Como el ciego de nacimiento hemos de
encontrarnos con Jesús que es nuestra luz
1Sam.16, 1.6-7.10-13; Sal.
22; Ef. 5, 8-14; Jn. 9, 1-41
El ciego de nacimiento no sabía lo que era la luz,
hasta que se encontró un día con el Sol. Empezó a ver y empezó a creer. Es el
acontecimiento que nos narra hoy el evangelio con hermoso significado.
En la ceguera todo es oscuridad. No se conoce la luz,
no se sabe lo que es la luz. Todo
permanece en tinieblas. Descubrir la luz tiene que ser algo maravilloso; se
distinguen los colores, lo que percibíamos por los otros sentidos ahora se
vuelve realidad ante nuestros ojos, podemos contemplar una sonrisa que solo
podíamos intuir, descubrir lo que se puede ver tras unos ojos luminosos, las
cosas pueden tener otro sentido. Es triste esa oscuridad en la ceguera de los
ojos, pero hay otras oscuridades más terribles. Tenemos muchas tinieblas,
muchas clases de tinieblas que quieren ahogar la luz.
‘La luz brilla en las
tinieblas y las tinieblas no la recibieron’, había dicho Juan en el principio de su evangelio.
Pero la luz un día ha de brillar. ‘Levántate,
tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz’,
escuchábamos que citaba san Pablo en la carta a los Efesios. Cristo es nuestra
luz; la luz que viene a arrancarnos de las tinieblas. El episodio del Evangelio
de hoy viene a hacernos ese anuncio y a traernos la esperanza de la luz que en
Cristo vamos a encontrar.
Cristo viene al encuentro del hombre para traernos su
luz. El evangelio nos dice que ‘al pasar
Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento’. El episodio se sitúa en
Jerusalén. El paso de Jesús será siempre un paso salvador. El paso de Jesús es
pascua de luz para todo hombre. El paso de Jesús nos enseña también a mirar y
ver. Es Jesús el que toma la iniciativa de venir a nuestro encuentro aunque
digamos que nosotros lo buscamos y hacemos no sé cuantas cosas.
Allí estaba aquel hombre, ciego de nacimiento, en el
que Jesús se quiere fijar de manera especial. Cuántos se tropezarían con él en
su deambular por las calles de Jerusalén. Seguramente allí estaba tendiendo su
mano pidiendo limosna - era lo habitual - y moviendo a compasión desde su
ceguera.
Pero Jesús se detiene. La pregunta surge en los
discípulos aflorando lo que quizá era una forma de pensar de muchos - también
en nosotros aparece esa forma de pensar - imaginando culpabilidades y castigos
por pecados, como se miraba la enfermedad o los males que pudieran suceder a
las personas. Afloran cegueras en la manera de pensar que también nos afectan a
nosotros porque quizá también cuando nos aparece el sufrimiento en la vida
también estamos pensando en qué pecado hemos hecho para merecer tal castigo.
Pero Jesús viene a darnos otro sentido. Jesús quiere abrirnos los ojos a través
de esos acontecimientos para que aprendamos a descubrir las obras de Dios y las
obras de Dios son siempre de amor para traernos paz a los corazones.
Allí está un hombre que sufre, un pobre que pide
limosna, que se encuentra envuelto en las tinieblas de la ceguera y de su
pobreza. Cuántas veces pasamos al lado de tantos sufrimientos y seguimos
nuestro camino sin detenernos y quizá seamos nosotros los ciegos y los pobres;
Jesús ahora nos está ayudando a salir de nuestras cegueras y oscuridades para
que aprendamos a mirar de manera distinta y para que pongamos nuestra parte en
que se descubran las obras de Dios.
Jesús realiza el signo que nos puede parecer
incomprensible. Sobre aquellos ojos ciegos Jesús va a poner barro. Parece que
en lugar de abrir los ojos lo que hace es mancharlos más con el barro. ¿Será
para que sintiera la necesidad de lavarse? ¿Necesitaremos reconocer la
oscuridad que hay en nuestros ojos, o mejor, la suciedad que hay en nuestra
vida? Jesús le envía a lavarse a la piscina de Siloé.
Tiene su significado, porque el significado de tal
nombre es ‘el enviado’. Era la
piscina del Mesías. O mejor, la piscina es Cristo; más aún, Cristo es esa agua
que no solo calma nuestra sed, como veíamos el domingo pasado en el episodio de
la samaritana, sino que además nos purifica, da una nueva luz a nuestra vida. Y
el hombre se encontró con la luz, aunque todavía no supiera bien quién era esa
luz, como vemos por todo lo que sucederá a continuación.
