantas
cosas buenas yo he hecho, ¿serán un merecimiento ante Dios? ¿Nos valdrán para
presentarnos con títulos de exigencias a Dios, cuando quizás aunque haya hecho
esas cosas, he tenido a Dios tan ajeno a mi vida, tan alejado de mi vida real?
De cuántas
autosuficiencias vamos llenando la vida. Títulos que colgamos de la pared y que
nos sirven bien de adorno en nuestra casa. Pero ¿todo se puede quedar en un
adorno, algo de lo que presumir? El Evangelio de hoy nos hace pensar.
Ya nos dice
para comenzar el evangelista que Jesús nos propone esa parábola por algunos que
se tenían por justos, confiaban solo en si mismos y despreciaban a los demás.
¿Así andaremos nosotros? con corazón abierto, con espíritu humilde tenemos que
presentarnos ante Dios para escuchar en lo más hondo de nosotros mismos esta
parábola de los dos hombres que subieron al templo a orar.
Allí está el
fariseo, de pie, en medio de todos, mirando por encima del hombro a todos los
demás, cantando como el gallo que ufano extiende sus alas en medio del
gallinero para hacer el listado de todas las cosas buenas que hace y con lo que
se presenta ante Dios. El no es como lo demás, y dice bien. No es como los que
van con sencillez y humildad por la vida, porque solo pretende subirse a
pedestales para que le muestren reverencia. Y ahora desde ese pedestal poco
menos que quiere dirigirse a Dios de tú a tú con su currículum, con sus
méritos, con sus exigencias, con sus ‘derechos’. Y nos dirá Jesús que bajó del templo con el
rabo entre patas, porque de ninguna manera sintió justificación en su corazón.
Pero allí
está en un rincón el que no se atreve a levantar la cabeza. El sabe que es
pecador y es lo único que puede presentar ante Dios, aunque su pecado no le
valga para ningún merecimiento. Es su único currículum que puede atreverse a
presentar. Pero es el hombre que no confía en si mismo porque sabe de su
debilidad, no es el hombre que cacarea sus hazañas, porque lo único que
recuerda son sus debilidades y fracasos en la vida, pero aun así se atreve a
acercarse a Dios, porque sabe que Dios es compasivo y misericordioso. Su única
palabra es ten compasión de este pecador, acogerse a la misericordia y a la
compasión de Dios que es amor. Y se llenó de Dios, porque la humildad junto con
su amor era la llave que le abría la puerta para encontrarse con Dios.
¿Y nosotros?
¿Qué llevamos en nuestras manos cuando nos presentamos ante Dios? ¿Sabremos
encontrar esa llave de la humildad que nos abre los ojos para contemplar y
vivir lo que es la misericordia de Dios? No perdamos la llave de la humildad
aunque nos parezca pobre e insignificante, no la cambiemos por las vanidades de
este mundo, nos encontraremos en el corazón de Dios.