Aquel hombre está ya lleno de luz, pero seguirán
apareciendo oscuridades y cegueras. No todos quieren aceptar que aquel hombre
ha recuperado la luz de sus ojos, se ha encontrado con la luz. Comienza, por así
decirlo, la lucha entre la luz y las tinieblas, o las tinieblas queriendo
rechazar la luz.
Será la gente desconcertada a la que le cuesta reconocer
que el ciego de nacimiento ha recobrado la luz de sus ojos; serán los fariseos
con su fanatismo que no querrán reconocer la obra de Dios que se ha realizado
en aquel hombre; será la cobardía de los padres que temen reconocer el milagro
que Jesús ha obrado en su hijo, por temor a ser expulsados de la sinagoga; será
la desconfianza y las descalificaciones que se quieren hacer de Jesús para que
la gente no crea en El.
Muchas cegueras que nos pueden aparecer también tantas
veces en nuestra vida con nuestras dudas, nuestras cobardías, nuestros
desconciertos, nuestras desconfianzas y hasta envidias hacia los que hacen
cosas buenas; son las sombras de dudas que queremos sembrar en la vida de los
demás porque nos cuesta aceptarlos; son las críticas y murmuraciones, juicios
inmisericordes y condenas con las que dañamos a los demás y nuestro corazón se
llena de negruras. ¿No necesitaremos ir también nosotros a lavarnos a Siloé?
Necesitamos, hemos de reconocerlo, ir al encuentro de Jesús para que nos llene
de su luz, para que arranque para siempre esas negruras y tinieblas que dejamos
meter de muchas maneras en nuestro corazón.
Mientras, hemos seguido contemplando el proceso de
aquel ciego de nacimiento que encontró la luz. En principio era ‘ese hombre que se llama Jesús que hizo
barro, me lo untó en los ojos y me dijo que fuese a Siloé y que me lavase…’
No sabía más de Jesús. Pero la luz que brillaba en su corazón fue acercándole
al misterio de Dios para reconocer que tenía que ser un profeta, que era un
hombre de Dios y finalmente llegar a confesar su fe en Jesús.
No le fue fácil el recorrido de la fe. Las tinieblas
luchaban contra la luz y tuvo dificultades y hasta al final se vio perseguido
por el testimonio que estaba dando. ‘Lo
llenaron de improperios…’ a causa de su testimonio. Finalmente ‘lo expulsaron de la sinagoga’,
pero él seguía dando testimonio. Era un
testigo; lo que había visto, no lo podía callar; se había encontrado con la
luz. ¿No nos hace pensar todo esto en nosotros? ¿Llegamos hasta el final dando
testimonio de nuestra fe en Jesús?
‘Oyó Jesús que lo
habían expulsado, lo encontró y le dijo: ¿Crees tú en el Hijo del Hombre?... ¿Y
quién es, Señor, para que crea en El?... Lo estas viendo: el que está hablando
contigo, ése es… Creo, Señor. Y se postró ante El’. Es la confesión de fe. No sabía
qué era la luz, donde estaba la luz, pero se encontró con el Sol y empezó a ver
y a creer.
Jesús viene hoy también a nuestro encuentro. Es el paso
de Dios por nuestra vida que nos arranca de cegueras y oscuridades. Cuando
llegue la noche de Pascua nos veremos envueltos totalmente por su luz. Son los
signos que van a resplandecer en esa noche llena de luz. Para ese momento vamos
haciendo ahora nuestro camino cuaresmal.
Queremos ver a Jesús; que aprendamos a distinguir su
presencia sin confusiones ni dudas. Queremos ver como Jesús para que nuestros
ojos se iluminen y nuestra mirada esté siempre llena de bondad y de
misericordia como era la mirada de Jesús; ya no ha de ser una mirada a nuestra
manera sino a la manera de Dios, a la manera de Jesús. Queremos ver a Jesús
para aprender a ser luz como Jesús; El nos ha llamado a ser luz del mundo, y
ahora somos luz en el Señor y como hijos de la luz hemos de aprender a caminar,
como nos enseñaba san Pablo. Nuestras palabras, nuestras obras, nuestra vida
tienen que ser siempre transparencia de Jesús, tienen que estar siempre llenas
de luz.